"Fui un blanco fácil y una cabeza de turco, escribieron sobre mí de forma poco halagadora, también de John y de mucha gente, pero fue la prensa la que creó la imagen”. (Yoko Ono, 1997)

Que la realidad se construye resulta casi una obviedad, a esta altura de los medios de comunicación. Que Yoko Ono estuvo a la vanguardia de ello -en tiempos de McLuhan y su optimismo risueño, incluso- redunda en algo parecido. ¿Quién fue Yoko, entonces, bajo el tamiz de esta construcción? ¿Quién es hoy, cuando cumple 90 años? ¿Villana? ¿Heroína? El ángulo de mirada, lo que siempre define al fin, da una y da otra. Da una, que por suerte está en franco declive, cuyo estigma negativo se ha argumentado sistemáticamente no solo mediante a través de su supuesta responsabilidad en la separación de The Beatles, sino también en el manejo posterior de la herencia de John, sus "chillidos insoportables" al cantar o el encare de un arte de poca valía.

Pero también da otra que ha proliferado tras el asesinato de Lennon y que tiene que ver con una resignificación. Una nueva mirada colectiva sobre ella, dada por motivos que, si bien siempre los tuvo se dejó ver con mayor claridad, cuando el mundo terminó de atravesar el duelo por la muerte del beatle más amado. Es la “Yoko heroína” que se revió no ya como “lo negro del mundo” sino como figura del arte conceptual, de vanguardia, mimada por Fluxus; como musa de John en varios de sus temas más relevantes y coautora junto a él de “Imagine”. También, acorde a los tiempos de luchas de género, ha sido finalmente reconocida como una gran difusora de las prédicas contra la violencia machista -de la que ella misma había sido víctima-, además de sus aportes como escritora zen Grapefruit, mediante. O creadora de instalaciones que bien describían su vida, y la de los demás, caso “Phone in Labyrinth”, cuya reflexión por parte de ella da lo que le pasó: “Las personas somos visibles para todos, pero a menudo no podemos seguir adelante o acercarnos a nuestros semejantes, porque nos bloquean paredes transparentes. Estos obstáculos también dificultan que las personas sepan hacia dónde ir, como si la vida fuese un laberinto”.

Así se ha movido el péndulo maniqueo interminable entre estigmas y reconocimientos, que aún recae sobre la artista nipona. Pero a veces -pocas veces sale- puede hacerse el complejo intento de descascarar la realidad de la cáscara ajena. Tal vez resulte sensato posarse en ella y ver lo poco que se puede desde allí. Y lo poco que se ve desde allí, o lo que Yoko deja entrever cuando quiere, deriva en un temple de acero. En una autoconciencia impermeable que internaliza y comprende los efectos sociales, emocionales y mediáticos de haber sido la mujer del deseado John -¡encima siete años mayor que él!-, con todo lo que ello implica en términos de celos de masas.

Un temple de acero que nació además de provocar desde una alteridad “femenina y asiática” ya de por sí bastante irritante para los cánones del sueño americano, y bancarse las consecuencias. Porque Yoko fue una provocadora, claro. Se atrevió a que le corten las ropas hasta quedar desnuda (Cut Piece). A mostrar 365 culos de todas las nacionalidades en otra instalación atrevida (Bottoms). A organizar un recital en que el público ¡imaginara la música! A componer una canción como “Potbelly Rocker”, centrada en las “mujeres sin nombre” de los rockeros; u otra, junto a Lennon, cuyo atrevimiento fue de facto y sin dobleces: “Revolution Nro 9”. O a fingir orgasmos en “Kiss Kiss Kiss”, perlita de Double Fantasy, su último disco con John.

Afrentas que, mezcladas con lo trágico de la vida, ha redundado por momentos en un cóctel emocional fatal. No se puede pensar a Yoko sin sumar un factor que sí le vino de arriba: la tragedia. Mucho se ha hablado de los más de 700 millones de dólares de su peculio a nombre de Lennon, pero poco de su peregrinar por los campos junto a su familia -que luego la desheredaría- buscando algo para comer en una carretilla, tras los asesinos bombardeos estadounidenses sobre Tokio. Algo así como un loop de karmas que se reproduciría varias veces: la separación de primer esposo (Toshi Ichiyanagi), que la devolvió a Tokio para internarse en un psiquiátrico; los más de veinte años que no pudo ver a su hija Kyoko porque Anthony Cox, su segundo marido, se lo impidió; o ver in situ como los cinco tiros de Mark David Chapman impactaban en el cuerpo de su amado John.

Pero los años han traído cierta paz a Yoko. Tras los balazos en el Dakota –y pese a pervivencias ya citadas en sentido contrario-, empezó lentamente a ser mirada de otras maneras por la gente. Aunque hubo que esperar el largo duelo colectivo del beatle, algo de una de las formas esenciales de la comunicación -la de querer escuchar- finalmente procedió. Permitió comenzar a valorar su papel protagónico como artista. A reconocer en tal tren ese disco catártico que fue Season of Glass -el de los lentes ensangrentados de John-, tanto como a revalorizar su papel en los de la Plastic Ono Band. Y hasta en Fly, su segundo disco solista, producido por el mismo Lennon.

Más acá en el tiempo -tal vez a tiempo-, se ha revalorizado también su faceta estética ensombrecida en otros períodos por el “affaire beatle”. Durante el nuevo milenio, su obra fue objeto de varias exposiciones retrospectivas, con muy buen recibimiento en público y crítica. Entre ellas, Ono: Half a Wind Show. Retrospectiva, que presentó en el Guggenheim de Bilbao, o Yoko Ono: One Woman Show, 1960-1971, cuya exposición jugó de local en el MoMa de Nueva York, su segunda tierra. Incluso en la Argentina, a través de sus puestas finiseculares en Centro Cultural Recoleta y el Museo de Arte Moderno, donde la Ono montó En trance y Ex it, dos grandes instalaciones que mostraban grosso modo una síntesis de su historia simbólica y artística, hasta ese momento (1998), mediante metáforas de alto impacto. Esas filas de pequeños ataúdes de niños de los cuales surgían retoños de árboles, por caso. De su vínculo con la Argentina también quedan las legendarias Instrucciones que expuso -aunque sin venir- hace siete años en el Malba.

Resiliencia al palo es entonces lo que se ve en Yoko hoy. Si sus tweets haiku no tienen filtro, insta en ellos a cosas del mundo en las que insistió siempre: confiar en sí mismos, visualizar la paz mundial, reemplazar la violencia por pensamientos positivos, y así. Anda en silla de ruedas, se dice que está enferma, ya no puede volar, pero sus obras perviven tanto como sus detractores en leve descenso. Pero son muchos y muchas más quienes esperan el estreno de Daytime Revolution, documental que la muestra como cuasi conductora junto a John del “The Mike Douglas Show”, uno de los programas de entrevistas más populares de principios de los '70, donde se podrá ver sus permanentes preocupaciones por el medio ambiente, el odio o la violencia, grandes males del mundo de hoy.