El cuento por su autor
Le dedico este cuento a Carlos Álvarez Insúa, Arlie, y debería agregar in memoriam pero no puedo. Este querido gran amigo, escritor, editor, sufrió un infarto el 8 de enero, un final imprevisto, sin apelación, y el impacto nos deja a sus amigxs sin palabras, sin aire.
Estaba escribiendo este cuento y no pude retomarlo: la afasia se coló en la conmoción y la tristeza.
“El caburé” está asociado con otro que publiqué en Verano/12 que se llama “Docilidad” en el que ya aparecen la mímesis y la docilidad. Recuerdo que cuando salió publicado le mandé el link a Arlie para que lo leyera y, aunque le gustó mucho (cuando las cosas no le gustaban mostraba vacilación, como si se hubiera quedado afuera de algo), no dejó de decirme que hacia el final, cuando mencionaba unas figuras que podían “dejar unas huellas en el viento”, había hecho una concesión al romanticismo. Tenía razón. Él era un lector extraordinario y no dudaba en expresar dureza para criticar la blandura, era la vara alta con la que él se medía también: cuando habías logrado una buena forma no te podías bandear con un voladito, un encaje pegajoso.
Toda expresión de la cultura le interesaba a Insúa gracias a su curiosidad vital y generosa: concebía la cultura como ese cuerpo dinámico en el que cabe todo. No hay alta, baja, popular, marginal, todo era parte de un magma que auscultaba con rigor. No conocí otra persona con una perspectiva desprejuiciada y amplia de verdad como la de él.
La risa y lo monstruoso siempre presentes en nuestras conversaciones. Reconocíamos al monstruo que Artaud había cultivado, así como el de Bernhard, Leiris, Blanchot, Bataille, Rimbaud, Baudelaire, Sade, Klossowski, Des Forets, Silvina Ocampo, Kafka, Beckett, Lamborghini, Fogwill, Burroughs, Dreyer, Waters, Divine, Clark, Arbus, la Duras de El mal de la muerte, Nietszche, Althusser, Foucault y Derrida, Mekas, Herzog con Kinski, Noé (h) y el gesto a veces un poco efectista hacia lo monstruoso de Houllebecq. A muchos admirábamos en su capacidad de alimentar al monstruo. Sin embargo, a pesar de la lucidez y la pasión, él no robusteció al suyo y no sobrevivió.
El caburé
A Arlie Insúa
Esa figura del monstruo lo acechaba en el minuto más inesperado. En el sueño y en la vigilia, en el día y en la noche entreveía los aspectos del desvarío sosegado por el frío y la fantasía; se desplazaba a otros planos, desencarnaba, se alejaba del monstruo y sentía que cambiaba de piel, lo abandonaba con indiferencia porque todavía desconocía su condición de salvoconducto; sin embargo no dejaba de habitarlo. Lo dejaba atrás y lo alcanzaba, lo apartaba y lo volvía a encontrar en el próximo recodo. Cuando lo reconocía, sonreía aliviado porque se asomaba a la luz del reino. Entraba en el monstruo.
¿Quién era ese monstruo? ¿Era posible ignorarlo, acallarlo, reprimirlo, matarlo? ¿Era eso que no quería ser? ¿Lo protegía de otros el monstruo? ¿Era mejor alimentarlo de vez en cuando? ¿Cerciorarse de que seguía vivo para no dejarse sorprender por una fuerza repentina? ¿Creía que lo dominaba? ¿Le hacía creer que no le tenían miedo? ¿Era posible engañarlo, fingir indiferencia, superioridad moral o virtud? ¿Podía pensarlo como si fuera un otro, fuera de él mismo?
En el sueño se hamaca con un impulso tan violento que da vuelta carnero pegado a la hamaca pero atina a aferrarse a las cadenas con toda su fuerza y queda suspendido en el aire y no le pasa nada, salta a la tierra cuando la velocidad baja y sale corriendo por la diagonal, huye del peligro.
El abrazo: la cabeza se inclina aquiescente, como si escuchara una música apenas audible a lo lejos y la reconociera y siguiera el compás. Por un momento se entrega a la nada voladora flota en el paso es solo un paso sin preguntas, sin cuestiones ni formas definidas tránsito pasaje y en ese instante el decir tan bello del verso de la poeta lo captura y se entrega, cede sin miedo. Ha reconocido al miedo, lo mira de frente y no lo deja escabullirse en cualquier rendija, solo serviría para robustecerlo. No hay languidez en el miedo, sí voracidad, afán. Tal vez los menos ambiciosos viven con él sin dominarlo todo; si se lo niega termina campeando la cabeza y se impone. La ilusión del control puede ser letal.
Los verbos, las modalizaciones, las inflexiones se conjugan en una celebración extraña, sortean los lugares fijos como casilleros de los que sería difícil escapar. Ese movimiento del que no muestra las cartas, no se planta, no afirma. Ese movimiento potencial le permite el zigzagueo, la media sonrisa, la disposición abierta, la tendencia a suspender el juicio, la ilusión de la garantía, la certeza.
Observa al escorpión. ¿Qué trae con la fascinación de su ferocidad publicitada? Nada esconde bajo el poncho, su posibilidad maléfica a la vista, su intenso color azul verdoso. El macho se luce en un cortejo galante digno de ser contado: mueve su cuerpo hacia adelante y hacia atrás, la hembra se anoticia, y juntos pasean un rato hasta que él logra enlazarla con su picadura. En su danza de seducción, que llaman “promenade à deux”, se besan, se frotan las colas una contra la otra durante horas que parecen minutos y minutos que parecen horas. La piel en el roce apasionado se brota y se escama, delira, sin embargo no se aparta, goza de ese fervor.
Los ojos se entornan, cómo desearía tener las pestañas de los camellos tan voluptuosas y enrolladas en despliegue perezoso o mínimo repliegue. Los camellos tienen cuatro capas de pestañas diferentes pero le gusta pensar que es una única deslumbrante que guarda habilidades y filtros: las mueven con el desdén de una lentitud majestuosa o la displicencia del caracol, cierta jactancia de sus varias maneras de protección en el movimiento perezoso.
***
Un día empieza a oír demasiado. Se sobresalta. El alfiler que cae en la terraza de al lado, la papa que va perdiendo la piel a manos del pelador, la llovizna tenue sobre el pasto de la plaza vecina, la bicicleta que se desliza en la lluvia, la mosca que entra por la ventana abierta, la nube que se desplaza con la brisa, la hormiga que busca su camino, el roce de una tela con el cuerpo, un botón al desabrocharse, una pestaña que cae sobre la mejilla, la lágrima que asoma y no cae, la furia del puño que se cierra en el bolsillo. La amplificación de cada gesto mudo, cada sonido, cada paso. Ve con el oído a través de esos sonidos. Capta lo sobreactuado. ¿Alguien solo destinado a percibir, como si fuera un búho o un caburé? ¿Qué hace con eso? ¿Tendría que usarlo para algo, hacerlo producir? Lo intenta en vano: no logra neutralizar las frecuencias ni los volúmenes, los sonidos y las voces le llegan en el mismo plano y no le sirven para evaluar mejores condiciones de existencia. Su resistencia nerviosa se deteriora, siente que enloquece a la merced de un sismógrafo demasiado afinado. Se siente apuntado y perseguido. El dolor es cada vez más agudo, como una descarga eléctrica; su tolerancia se encoge, limada con cada respingo. Se empeña en quitarle la emoción —el truco, dicen, es ignorar que duele— pero no lo logra.
Se revuelca en la cama, se aterra, el ardor se irradia hacia el cuello y le toma la cabeza. Desespera. Se tapa los oídos con tapones especiales pero no tienen ningún efecto. Recurre a orejeras protectoras enormes que amortigüen la recepción, como las que usan para el tiro al blanco, los operarios de la construcción o los señalistas de las pistas de aterrizaje. Le traen alivio pero también claustrofobia. Y en el momento de la descarga de dolor no le evitan la sensación de tortura.
Un oído disfuncional amplificado. Una capacidad ubicada en una esfera inmanejable. Solo como antena, una transparencia entre el afuera y su cuerpo como caja de resonancia. No le interesaría ser parte de un equipo de detectives o un instrumento de la policía local. Le dicen que hay una serie en la que la gran protagonista antiheroína es alguien con un hándicap y a la vez un talento muy singular que la excluiría de los ámbitos sociales más básicos, pero esto mismo marca la diferencia: capta lo que nadie registra, descifra la información inesperada y su intervención es crucial en la resolución de los casos. Siempre en un ambiente marginal contenido, sin lauros ni honores. Él, en cambio, quiere disimularlo: lo reprime. No quiere llamar la atención, lo aterra ser utilizado como un fenómeno de circo.
Elige vivir solo, en una casa de fondos, en un barrio alejado del centro, de las avenidas y de la histeria urbana. Intenta aplacar la conciencia del oído supradesarrollado. Lo busca en Google. Hiperacusia. No es oído absoluto. “Es una enfermedad incurable, una disfunción o distorsión a muchos sonidos que no afectan a la mayoría de las personas. El umbral de tolerancia puede variar. La causa de la hiperacusia no está claramente definida y el mecanismo preciso que hace que la condición se desarrolle generalmente es desconocido”. Camina por las calles tranquilas buscando serenarse.
Un vecino lo observa, no le habla pero capta su estado alterado y la intención de estar solo. En una de sus salidas vespertinas, el tipo lo intercepta, se presenta como un viejo hechicero que le aconseja estar siempre atento a la tentación de las máquinas, a los mecanismos y dispositivos que transforman un ser latiente y sufriente en un robot: la tentación es enorme, dejarse estar, dejarse devorar, pasar a ser parte de un engranaje que pulveriza toda diferencia. La advertencia tal vez disminuya la probabilidad de la enajenación. Aluviones de casos de autismo, de síndrome de asperger, ensimismamiento, hipoacusia.
Lo escucha en silencio y prefiere no responder.
No, no puede referir a una máquina. A la noche piensa que lo inquietante es la percepción del animal humano. Animal humano y animal a secas. Es ese rasgo de inmanencia que destaca. Con perplejidad ve cómo sus manos van tomando una forma curva definida y se van transformando en unas garritas con uñas en los extremos y pelos suaves o plumas en el dorso.
En dos semanas usa guantes cuando sale a la calle, las garras han tomado una forma visible para cualquiera.
Se despierta cada mañana con la ilusión de que haya sido una pesadilla, pero no, en cuanto se mira las manos las garras están ahí. Observa su imperceptible crecimiento y los pelitos finos con distintos tonos de marrones y rubios. El desarrollo parece progresar por las noches, no se le ocurre cómo detenerlo.
Decide mudarse a un lugar aislado, solitario y frío, donde el sonido producido por los humanos se reduzca a lo mínimo y donde el uso de guantes no llame la atención.
En una quietud o un sueño vigilia prolongada imprecisable, se aleja y llega a la cuenca del río Deseado sobre la que Darwin había escrito: “No creo haber visto jamás un lugar más alejado del resto del mundo que esa grieta de rocas en medio de la inmensa llanura”. Se instala en una casa prefabricada en el valle como si fuera una meseta. El pueblo más cercano es Pico Truncado. El paisaje de la estepa, el viento como un instrumento musical en acción constante no lo perturba; las garzas y los cormoranes son todo lo audible y visible. Ya no tiene que ocultar sus hipercualidades o deformidades. Los pobladores lo ignoran, solo salen de sus casas para las obligaciones indispensables, no pasean. Los únicos que cruza en sus desplazamientos por los cañadones y el estuario son unos estudiantes de arqueología que investigan la distribución y las características de las manifestaciones rupestres en cuatro abrigos rocosos. Buscan describir y sistematizar los motivos y los contextos artísticos que se habrían dado en el marco de contactos poblacionales entre grupos de cazadores recolectores durante el Holoceno medio y, principalmente, en el Holoceno tardío.
Se dedica a estudiar los distintos tipos de patas de las aves de corral y las de presa, más o menos musculosas, rígidas o mejor torneadas, desde las gallinas hasta los halcones y los gavilanes. Logra identificarlas: sus garras ya tienen el tamaño, la forma curva y el color de las de un caburé. Las mira con interés, se pasa la garrita por los labios con suavidad y aprecia su consistencia y también el gusto de esa materia. Tienen su gracia particular. Lo único que puede esperar es que no se sigan desarrollando, lo aterra que se conviertan en las de un cóndor o un carancho, con las uñas duras y afiladas, porque, además, no va a poder esconderlas en los bolsillos.
Camina por el estuario del Deseado y divisa a los arqueólogos; se pregunta si alguno de ellos habrá desarrollado garras como él. La hiperacusia no lo atormenta ya. Tal vez oiga algún zorro, y entonces tal vez se detenga a verlo aparecer para apreciarlo de cerca. También el zorro tiene un oído muy agudo.
Si tiene la suerte de no perderse del todo, cada día recibe la visita del monstruo, no puede rehuirle, lo habita. La lucidez o la desesperación derivaron en un gesto, y la náusea ante el extraño que ve reflejado en cualquier vidrio desaparece. Vive con el monstruo, puede desalentarlo pero no olvidarlo, su reaparición no se anuncia. Su latencia ingobernable y fugitiva afirma la prestancia de la mutación.