El cuento por su autor

Este cuento surgió a partir de la imagen de una mujer joven en un hotel de una ciudad que no es más su ciudad. Se queda allí porque su casa ya no existe. Las formas de la soledad son infinitas, pero creo que quedarse sin país al que volver porque ahí no hay más nada de lo propio es una de sus declinaciones más fuertes. Para quienes vivimos fuera de nuestros lugares de origen, el tema de la pertenencia es constante; a veces se torna central, otras aparece en forma de coletazos, nostalgias pequeñitas, o destellos que nos recuerdan que no somos de aquí, pero tampoco ya de allí. Irse de un lugar es quedar un poco en suspenso entre desarraigos y arraigos. ¿Cuándo somos de un lugar? ¿Qué significa ser de un lugar? Las razones y formas de irse también son infinitas. Qué pasa con nuestro pasado, con nuestra vida anterior cuando dejamos ese lugar. ¿Qué quiere decir empezar de nuevo?

Las respuestas no están en este cuento, tampoco las busca, pero sí me interesaba meterme con lo que aparece en torno a eso. Entonces, una mujer, un cuarto de hotel, pedazos del pasado que vuelven y los mecanismos asociados: espejismos en las redes sociales, los mundos imaginarios, las proyecciones posibles para vestir un presente incómodo, como si fuera ropa de otra persona, y la vuelta a la soledad original.

Problemas de ritmo

No sé cómo sucedió, pero la esposa de El Escritor trabajaba en esos programas de entretenimiento diurno. Había adelgazado bastante y se notaba que iba al gimnasio. No era exactamente linda, pero ahora tenía más gracia. Quizás siempre la había tenido y yo no me daba cuenta porque sólo la había visto en fotos. Era fresca, hacía chistes. También tenía dos hijas. ¿Qué pensarán de su madre? ¿Mirarán su programa? Seguro que sí. Una vez, cuando yo era muy chica, vi a mi madre en la tele. Apareció mientras estaba al lado mío. Quedé en shock y empecé a decirle: esa mamá no me gusta (la de la tele), quiero a la mamá ésta (la de al lado mío). Había algo deshumanizado y lejano en la mamá desdoblada. Demasiado pública.

La presentación del programa era rara. Aparecían todos los integrantes - treintañeros simpáticos- sentados en unas butacas de cine. La cámara los iba enfocando de a uno y ahí ellos decían algo y se paraban y pasaban al estudio. No entendí bien por qué estaban en el cine justo antes de ir a trabajar al programa. ¿Estaban mirando una película? Hubiera tenido sentido si fuera un programa sobre cine. Pero hasta donde pude entender era uno de esos programas donde se entrevista, se cocina y hasta se baila. Hace mucho que no voy al cine. Desde hace años sólo puedo ver cosas interrumpidas con el teléfono. Series o películas pero siempre frenadas en algún momento para chequear las redes sociales. Hace mucho no tengo la experiencia cinematográfica completa. La inmersión, el placer estético. Al parecer, la esposa de El Escritor sí la tenía. Seguro que las películas que miraban en la presentación eran comedias, porque se estaban riendo. Otro de los chicos me sonaba de algún lado. ¿Habíamos sido compañeros de facultad? ¿Es que ahora todo el mundo trabajaba en la tele?

Como la mayoría del mobiliario del cuarto de hotel, el televisor era de otra época. De una época mucho más pobre, una época comunista, como la de mi infancia. Mi país no había tenido comunismo pero todos los objetos de mi infancia podrían haber sido comunistas. Veía películas comunistas. Películas enteras sin interrupción de redes sociales sobre niños y globos rojos. También algunas animaciones pero hechas con títeres. Títeres rusos o polacos, no sé, pero eran títeres comunistas. A mí no me gustaban mucho esas películas pero era lo único que se podía mirar en mi casa a la vuelta del exilio. Eso y programas nacionales, como al que había ido mi madre o como en el que ahora trabajaba la esposa de El Escritor.

Apagué la tele y me quedé mirando en el espejo oscuro. El reflejo devolvía a una persona despeinada pero mucho más atractiva que yo. Ojalá pudiera salir a la calle con un filtro de televisor apagado; ir a la fiesta de egresados de la facultad con cara de mujer misteriosa y pelo esortijado. Quiero la cara esa, no la cara ésta. Todavía me quedaba bañarme y vestirme y la esperanza de que el agua fría me bajara las bolsas de los ojos. Qué calor. Qué resaca. Qué mala idea haber dicho que sí.

La ciudad parecía vacía. Esta ciudad siempre parecía vacía y los fines de semana en el centro eran la desolación. Viví muchos años en el centro. Primero a la vuelta del exilio: nos instalamos en un caserón de la familia de mi padre. Mis abuelos estaban muertos y mis tíos también exiliados y llegamos a esa casa abandonada. Yo era muy chica y hubo habitaciones que permanecieron cerradas durante años. La casa se vendió en mi adolescencia, cuando mis padres se divorciaron, y con mi madre nos fuimos a vivir a un departamento en un barrio un poco más alegre. Mi padre se volvió a exiliar.

Cuando empecé la facultad, volví al centro. Para cursar y además después me mudé con un novio, que años después se convirtió en El Escritor. Vivíamos en un caserón parecido al de mi infancia con otros estudiantes y fue una buena época, dentro de todo. Un poco melancólica, pero no recuerdo ni un año, ni un mes, ni un día que no fuera melancólico en esta ciudad. Los días grises por lo obvio. Los de sol por su provocación. El celeste es un escándalo, dan ganas de morir. En parte por eso me fui, por lo desubicado del tiempo.

Con el Escritor, más que de nosotros, estábamos enamorados de nuestras tragedias, unas tragedias pequeñitas, es cierto, infancias solitarias, adolescencias un poco autodestructivas, padres ausentes: corazones que estaban ahí, parecía, sólo para romperse y latir, romperse y latir. Tragedias que intuíamos únicas, correspondidas, y que los años fueron lavando. En esa época creíamos, realmente, que eso que nos pasaba era de verdad, valía la pena. Nos constituía y con eso, o a pesar de eso, haríamos grandes cosas. Habíamos llegado hasta allí en pedazos y los íbamos a pegar juntos. Claro que no sucedió. Esas cosas raramente pasaban.

De todas formas, terminada la facultad yo me fui.

A la tierra del exilio, que al fin de cuentas era mi país de nacimiento, me adapté bastante bien. Los días eran todo lluvia y por mi acento quedaba en evidencia que no era de allí. Prefería esa sensación de extranjería explícita a mi inadecuación habitual. Los primeros años me reencontré con mis primos y busqué a mi padre. Cuando di con él estaba en mal estado y me lo llevé a vivir conmigo.

Durante ese tiempo sólo volvía a mi otro país una vez por año para visitar a mi madre y algunos amigos que fueron quedando. Ahora mamá estaba muerta y el retorno no tenía sentido. Con ella se había cortado el último hilo, como el del globo rojo de la película. Ese que paseaba por París agarrado de la mano de un niño. Yo no era el niño, era el globo y ahora ya flotaba del todo.

El agua corría por mi cabeza mientras pensaba. La presión era mala y lavarme el pelo se iba a complicar. Era la primera vez que estaba en la ciudad sin mi madre. Vivir en un hotel era lo más inocuo que había encontrado mientras resolvía cuestiones de la sucesión. La casa familiar ya no era mi más mi casa. Las calles ya no eran más mis calles. El centro estaba igual de muerto. Eso estaba bien y una sirena me sacó del letargo.

Hacía unos meses El Escritor me había etiquetado en Facebook porque se cumplían 20 años de nuestro egreso. No estábamos en contacto desde hacía mucho tiempo pero le respondí: justo estaría en el país para esa fecha.

Empezamos a intercambiar mensajes cada vez más largos a cualquier hora. Eran charlas pretenciosas e intermitentes. Hablábamos de libros, de cultura general, de lo que estábamos escribiendo (él), de política otras veces. Casi nada de intimidades. Sólo una vez me preguntó si vivía con alguien. Con quién vivís, me dijo, en realidad. No le dije que vivía con mi padre y su Alzheimer. Le dije que vivía sola con un perro, porque eso hacen las escritoras ahora. Yo no le pregunté nada porque ya sabía. Sus fotos familiares se mezclaban con las de los libros. Lo doméstico y lo artístico convivían sin problema, todo al mismo nivel. La esposa, el nene en el parque, una cita de su novela, la presentación y los invitados, la nena en el baño con cara de graciosa. La esposa más joven y él otra vez, una de ellos cuatro, la tapa del nuevo libro, en fin.

Mientras chateaba repasaba las fotos que mostraba mi Facebook. Casi ninguna imagen mía, muchas fotos de la ciudad, fuentes, puertas adornadas, estatuas de cementerios. ¿Qué decía eso de mí? No tenía fotos de mi perro inexistente, tampoco. Quizás debería conseguir alguna foto de algún perro y ponerla ahí. O sacarme alguna foto abrazando un perro ajeno y que la gente sacara sus propias conclusiones. No era necesario mentir. Seguí pasando las fotos. Mis fotos con amigos eran ya viejas. Debería reactivar mi vida social para la red social porque la imagen general es bastante lastimosa. Cada tanto un flyer de alguna lectura de poesía en alguna librería de barrio. Eso me subía unos puntitos. De todas maneras la autopromoción es una forma de crueldad, de autocrueldad. Eso le dije - me pareció ocurrente- en unos de nuestros chats. ¿No te parece? Puede ser, sí, dijo, pero sólo si te importan mucho esas cosas. ¿La promoción o la crueldad?, le pregunté redoblando mi ingenio. Las dos cosas, me respondió, y salió del paso sin mojarse.

A pesar de nuestra historia éramos dos extraños. Había algo sexual dando vueltas - siempre lo hay- pero no se terminó de armar hasta que en un momento deslizó que estaba en crisis con su mujer y yo le dije qué pena y que esas cosas pasaban a nuestra edad. Ahí empezamos a mandarnos mensajes encriptados, mezcla de recuerdos de juventud y fantasías sexuales que yo nunca terminaba de entender pero que cumplían su cometido. La mensajería erótica se intensificó conforme se acercaba mi fecha de viaje.

No me parecía muy atractivo El Escritor, pero yo tampoco lo era. Éramos dos personas promedio. Eso le dije una vez: vos y yo siempre fuimos estéticamente promedio. No le gustó mucho el comentario. Al menos él tenía la literatura. Le había ido bastante bien y lo estaban por traducir al inglés, lo que siempre es un salto importante aunque después sólo te lean diez personas de una cátedra universitaria. Una vez me tradujeron unos poemas al inglés. Sonaban mucho mejor que en español, parecía escrito por una persona mucho más interesante que yo, alguien más despojado. Ojalá yo fuera esa persona que sonaba en inglés: tener la cara del reflejo de televisor y sonar despojada.

Una vuelta El Escritor me preguntó si seguía escribiendo. Le volví a mentir y le dije que sí y que me estaban por publicar en una editorial independiente. Una novela, le dije. Seguro algo feminista, me dijo él. Vos siempre fuiste muy feminista. Sí, le dije. Muy feminista. Después empezó a hablar - escribir– sobre los escritores que no escriben. Son una especie infecta, dijo. La peor de todas. Porque se convierten en personas desdichadas las veinticuatro horas. Porque envidian a los que sí escribimos. Nos envidian tanto que directamente no nos leen. No pueden vernos en las vidrieras de las librerías, no pueden vernos en las entrevistas de la tele ni en los diarios y entonces critican nuestros libros. Yo le decía que sí, que tal cual. Que a los escritores que no escriben los corroe una bilis negra, un veneno generado por todas las ideas que se les ocurre pero que no pueden plasmar, porque son cobardes, porque son haraganes, porque están deprimidos. Tal cual, me decía él, tal cual lo que decís. Y ahí empezamos a hablar de un par de conocidos, ex compañeros de facultad, que eran de esos escritores que no escriben. Seguro que no van a la reunión, me dijo. Para disimular que yo era una de esas personas, en un momento le mandé un archivo con un capítulo de mi supuesta novela. Era algo escrito hacía diez años. Él no me hizo ninguna devolución y yo tampoco volví a tocar el tema.

El Escritor era prolífico. Siempre lo había sido. Con 24 años ya había escrito dos novelas. Eran bastante malas. Pero había escrito dos novelas y ninguno de nosotros había escrito más que algunos poemas publicados en blogs o fanzines así que su producción era bastante impresionante. Pero más allá de eso, lo que me fascinaba era su seguridad. Él estaba convencido de que era un escritor, o Escritor, y de su talento. Nunca había conocido a alguien con esa confianza. Ahí estaba la clave de todo. Su magia. Su look terminaba de delinear el personaje. Como era un fanático de la ciencia ficción y del rock progresivo andaba siempre vestido de negro. Me gustaba eso de él. Me gustaba mucho más su atuendo que su literatura, que era una especie de traducción local de novelas gringas. En la cama también dejaba bastante que desear. Yo tampoco era precisamente una diosa sexual, pero al menos no tenía ese comportamiento ansioso y ensimismado. La mayoría de las veces daba la impresión de que estaba solo. Con él aprendí a fingir orgasmos, una actividad que fui refinando con los años.

La ducha fría y el calmante lograron el cometido y el dolor de cabeza fue mermando. Las bolsas de los ojos me las podía arreglar con maquillaje. Ya estaba lista para tomarme una cerveza, eso siempre era un buen signo. Me puse mi vestido negro escotado y me puse a fumar para esperar, que es la mejor manera de fumar y de esperar. Habíamos quedado que pasaba por el hotel a las ocho. Íbamos a tener un rato y después nos íbamos a la fiesta, por separado, claro. Además de eso, no habíamos planificado mucho más. Con él siempre había muchas cosas implícitas. Esa neblina volvía todo más interesante, y más confuso. Hacía semanas yo ensayaba el encuentro en mi cabeza: el vestido negro, el pelo atado o pelo suelto, bombacha sí o bombacha no, le abría la puerta o lo esperaba con la puerta entreabierta, yo sentada en la punta de la cama, cruzada de piernas. Hola.

Después de eso no me quedaba claro qué prefería. La opción uno era que se abalanzara sobre mí y me sacara el vestido, etc. La opción dos era que yo me parara para recibirlo y ahí nos quedáramos mirando en silencio largo rato y luego nos besáramos y me sacara el vestido, etc.

Tras las opciones me quedaba en blanco. La fiesta no me la podía imaginar. Eso era raro en mí, encontrar un tope en la proyección. En mi cabeza, la última escena éramos nosotros dos desnudos sobre la cama de ese hotel. Yo fumando y él tomando mi cigarrillo para darle una pitada aunque no fumara más, porque eso hacen los hombres cuando tienen amantes. El sexo había sido regular, ni malo ni bueno, pero mi piel había recuperado elasticidad. Él no me diría nada y se daría una ducha, porque eso también hacen los hombres cuando tienen amantes. Yo no me ducharía.

Pasó media hora de las ocho y ni noticias de El Escritor entonces prendí la tele y en la pantalla seguía su esposa. Larguísimo el programa. Me hizo acordar a esos programas mexicanos que veíamos también los sábados en la tele. Duraban horas y un poco así se me fue la infancia. Yo no tenía ningún teléfono para contactar a El Escritor y mientras pensaba qué hacer: opción uno, lo espero, opción dos voy directo a la fiesta, decidí entrar en Facebook, donde la gente ya estaba posteando fotos del reencuentro estudiantil y ahí estaban el escritor y su esposa desdoblada sonriendo con algunos compañeros míos que pude reconocer. En la pantalla también tenía una notificación de mensaje. Era suyo. Me decía que lo sentía mucho pero que no podía. Terminaba el mensaje diciendo que había leído el capítulo de mi novela. Que se filtraba cierto talento en mi escritura pero necesitaba trabajarla más: tenía problemas de ritmo.