El cuento por su autor

Una mañana de invierno llevé a mi hijo menor al hospital. Era el mismo donde había muerto mi papá hacia unos años, traté de no pensar en eso, y me mantuve todo el viaje demasiado alegre. Las puertas de vidrio, los colores brillantes y una escalera mecánica larguísima no se parecían al edificio antiguo que yo recordaba. Me confundieron. El cuento nació así, de la desorientación. Dejé que la escalera me llevara, y en el segundo piso encontré de nuevo el viejo hospital, de paredes descascaradas y techos con molduras. Atravesé una serie de pasillos que me parecieron siempre el mismo. Y de golpe, me vi en esos laberintos de los que nunca sé cómo salir, parecidos a los pasillos del hotel El resplandor. Entre tanto gris, giré y choqué de frente con las hojas enormes de una planta, que cortaban el camino. Tuve que frenar. Sentí el olor intenso de la selva, recién después vi la maceta.

No sé cómo volví a encontrar el camino, sé, sí que las semanas que siguieron manejaba por la autopista, hacía compras, lavaba los platos, y una y otra vez, me sonaba en la cabeza la historia de dos mujeres en el hospital, una bien urbana, la otra más bien mística. Las dos buscaban algo en la medicina tradicional para salvar a sus hijos, para devolverles los sentidos, pero finalmente, lo encontraban en otro lado.

Al final, me senté y busqué las frases que mostraran, de alguna manera, las dos historias. No quería solo contarlas, lo que pretendía era encontrar la materia capaz de hacerlas vivir en el papel.

Habitación 207

El pasillo está vacío: Alba camina a lo largo de una hilera de puertas cerradas, como si fuera la única habitante viva en el hospital. Las luces rebotan en las paredes, ella entrecierra los ojos. Llega a la habitación 203: la musiquita le pincha los oídos como agujas. Adentro un nene aprieta teclas, botones de colores, la mamá se ríe, lo alienta, le acomoda las sábanas, el nene sigue con las teclas. Ese nene no es el suyo, el suyo todavía sigue abajo, no lo suben. Vuelve a mirar el celular, nada. Todavía lo están operando. Algo sencillo, dos horas, le dijo el doctor un poco antes de llevárselo por un pasillo más blanco y más oscuro, seis horas atrás. Mira el reloj, siete horas atrás. Al menos, ahora puede sentarse para esperarlo en una habitación. Saluda desde la puerta a la otra mamá, la que se ríe, Alba está dispuesta a tolerar el sonido, ella puede, pero su nene no, no va a poder recién operado, no en ese lugar que suena tan parecido a la alegría y a los juegos, y en cambio, es justo lo contrario, un infierno de agujas que no lo van a dejar dormir. Todavía no podés entrar, mami, hasta que no nos avisen que lo suben, tenés que esperar afuera de la habitación. Al principio, Alba no se da cuenta de que le hablan a ella, demora en contestar, y la enfermera insiste, le dice que vaya a la sala de espera, que puede sentarse ahí. Alba no quiere más esperas. Recorrió pasillos, se perdió. Subió y bajo escaleras, se perdió. Dio vueltas y se detuvo frente a puertas que llevaban a los mismos lugares.

Deja el bolso en el piso. Espero acá, dice, pero mi hijo no puede volver a esta habitación. ¿A quién se le ocurre? Va a necesitar descansar, dormir, recuperarse. Y acá, hace una pausa para que todos los sonidos de la maquinita infernal hablen por ella. La enfermera la mira, empieza a decirle que no, que le asignaron esa habitación, pero vuelve a mirarla, y dice que va a ver qué puede hacer.

Alba se apoya contra la pared blanca, siente el peso del hospital en la espalda como si sostuviera el continente entero. Le laten las plantas de los pies. Se escucha el ascensor, asoma una camilla, el enfermero la manipula hasta que logra sacarla completa, trae a una nena con las dos piernas enyesadas. El papá le acaricia el pelo, la nena lo mira, el camillero habla de un pase en cámara lenta y la nena dice sí, fue gol al menos. Alba quiere escribirle a Damián, aunque apenas se hablan para acordar cosas de los chicos, sabe que él le va a contestar. Él espera en el quirófano, le prometió que en cuento el nene saliera, le iba a avisar. ¿Le avisaría? Sí, no iba a hacer como siempre, era una situación excepcional, por una vez iba a pensar en ella. Damián no iba disponer del tiempo, de las emociones de Alba como si le pertenecieran. En el fondo, ella se separó para recuperarlos, y ahí está de nuevo, esperando sola. Claro, fue ella quien le cedió el lugar abajo, junto al quirófano. Sumisa. A pesar de querer quedarse, lo dejó a él. Sabe que él es menos impresionable, le da seguridad al nene, le transmite la sensación de que todo va a estar bien.

Y todo va a estar bien, Alba repite en su cabeza. El pasillo está blanco como en los sueños o las pesadillas. Aparece la enfermera, Alba se asusta, se endereza y la escucha: hay otro nene con la misma operación que el suyo, los van a poner juntos en la 207. El alivio es inmediato. Alba levanta el bolso. La enfermera niega, todavía no puede entrar, cuando lo suban. De vuelta, el hospital la aplasta, cada vez más porque el tiempo, ahí adentro, carga todo con su propio peso.

No hay nadie a la vista, Alba espía la 207: una mujer chiquita, de pelo negro, lacio, reluciente le sonríe desde el sillón de cuero. Los dientes blancos, la espalda recta. La hace pensar en una diosa inca. Tiene las manos abiertas y la invita a pasar, Alba tiene el impulso de pedirle por su nene, pedirle que todo salga bien. ¿Al tuyo también le hicieron un trasplante?, le pregunta la mujer. Alba se queda muda. No, no puede hablar. La mujer le sonríe con una serenidad que Alba recibe como un regalo. Entonces, la mujer le habla. Puede ser que les quede la habitación para ustedes solos, dice, si todo sale bien, sube mi marido con el niño y no nos quedamos internados. Alba le dice que el suyo también está abajo con el papá. Y la mujer vuelve a sonreír tan abierta que brilla el cuarto. Cruza las manos sobre el regazo, Alba quiere abrazarla, preguntarle de dónde salió, qué hace ahí en ese laberinto de pasillos, quién la encerró. Y le pregunta, la mujer le cuenta. Es de Cochabamba, vinieron para el trasplante. Supo que era posible por otra mujer, una cholita que vendía frutas en el camino de los yungas. ¿Yungas? quiere saber Alba. No sabe que las selvas se llaman así, ni que hay selva en Bolivia, piensa que es puro desierto, pero Luba, así se llama la mujer, le cuenta de las cascadas de agua que en verano bajan desde las montañas y parecen abrir camino en los yungas, y a medida que bajan, abren lugares que antes no estaban. Los yungas parecen animales vivos, verdes por fuera, y en las entrañas llenos de flores que se abren con un pelaje de pétalos carnosos, rojos, violetas, naranjas, hasta azules. Dice que ir en auto por los caminos de cornisa hacia los yungas se siente como domar lo salvaje. Todo se vuelve posible, dice. Y los yungas se comunican, la llaman con el bisbiseo de las hojas, los bichos, las voces de los pájaros, el retumbar de las ramas. Luba llevó a su niño a escuchar, a ver si en los yungas el niño, su niño podía, al fin, sentir el mundo completo. Detuvo el auto al borde, de un lado la cascada, del otro el verde y quiso bajar a su niño, pero él se asustó, pataleó, lloró y no la dejó destrabar el cinturón de seguridad. Ella entendió que iba a tener que hacer algo más. Volvió a sentarse frente al volante, al borde del camino. Y el agua caía y los yungas hablaban, pero ella ya no podía escuchar, apenas el llanto del niño. No sabe cuánto se quedó dentro de sus pensamientos, tan lejos de los yungas, solo sabe, sí, que sintió olor a frutas, levantó la vista y de la cortina de agua salió una cholita. Se acercó a ella y le ofreció fruta. ¿Qué fruta?, preguntó Alba. Y Luba le dijo que no era cualquier fruta, ella no había visto nunca antes una fruta que tuviera los colores de las entrañas de los yungas. No son para ti, le dijo, son para tu niño. Se la entregó dentro de una tela bordada con flores, y mientras Luba buscaba su billetera para pagarle, la cholita desapareció detrás de la cascada. El aroma de la fruta los envolvió como un abrazo. Y su niño ya no lloraba, solo le tiraba los brazos, parecía pedirle. Abrió la tela sobre el asiento y los colores sonaron como una canción adentro del auto. Ella probó primero y sintió que el cuerpo se le llenaba de todo lo que la selva tenía para contarle, luego le dio a su niño que comió hasta que ya no quedó nada. Y recién entonces pudo bajarlo del auto y llevarlo a caminar por los yungas. Anduvieron en el sendero y quiso que él sintiera también los sonidos, solo que aún no estaba listo. Luba no se desesperó, al contrario, todo le sonó a esperanza y a posibilidad; y en el camino de vuelta a Cochabamba oyó en la radio sobre un procedimiento nuevo para los niños sordos, y todo fue tomar ese hilo y seguir tirando de él hasta que al final, acá están. Luba sonríe, sacude la cabeza y le habla de los médicos argentinos, mientras abre su bolso y le muestra la tela que llevó como ofrenda, también con frutas que consiguió en una verdulería, camino al hospital.

Y le da una mandarina. Alba no tiene hambre, pero acepta y come. El sabor le afloja la tenaza que, no se había dado cuenta, tenía en la garganta. Confía en que todo haya salido bien. La espera ahora es distinta. Una enfermera, otra, no la de antes, abre la puerta y deja pasar una silla de ruedas con el papá y, sentado en su regazo, el niño de Luba. Tiene la cabeza vendada y le tira los brazos a su mamá, ella se pone de pie y le hace upa. Es casi tan alta como el nene que no tendrá más de tres años. Las vendas le ocultan la cara, apenas asoman los ojos y la boca. Una momia que busca a la madre, que lo va a recibir, y lo recibe, y le habla con la suavidad de una canción. Se abrazan y Alba siente aroma dulce, intenso, a frutas tropicales. Luba amaga con recostarlo en la cama, el nene llora. No pide nada, solo llora. Y el papá los ayuda a acomodarse, ella primero, luego el nene que no deja de llorar. Ella le explica, le habla, le ofrece agua, un libro, su celular. El papá mira, Alba los deja y sale al pasillo. Quiere que su hijo esté con ella. ¿Cuánto más faltará para que lo suban? Escucha el ascensor y el traqueteo de una camilla. Primero ve el vendaje que cruza la cabeza de su nene, le tapa el oído como un casco. Él tiene los ojos cerrados. Ya está, piensa, ya pasó. Pero Damián le hace un gesto, que espere afuera mientras pasan al nene de la camilla a la cama. No le avisó que habían salido, con los nervios se olvidó. No es importante, le dice. Lo importante es que no pudieron reconstituirle nada, la cosa del oído le comió todo, el martillo, el yunque, todo, tiene como un estadio vacío. Un estadio vacío, repite. Alba se confunde, no entiende que tienen que ver esas herramientas, el futbol con el oído izquierdo de su hijo. Iban a sacarle la cosa que no lo dejaba oír, y ahora, le habían dejado un estadio vacío.

—No le digas nada—Damián vuelve a frenarla— ahora se tiene que recuperar.

Su hijo pide agua, enseguida, algo para el dolor. ¿Podrá oírla?, piensa Alba. Le da agua, sonríe con una alegría exagerada. El otro nene, el de Luba llora más despacio. Están los tres, Luba, el nene, el papá, recostados en la cama. Conversan bajito. Alba se hace la alegre, le dice a su nene que ya pasó. Escucha el carro de la comida, y piensa que ya es hora, que debe tener hambre, piensa, está en ayunas desde la noche anterior. Abren la puerta, pero no es la comida, es un médico vestido de verde que va directo a la otra cama. Le dice al papá del niño que se podrían ir, que si quieren pueden pasar la noche en su casa, y cualquier cosa, los llaman si notan algo extraño. El padre, al principio, no contesta, pregunta si es seguro, pregunta qué hacen si le duele, si llora, si pasa algo. Nos llama, vuelve a decir el médico. ¿No será mejor que pase la noche acá?, insiste el papá. Luba aprieta la boca, pero se queda en silencio. Mira a su niño que juega con su celular. Al final el médico cede, les dice que si van a estar más tranquilos, pueden quedarse esa noche. Y el padre acepta, parece aliviado. Se pone de pie en cuanto el médico deja la habitación. —A la mañana temprano te busco — se despide de Luba, pero ella le toma la mano para detenerlo — Al menos espera un momento, voy al baño que no voy a poder ir en toda la noche—le pide.

Se oye el traqueteo por el pasillo del carro pesado. Alba prepara la mesa de rueditas frente a su hijo. Tengo hambre mamá, le dice el nene. Entran a dejar las bandejas, con pollo y puré de calabaza envuelto en papel film, todo ese plástico aísla y no separa nada, al menos no el olor que invade el cuarto y le revuelve la panza. Una bandeja para cada nene, una bandeja para el acompañante. El otro, el que no tiene bandeja, tiene que dejar la habitación, no pueden quedarse. Damián le dice que le escriba, que le avise cualquier cosa, que espera sus mensajes. El otro hombre sale sin saludar.

Los nenes apenas comen, el suyo empieza por las galletitas de agua, unas cucharadas de puré y apenas prueba el pollo que tiene las puntas dobladas como cuero viejo. Luba se sienta con su niño, le da de comer a cucharadas, pero él tampoco tiene hambre, y vuelve a llorar. Ella le explica, le dice que coma, que le va a hacer bien, le explica con suavidad, pero el niño no para, llora más fuerte. Ella le ofrece agua, comida, un muñeco de peluche, su celular, cambia las pantallas hasta que encuentra una, se ve, y el niño se calma. Mira la pantalla y ya no llora.

Alba reclina el sillón de cuero en el que le toca dormir, cuero no, cuerina y algo resquebrajada. Lo prueba y es menos incómodo de lo que parece. Su nene le pide que le saque una foto, quiere mandarle a sus amigos. La pone contenta y más contenta cuando lo ve mensajearse con ellos, reírse. Trata de leer un rato, pero el nene de Luba llora de nuevo, se lleva las manos a las orejas, quiere sacarse el vendaje. Luba ataja los tirones de esas manitos, con todo el cuerpo, y logra que no, que se quede quieto un momento. Llamo a la enfermera, le ofrece Alba, Luba asiente, mientras sigue la lucha cuerpo a cuerpo con su niño que vuelve a procurar arrancarse las vendas. Alba mira a su hijo, le pregunta, ¿te duele? Un poco, ma. ¿Cuánto? Un siete. Sale al pasillo a buscar una enfermera y encuentra a las tres, detrás del vidrio, mirando las pantallas de la computadora y el celular. —¿Podrá venir alguna a la habitación? Los nenes tienen dolor, necesitan un calmante.

La noche sigue así; el nene de Alba está mareado, quiere vomitar, ella encuentra una chata en el baño y se la acerca, él vomita y vuelve a acostarse. El nene de Luba llora, a veces más suave, parece que va a parar, pero solo toma fuerzas para llorar más alto. Las enfermeras no aparecen. Luba sostiene a su hijo, lo mece y le habla. El niño apenas levanta un dedo, señala, Luba nombra y busca eso que él quiere. Le canta, le explica. Alba trata de leer mientras su hijo trata de dormir, pero el de Luba llora, un llanto parejo que retumba en la habitación. Ella lo aúpa y camina de un lado a otro. Quiero hacer pis, ma, le pide el hijo a Alba. Y ella mira los cables del suero, el enchufe y sale al pasillo a buscar a una enfermera que la ayude. Se aleja y escucha los llantos del niño, imagina a Luba con él a upa, atrapada en un cuerpo, sin yungas y sin nada, sola. El pasillo está más vacío que antes, las enfermeras tampoco están en su pecera. Un túnel blanco, tan blanco que el resplandor de las luces no la deja ver dónde termina, solo escucha el llanto desgarrador y piensa que el horror se parece a eso: un pasillo vacío y el llanto de un niño. Lo recorre de punta a punta, puertas cerradas, paredes blancas, el llanto del niño. Gira y encuentra a una enfermera que no había visto antes. No soy de este piso, responde mientras se acomoda el delantal, llamo a alguna de las de este piso.

—Podías tener más paciencia— es lo primero que dice la enfermera cuando entra a la habitación— a medianoche nos toca meditar— escucha Alba. Le suena como una burla, pero le pide disculpas. Y la enfermera se envalentona. —Además, mami, podías llevarlo vos al baño, ¿ves? Desenchufás y lo llevas con el piecito, es una pavada—. Alba asiente, es una pavada, desenchufar, llevarlo al baño, volver a enchufar. ¿Y si desenchufa y lo deja sin suero, y ese enchufe le saca la energía a su hijo, si lo desconecta de algo vital? Desenchufa, sin respirar, lo lleva y lo vuelve a acostar, lo tapa, lo abriga, lo enchufa. Respira.

Quiere dormir un rato, su hijo necesita descansar, pero el llanto del niño concentra todo el dolor que puede contener una voz, todo en ese grito. Luba pasea, ahora afuera por el pasillo. Alba la imagina deambular por el blanco. Sin colores Luba no tiene magia. Escucha que la enfermera le dice que va a despertar a todo el piso. De nuevo al cuarto, Luba se queda de pie, con el niño que cuelga de sus brazos. Pasa a su lado, le sonríe como si le pidiera disculpas a Alba que trata de dormir y solo puede pensar en su nene, que tampoco puede dormir y juega con el celular. Mira la pantalla, las 2 de la mañana. Luba camina, se balancea, camina de acá para allá en los dos metros de la habitación. Nunca deja de pasear al niño, y el niño nunca deja de llorar. No llora con gemidos y lágrimas, su llanto es un grito de auxilio, llora desesperado como si el dolor de cada nene internado atravesara su cuerpo y pudiera salir solo por su boca.

Alba se levanta y está dispuesta a no parar hasta que las enfermeras intervengan. Quiere que callen al niño, que se lo lleven del cuarto, quiere el descanso de su nene y ya no le importa que el otro tenga que irse lejos. Es el único niño que llora en todo el hospital y le llora en el oído, a ella y a su hijo, y Luba necesita ayuda. Ya le cantó, lo paseó, lo abrazó y trató de calmarlo con todo el cuerpo. Alba no tiene más paciencia. Les habla a las enfermeras, les pide, no quiere usar ese tono, pero el enojo la gana y les dice —Hagan algo, así no se puede—. Una de ellas, con el pelo desteñido de rubio naranja zanahoria, le dice —esa mamá no sabe, no puede con su hijo, ¿qué podemos hacer nosotras?— Y toda la furia la toma a Alba que piensa en romper el vidrio de la pecera y partirle una computadora en la cabeza a la enfermera que no sabe cuidar, que no quiere cuidar y está ahí, con el candycrush y la soberbia de marcar con el dedo a la madre que viajó desde los yungas y batalla en la habitación con todos los demonios en el cuerpo de su hijo, los demonios del silencio que se resisten a dejarlo ir, que lo aturden y le niegan los sonidos de los colores en ese blanco. —Necesita calmarse y mi hijo necesita dormir. Usen las técnicas, medicamentos, estudiaron para esto, para ayudar. ¿O no sirven para nada? — La enfermera vuelve a mirarla, le dice que se calme, que no pueden hacer nada. —Hacen algo o la que va a gritar y despertar a todos voy a ser yo. —No hay más habitaciones para trasladarte a otra, si la dejamos salir despierta a todos los nenes, ¿te imaginás?— Alba toma aire, siente otra vez la furia de todas las madres que estuvieron paradas en ese lugar y se dieron vuelta, sin insistir y cargaron a sus hijos y el dolor de sus hijos, en el silencio blanco del pasillo. No puede hablar, solo se queda parada y las mira, una por una. —No me voy hasta que no me den una solución— La zanahoria mira a las otras, niega con la cabeza, da la vuelta y se acerca a Alba. Te entiendo, le dice y le toca el hombro. Eso alcanza para que Alba sienta que se desarma, que se va a poner a llorar ahí mismo, ella también.

Otra de las enfermeras, una que Alba no había visto, aparece entre las luces blancas. Camina serena y le dice que hablen. No quiero hablar más, le contesta Alba, quiero una solución. Y la enfermera insiste, para eso tenemos que hablar primero. Y Alba vuelve a contar todo lo que ya dijo. Las dos caminan hasta el cuarto, Luba deambula como sonámbula con su niño a upa. El niño llora a los gritos. La enfermera la toma del hombro y la lleva fuera del cuarto. Alba se acerca a su hijo, lo tapa, le hace dejar el celular. Como lloraba, mamá, les mandé un audio a mis amigos para que lo escuchen, le dice antes de dormirse. Alba reclina de nuevo el sillón de cuerina y trata de relajarse. Escucha el llanto, más lejos, pero lo escucha. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Podría haber tomado a ese niño entre los brazos y acunarlo ella para que la otra descanse, podría haberlo serenado con canciones o con balanceo o con meditación. Podría, sí, pero no pudo.

La despierta el ruido de la puerta. Luba pasa a su lado: el niño duerme en su hombro. Con la mano libre se inclina y recoge un bolso, el celular, su campera. Alba le pregunta si puede ayudarla, la mira con vergüenza, le pide disculpas. ¿Disculpas?, dice Luba, tendría que agradecerte, gracias a ti, a lo que dijiste, le dieron más calmantes, entendieron, llamaron al médico y ahora mi niño puede ver un lugar conocido, la casa, ahí sí va a serenarse. Alba siente alivio por ella. Mira a su hijo. Recuerda el estadio, sin yungas, ni colores, vacío. Ella también quiere irse a casa, dejar ese lugar blanco, buscar colores y canciones afuera. Luba termina de juntar sus cosas, le dice gracias con una sonrisa que otra vez llena de olor a frutas la habitación, y al salir, le deja a Alba la tela bordada sobre el regazo.