Desde Córdoba
En una pequeña sala de un palacete estilo francés donde funciona el Tribunal Oral Federal N°2, comenzó ayer el primer juicio a ex funcionarios del poder judicial de la provincia que están acusados de complicidad con los genocidas de la última dictadura cívico-eclesiástico-militar. La causa de los magistrados, también conocida aquí como “la causa maldita” (ya que ardió como brasas en las manos de decenas de jueces que adujeron relaciones de amistad o enemistad con los acusados que no les permitían asumirla), tiene como imputados al ex juez federal Miguel Angel Puga, al ex fiscal Antonio Cornejo, al ex defensor oficial Ricardo Haro y al ex secretario penal y el juez Carlos Otero Alvarez.
Otero Alvarez fue denunciado en la Conadep ya en 1984 por los sobrevivientes junto a su ex jefe, el juez Adolfo Zamboni Ledesma, quien si no estuviese muerto, debería comparecer junto a los reos. Todos están acusados por los delitos de “incumplimiento de deberes de funcionario público” y “encubrimiento de delitos de lesa humanidad”. Y si bien las víctimas que defienden los fiscales Carlos Gonella y Facundo Trotta suman 75; se destaca la responsabilidad que les cabe por el fusilamiento de 31 presos políticos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN), que fueron asesinados en falsas fugas durante el invierno de 1976. Son los mismos 31 fusilados por los que fueron condenados a prisión perpetua el dictador Jorge Rafael Videla y el represor Luciano Benjamín Menéndez.
“Ellos debieron ser juzgados en el juicio a Videla-Menéndez, pero la entonces jueza federal Cristina Garzón de Lascano, y la fiscal (Graciela) López de Filoñuk los apartaron de la causa: no querían que salieran en la misma foto con Menéndez y los represores de la (cárcel) UP1”, le dijo a este diario Rubén Arroyo, uno de los abogados decanos causas de Derechos Humanos en esta provincia, junto a María Elba Martínez.
A la primera audiencia, presidida por el tribunal (finalmente) integrado por Julián Falcucci; José Camilo Quiroga Uriburu (juez riojano) y Jorge Sebastián Gallino (de Entre Ríos) acudió gran cantidad de público que ante la falta de espacio debió quedarse en la puerta de calle. Dentro del edificio se destacaron la titular de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba, Sonia Torres, el ex secretario de Derecho Humanos Martín Fresneda y el titular del CELS, Horacio Verbitsky. Pero la sala resultó tan pequeña como incómoda: los familiares querellantes tuvieron que sentarse en tres bancos casi pegados a los acusados ante quienes, muchas veces, fueron a pedir por sus familiares.
“Es muy fuerte tenerlos tan cerca. No hace bien. Pero esto tenía que hacerse” –le dijo Raquel Altamira de Vaca Narvaja a PáginaI12. La hermana de Higinio Toranzo y la compañera de Miguel Mozé (los tres fusilados el 12 de agosto de 1976) ni siquiera pudieron entrar. No hubo lugar para ellas. A Elda Toranzo y Olga Acosta, la mamá de Martín Mozé, de HIJOS, no les quedó otra alternativa que compartir sillas en la improvisada sala de prensa de la planta alta, en cuya pantalla a lo largo de toda la jornada los rostros de los imputados fueron invisibles.
Este ha sido y es un proceso tan importante como resistido desde adentro del poder judicial, de allí que en vez de la amplia torre de 13 pisos de los tribunales federales –en la que hay salones para procesos de esta envergadura y trascendencia–; se lo hace en una microsala sin internet.
Otero Alvarez, ex secretario penal de Puga –un juez acusado por permitir o consentir torturas y fusilamientos– es tal vez el personaje que más inquieta a la llamada Sagrada Familia Judicial cordobesa ya que fue juez federal hasta 2009 y cuenta con muchos amigos y colegas que están ejerciendo y le deben lealtades. De aspecto y modales cuidados, Otero Alvarez también fue vocal en el primer juicio en que se condenó a Luciano Benjamín Menéndez, el 24 de julio de 2008. Este hombre sumó ayer una extraña paradoja a su vida: a exactos nueve años de aquél día, estuvo también en un juicio histórico, esta vez del otro lado del estrado.
Durante la audiencia escuchó, junto a sus tres colegas imputados, la acusación en la que ex presos como Luis “Vittín” Baronetto les atribuyen haber desoído sus denuncias sobre las torturas y vejaciones recibidas en campos de concentración y cárceles; haber consentido que los cancerberos y militares apuntaran a los presos con armas las veces que desde tribunales fueron a entrevistarlos durante el cautiverio. También les atribuyen haber visto partidas de defunción elevadas por los militares por “heridas de bala” en los “traslados de presos” y en vez de ordenar investigar las muertes, o al menos intentar esclarecerlas, dieron “por extinguidas” las causas que pesaban sobres las víctimas “por fallecimiento”.
Así se volvieron a escuchar los nombres y ocupaciones de los asesinados en los ocho fusilamientos masivos: el del sindicalista Florencio Díaz; la pequeña Diana Fidelman; la maestra Marta Juana González de Baronetto (esposa de Vittín, que acababa de dar a luz a su segundo hijo); los de los estudiantes Arnaldo Higinio Toranzo de sólo 19 años y Gustavo De Breuil, de 23, quienes fueron asesinados cerca del Chateau Carreras junto al abogado de presos políticos Miguel Hugo Vaca Narvaja (h), de 35. Vaca Narvaja era el defensor de José Cristian “el Diablito” Funes, a quien también fusilaron.
La lista de crímenes por omisión de deberes de funcionarios públicos, complicidad y ojos y oídos cerrados ante el clamor de los presos y sus familiares siguió con el nombre de Miguel Angel Ceballos, también abogado de presos políticos y padre de tres hijos: uno de ellos, Miguel Ceballos, es uno de los iniciadores e impulsores de esta causa.
La lectura monocorde aunque clara de la secretaria Lorena Castelli volvió sobre la responsabilidad por el estaqueamiento hasta la muerte, el gélido 14 de julio de 1976, del médico santiagueño René Moukarzel, y el fusilamiento a quemarropa del estudiante de periodismo Raúl Bauducco el 5 del mismo mes, cuando el cabo Miguel Angel Pérez le dio un balazo en la nuca en el patio del penal frente a los ojos de cientos de presos.
Recordó la matanza de Mirta Abdón de Maggi, mamá de una pequeña hija; y el ensañamiento con Pablo Balustra, a quien dejaron parapléjico a golpes y tortura, para luego aducir, en el certificado de defunción, que había intentado fugarse en un traslado. Nombrándolos, los 31 volvieron a estar presentes en los ya tradicionales claveles rojos de papel crepé.
Mientras cometían sus crímenes, los militares de la última dictadura no se pensaron jamás frente a un tribunal: se creyeron impunes y lo fueron durante casi cuatro décadas. Los cuatro magistrados que comenzaron a ser juzgados ayer, tampoco se lo imaginaron. Entonces, ellos eran el tribunal.
Los testigos, unos 25, comenzarán a declarar el lunes que viene. Se estima que este juicio podría concluir en la segunda mitad de septiembre.