Padre

Dígame que le han hecho al río, que ya no canta

que resbala, como esos peces que murieron

bajo un palmo de espuma blanca

Rosana, Alba, Pedro, Andrea, ceban y hablan. Agobiados por el calor húmedo y silencioso del medio día, tomamos mate sentados en las sillas que se consiguieron, en ese cuarto estrecho con dos ventanitas que funciona como oficina de los guardaparques. A veces suspiran y aprietan las muelas antes de responder. Otras se miran y callan mientras acomodan los pensamientos y los recuerdos acumulados en treinta años de vivir en este monte. Años de quererlo, de cuidarlo a veces y otras de intentar salvarlo contra todo. Ahora los atraviesa una sonrisa de lástima cuando la pregunta es si dan abasto, porque “a pulmón, con sol o lluvia o frio, hay que recorrer igual, hay que socorrer igual, hay que ir igual. Para eso estamos”.

Tienen que salvar la selva, las aguas y la vida de ese impenetrable de diez mil hectáreas con una cantidad de árboles, plantas y animales, que la fantasía más afiebrada no conseguiría imaginar.

El parque Pereyra Iraola fue declarado en el año 2007 por la UNESCO, como reserva de biosfera, y eso está muy bien, pero “somos una reserva de papel y finalmente dependemos de los vecinos y de su comprensión del asunto, te explico, te explico…” y se apura a decir y cuenta: los proveen de dos mil pesos para combustible para recorrer esa inmensidad, detectar cazadores y pescadores furtivos que entran al parque, o para lidiar con gente que va a descargar camiones de basura, o a tirar autos robados que incendian allí mismo. Y hasta alguna vez, siguiendo el olor a podrido, encontrar un hombre muerto a orillas del humedal. Porque el parque es muchísimo más que esas dos lenguas de pastito cortado alrededor de la ruta, donde las familias van a tomar mate y jugar a la pelota. El Parque Pereyra es una selva inmensa y en riesgo.

Padre, el rio ya no es el rio

antes de que llegue el verano,

esconda usted todo lo que encuentre vivo…

“La bomba de apagar incendios también debe funcionar con ese combustible que tenemos que ir a buscar a diez kilómetros de acá, gastando combustible, y volver a lidiar contra los incendios y aun contra los leñadores que son un peligro, porque en general son gente agresiva que no respeta nada y nosotros no tenemos más que nuestra figura de guardaparques para parar a unos tipos que tienen hachas, machetes, motosierras”. Los incendios, generalmente provocados, los desesperan porque “la mayoría de las veces el combustible no alcanza, llamamos y nos dicen que vayamos a caballo” porque alguien desde un sillón, con aire acondicionado y café a pedido parece no saber que los caballos no apagan incendios, y tampoco sabe que ya se murieron tres, por falta de medicamentos. “Tenemos un veterinario al que no le dan nada. No tiene más que sus conocimientos y a veces trae remedios que consigue. También ayudan un par de veterinarios del pueblo y el resto cuando se puede lo ponemos nosotros de nuestro bolsillo o hacen vaquita los vecinos y es necesario además porque son animales viejos que necesitan muchos cuidados. Entre eso y la falta de nafta, muchas veces nos toca ser espectadores de la tragedia que intentamos evitar. Y duele, y enfurece”.

Que le han hecho al bosque, padre

que no hay un árbol.

Con que leña encenderemos el fuego

y en que sombra nos cobijaremos

si el bosque ya no es el bosque.

La charla pasa lenta, entre mate y mate, por palabras con gestos que van desde la desdicha, hasta el heroísmo, pasando, claro, por el sacrificio. Los guardaparques viven allí mismo, en casas donde no entra el espanto que se campea oscuro, porque ya pasó por ahí donde el calor resuella: hace un par de años, dos de ellos contrajeron psitacosis y hubieran muerto si no fuera porque una vecina llegó a saludar y los encontró medio destazados, y temblando empapados en el sudor de la fiebre sobre las camas de donde no pudieron levantarse.

“Los problemas son muchos y las soluciones pocas: para cuidar las diez mil hectáreas, somos diez, y hay guardaparques formados, pero no los contratan. Renuncia uno y no lo reponen. Se avasallan partes del parque y no accionan. Nosotros defendemos al estado, somos el estado, cuidamos una parte importante del estado, y el estado no nos respalda. Así es muy difícil...por momentos sentimos que esto puede desaparecer y nosotros vamos a quedar como el japones de la guerra, siendo que ya presentamos nueve propuestas muy trabajadas. Y solo hicieron silencio”

Antes de que oscurezca, padre

guarde usted un poco de vida en la despensa

porque sin leña y sin peces

tendremos que quemar la barca

tendremos que arar sobre las ruinas

y cerrar la puerta de casa con muchas llaves.

En el año 2010 intentaron partir el parque para hacer pasar una autopista, ahí se creó la Asamblea de la Reserva de Biósfera Pereyra Iraola. Fueron días de marchas y acampes y consiguieron sostener el parque “que no era tan difícil, era desviar el trazado quinientos metros, pero les quedaba más fácil decir lo que todavía dicen, que es que estamos en contra del desarrollo, ¡nosotros! ¡Que somos una cornisa entre Capital Federal y La Plata! Lo que no quieren es aceptar que somos un acuífero con flora y fauna que tiene una zona núcleo y otra de amortiguación. Si no estuviera esto, todo sería un desastre”.

Las dos tosqueras que ya existen, se compiten el terreno con los negocios inmobiliarios y las dos escuelas de policía que conviven allí. La demanda interpuesta por la asamblea de vecinos se resolvió diez años después. En el año 2020.

-Pero bueno, al menos ya se terminó.

-Claro que no. Ahora quieren abrir la ruta 19, conocida como “camino negro” que solo va al rio atravesando la zona de amortiguación. Ya vinieron con las máquinas y de nuevo hubo que salir a pararlos. Vinieron con palas mecánicas, voltearon árboles y los llevaban de noche. Así que ahí comienza todo de nuevo.

Y usted nos dijo, padre, que donde hay pinos, hay piñones

y donde hay flores hay abejas, y cera, y miel

pero el campo ya no es ese campo.

Alguien anda pintando el cielo de rojo y anunciando lluvia de sangre

El 25 de enero a las seis de la tarde, una voluntaria dio aviso de una columna de humo. Un incendio aparentemente provocado puso en llamas los ceibales, los pajonales y la selva marginal que protege el núcleo. Durante tres días, las mochilas, los látigos y palos agitados a fuerza de voluntad, no consiguieron evitar que trescientas hectáreas se convirtieran en cenizas “aunque a último momento mandaron un helicóptero con bolsas de agua que ayudaron también, y al tercer día llovió”. El Parque, junto con la reserva Punta Lara, conforman la selva subtropical más austral del mundo. Y ahí se fueron sus hectáreas, con sus árboles, sus zorros, sus lagartos y serpientes y sus pájaros de colores tornasolados y sus nidos de formas que solo la naturaleza puede diseñar. Ahora todo es cenizas y humo.

La escuela de policía no está ajena a la disputa, hace apenas un año, durante una asamblea en El Parque, entró sin permiso un contingente policial de alto rango “con un arquitecto, a ver dónde construían no sé qué cosa acá, en medio del parque. Fue un acto de prepotencia e impunidad inaceptable, pero igual entraron y claro, nos sentimos en riesgo. Y hay que enfrentarlos, pero sin herramientas. Es mucho”.

Alguien que ronda por ahí, padre

son monstros de carne con gusanos de hierro

asómese, y les dice que usted nos tiene a nosotros

y les dice que nosotros no tenemos miedo.

Pero asómese, porque son ellos los que están matando la tierra.

Padre, deje usted de llorar, que nos han declarado la guerra.

Nos despedimos en la puerta, y mientras me iba, pensaba en que justo en este momento se está incendiando medio continente nuestro. Pensaba en Rosario, ahogado en el humo que llega de los agroindustriales de Entre Ríos, pensaba en el río que llaman Canal 5, allá por Mar Chiquita, que acaba de secarse, pensaba en que la cosa se “resuelve” con reuniones carísimas para hablar del cambio climático y trataba de imaginar qué hacer para merecer el agua, el sol, el aire y el heroísmo porfiado de las miradas que acabo de dejar atrás: las de Rosana, Alba, Pedro, Andrea, con sus esperanzas golpeadas pero firmes en sus casi imposibles batallas cotidianas para cuidar el aire, el agua, la lluvia, y sus efectos sobre nosotros todos. Y sin querer y sin aviso recordé a Chico Mendes y su paisaje tan desolado como su tumba. Entonces volví sobre mis pasos y pregunté si esto podría empeorar o ponerse más peligroso para ellos; Pedro se puso las manos en los bolsillos, miró el cielo que se había nublado, miró la tierra bajo sus borceguíes, y levantando los hombros, solo respondió: “Y…ojalá que no”.