Supe de la existencia de la isla de los muertos en la cabaña del río Pangal, en los alrededores de Puerto Aysén.
Me alegró encontrar ese librito con tan buenas referencias y abundantes fotografías sobre los atractivos de la región, de los ríos de aguas transparentes, de glaciares luminosos y fiordos interminables.
Éste, como ningún otro, fue un viaje sin planificar, sin ninguna hoja de ruta, sin nada que nos marcara el rumbo. Sólo el deseo de trajinar la carretera Austral, desde Puerto Montt en el norte hasta los campos de hielo en el sur.
Llegamos a las cabañas a puro golpe de intuición y suerte, teníamos un vago recuerdo que nos quedó de un viaje anterior a Chiloé. Habíamos estado en un lugar en cuyo fondo pasaba un río en el que sus aguas a la mañana corrían para un lado y a la tarde para el otro. El recuerdo de ese fenómeno natural, asombroso para mí, no me abandonó desde entonces.
A partir de los datos del libro pudimos construir un itinerario posible para continuar bajando por la Ruta 7.
Cochrane, la última ciudad con servicios básicos, Caleta Tortel, poblado colgado de una bahía sobre la desembocadura del Baker y Villa O' Higgins, punto más austral de la carretera Austral, fueron las escalas elegidas.
Más que pisar las pintorescas pasarelas de Tortel, me interesaba indagar sobre el misterio de las cruces de ciprés.
Los demoledores kilómetros de ripio que recorrimos para llegar hasta esos desolados lugares, no fueron un impedimento. Tampoco saltamos en una pata cuando comprobamos que el asfalto era una quimera.
Fue cuestión de tragar saliva y seguir avanzando.
A Tortel se llega y se parte envuelto en una nube de polvo.
Una vez en el pueblo, nos resultó sencillo dar con quienes nos llevarían a la isla. Todas las agencias turísticas contemplan la visita a uno de los primeros cementerios de la Patagonia.
En la previa a la salida, luego de contratar la excursión, pegamos buena onda con nuestros guías Patricio y Fabián.
Como ocurrió a lo largo de todo el viaje, cuando entramos en contacto con algún lugareño, el mundial de fútbol aparece como tema de conversación ineludible.
Es nuestro momento de gloria.
No sólo sacamos pecho orgullosos por el triunfo de la selección, sino que Alejandra muestra sonriente la foto de nuestros chicos con Messi, junto a sus amigos del barrio.
No falla, si no es ella, soy yo quien muestra el preciado trofeo.
Fabián, el locuaz ingeniero ambiental, descendiente de mapuches, canta retruco y nos comenta que la noche anterior estuvo cenando con Adrian Canedo, baterista de Los Cafres, que anda en modo turista por acá.
No hay tiempo para el quiero vale cuatro, es hora de partir.
El contingente se completó con tres chicas de Santiago y una familia formada por el papá cincuentón, la hija de veintipico y el muchachito que ronda los treinta.
En no más de media hora navegando aguas arriba del Baker, el barquito de papel llegó a destino.
Una vez en el muelle, Patricio que ofició de capitán del navío, se paró frente a nosotros, se puso la toga de profesor y nos dio una clase magistral de historia.
Las cruces de madera que verán en un momento, nos dijo, llevan más de cien años ahí. Fue en la primavera de 1906 que los sobrevivientes de un grupo de doscientos obreros chilotas, cavaron las fosas de sus propios compañeros.
Según cuenta la historia oficial, siguió, esas muertes masivas no fueron intencionales. Se produjeron a consecuencia de la demora en retirar al contingente del lugar por parte de la empresa, desatando una crisis sanitaria y alimentaria que derivó en un escorbuto mortal.
Pero hay otra historia, que es la historia oralmente contada por los sobrevivientes. A partir de estos testimonios y de las denuncias de los familiares que fueron recogidos por la prensa escrita de la época, se fue corriendo poco a poco el velo de los sucesos acaecidos en la selva patagónica occidental.
Según esta versión, las muertes de más de medio centenar de trabajadores golondrinas tienen un origen diferente.
Patricio nos invitó a caminar sobre las pasarelas en dirección al cementerio para continuar su clase frente a las cruces. Cuando terminó, dejó a todo al grupo atónito y sin palabras.
De acuerdo con esta mirada, la historia arranca con la concesión de tierras que el estado chileno otorgó a la Compañía Explotadora del río Baker, para la explotación forestal y ganadera en la región del Aysén, territorio aislado y sin población en aquellos tiempos.
Entre los accionistas principales de la compañía se encontraban los Menéndez Braun, connotada familia patagónica que ejerció sus influencias a ambos lados de la cordillera a principios del siglo pasado.
El plan de la empresa era realizar los primeros trabajos de apertura de caminos, tala y transporte del ciprés de las guaitecas, árbol cuya madera de altísima resistencia era utilizada en la fabricación de postes y durmientes en Iquique, al norte del país. Con este fin se reclutó a más de doscientos obreros de la isla de Chiloé bajo la modalidad conocida como enganche.
Una vez concluido el primer embarque de madera, los empleadores deciden abandonar el emprendimiento y a los trabajadores sin dar mayores explicaciones.
Unos meses antes de esta decisión ya habían interrumpido la paga de una módica suma de dinero acordada con los familiares de los obreros.
Las mismas voces que desmienten la versión oficial, aseguran que el capataz Williams Norris, cara visible de la compañía en el territorio, envenenó a los trabajadores para no afrontar el costo del traslado y el dinero prometido. Práctica ésta, la del envenenamiento mezclando antisárnico animal en la harina para la fabricación del pan, muy difundida en aquella época y por estas geografías.
Mientras nuestro guía continuaba explicando y refutando uno a uno los argumentos del estado chileno, no pude evitar imaginarme la escena de aquellos hombres andrajosos y enfermos cavando las fosas de sus compañeros a escasos metros de donde estoy ahora. Muchos de ellos, tal vez hermanos, tíos, padres o hijos de los muertos. Y, porque no, en algunos casos cavando sus propias tumbas.
La excursión siguió.
Completamos el recorrido en círculo por la isla sin bajarnos de las pasarelas. Fabián nos contó sobre la flora y la fauna del lugar, sobre los árboles centenarios, sobre las propiedades del canelo y los beneficios de los humedales.
Llegaron las fotos y las despedidas de rigor.
Pero ya nada fue igual.
Por un tiempo difícil de cuantificar, el espíritu de los muertos de La Isla de los muertos nos seguirá habitando.