Durante un viaje en barco a Nueva Zelanda a principios de mil novecientos, una niña de ojos grandes que pasea explorando la cubierta por su cuenta, lejos de su familia y los demás niños, llama la atención de un pasajero inglés. De vez en cuando ambos coinciden en las reposeras de la terraza y conversan. Aquella niña, supo muchos años más tarde el hombre, era la mismísima Katherine Mansfield -famosa por aquel tiempo en Londres- y por eso él va a contarle esta anécdota a la escritora Willa Cather que a su vez la volcará en su ensayo sobre la autora: “No podía describir exactamente en qué consistía su encanto. Le pareció una niña tremendamente despierta, con una profunda curiosidad, diferente a la típica curiosidad inconstante y alborotada propia de los niños. Se quedaba con los temas rondando en su cabeza y luego le hacía preguntas que lo sorprendían. Esa niña contemplaba el mundo con tranquila satisfacción, absorbiéndolo todo”.

Se cumplen cien años de la muerte de Katherine Mansfield y Lumen publica una nueva selección de sus cuentos con la inclusión de inéditos y sin censura por primera vez en español. Este acertado rescate llega como un viento fresco que nos reconecta con aquella marca Mansfield: la observación implacable, el trabajo artesanal sobre el objeto y lo nimio para volverlo un material narrativo tan potente, que impacta en pleno siglo veintiuno con una actualidad apabullante; y recuerda que por algo su narrativa está a la altura de clásicos como Chéjov o Kafka que también hicieron de la sutileza un emblema.

Mansfield muere a los 34 años, de tuberculosis; corre por una escalera para demostrarle a su marido lo bien que se está recuperando y cae muerta ahí mismo de un ataque de tos. Esa manera de ser de Mansfield hasta el final, representa en algo a las protagonistas mujeres de sus cuentos que van por ahí mientras exclaman, “Oh qué felicidad” cuando se desarman por dentro. Y “Felicidad” es su emblemático cuento, donde la protagonista prepara una velada con amigos y se desvive por nimiedades como que las uvas del centro de mesa combinen con el color de la alfombra y la cortina; mientras su micro mundo, su matrimonio, su maternidad penden de un hilo. Ella lo sabe, pero hace malabarismos en su mente para no darse por aludida. Porque la felicidad siempre está implícita en los cuentos de Mansfield, nunca como algo hecho y derecho, alcanzable, sino como lo que el ser humano está condenado a desear para enterarse de su insignificancia en esta tierra. Como una colcha pensada para una plaza cuando la cama es para dos, este choque entre lo deseado y lo que hay lleva a que sus personajes exclamen: “¡Esta vida es triste!; “el mundo es un lugar tan, tan cruel, un asco, un verdadero asco”. O: “La civilización es idiota”; “Nunca recuperaremos lo que hemos perdido”.

El trabajo de Mansfield sobre la idea de incompletud, esas vidas como costuras que zurcen de un lado y chingan del otro, es magistral, y único. También por la estrategia narrativa que utiliza. Porque sus personajes tienen mayor o menor noción de lo que no encaja en sus vidas, y que es probable que eso no mejore, pero gracias a ese narrador omnisciente, el lector sí lo sabe. Entonces, esa diferencia entre lo que el personaje dice de sí mismo y de su realidad respecto de lo que se interpreta con la lectura, genera un efecto búmeran en el lector que queda incómodo con ese paquete en las manos como un invitado que llega a casa ajena. Por ejemplo, en “Luna de miel”, la pareja va por una cena romántica e inolvidable al restaurant más top. Ellos no cesan de decirse que son los más dichosos del planeta, pero a raíz de que un viejo se pone a tocar con su banda -un hombre en decadencia que perdió la voz de su época de gloria- sumado a que el té tiene un sabor raro, hace que el cuento vire y ella se piense: “Así es la vida también? Hay gente así. Hay sufrimiento (…) ¿Tenían George y ella el derecho a ser tan felices? ¿No era cruel? Debía de haber algo en la vida que hacía posible todo esto. ¿Qué era?”

Esta recopilación contiene cuentos de toda la obra, publicada en vida y de manera póstuma: En una pensión alemana (1911); Felicidad y otros cuentos (1920); Fiesta en el jardín (1922); El nido de la paloma (1923) y Algo infantil y otros cuentos (1924). Lo novedoso en este caso es la incorporación de piezas no tan populares o no seleccionadas en otras recopilaciones, como “Día de parto”, “Psicología” o “Toma de hábito”, además del recupero de “Je ne parle pas français” sin censura.

El primero de los relatos, “Frau Brechnmacher asiste a una boda”, es un cóctel explosivo donde la mujer protagonista se prepara con ilusión para ir a una fiesta de casamiento con su marido dejando la riestra de hijos en casa. La observación lacerante de los detalles (esa mirada de niña advertida por aquel hombre en el barco) desde los preparativos, hasta el diálogo final de los esposos resulta un tratado sobre el matrimonio y los mandatos. Por ejemplo, la pollera que se le desabrocha a ella en medio de la fiesta, o ese impertinente regalo que el novio le hace a la novia, dos figuras en porcelana de bebés en sus respectivas cunitas.

Es necesario recordar que semejante creación proviene de una adolescente, dado que Mansfield ya publicaba sus cuentos en revistas desde los 17 años. Para ese momento ya se había ido de su pueblo en Nueva Zelanda a estudiar en el Queens College de Londres, un colegio liberal para señoritas elegido por su padre, un acaudalado hombre de negocios). Mansfield nunca se sintió a gusto y al terminar, aunque estaba enamorada de su mejor amiga, se casó despechada por otro amor perdido, queda embarazada y sufre un aborto espontáneo. A esa altura era la vergüenza de su familia aristocrática neozelandesa. Y si bien las vicisitudes de su vida en adelante, y como en sus cuentos, no mejoran demasiado (se casa con su editor Murry con el que nunca termina de entenderse, contrae tuberculosis y debe deambular por los veranos europeos para combatirla, muere su hermano menor por el que tenía devoción) su escritura queda a salvo y mantiene ese nivel de perfección de aquel principio hasta el final.

Vale un repaso aleatorio por los relatos para ver cómo, al igual que en su propia vida, Mansfield transforma las situaciones comunes en otra cosa, en algo que ilumina. En “La lección de canto” una niña se siente más considerada en casa de su profesor que en su propia casa; En “Día de parto” la mujer que está por tener a su primer hijo, debe ocuparse de la inestabilidad emocional de su marido; en “La mosca”, un padre recuerda la muerte de su joven hijo mientras ahoga una mosca en un tintero; en “La niña que se sentía cansada”, el abuso infantil asoma bajo la apariencia de lo cotidiano. Y un punto aparte para esa pieza de oro que es “Fiesta en el jardín”, donde aparece esa otra marca Mansfield: aquello que viene a aguar los planes de la burguesía. En este caso, un vecino al que se “le ocurre morir” el día del festejo y nadie de esa casa ya con el jardín preparado para recibir a los invitados parece pensar en cómo puede afectarle a la viuda escuchar la jarana mientras ella entierra a su marido. En esa línea también “Casa de muñecas” quizás su relato más sutil y profundo.

Por estos días entre las diferentes celebraciones por su aniversario, justamente asistimos a la puesta de escena de la obra que lleva por nombre Fiesta en el jardín en alusión a aquel relato en el Centro Cultural San Martín con dirección y dramaturgia de Mora Monteleone, en la que se hace una fresca adaptación de los cuentos de la autora a la actualidad.

La incorrección de Mansfield, que también se reflejaba en su vida privada donde practicó un matrimonio abierto y en casas separadas, tuvo sus consecuencias. Entre ellas la censura hasta de su propio marido y albaceas. Al leer completo “Je ne parle pas français” con la incorporación de los pasajes recortados por “muy sexuales”, revela hasta qué punto el recorte condicionaba el phatos de la historia. En ella, un escritor se pregunta por qué una frase en apariencia anodina y caprichosa (la del título) queda resonando en su cabeza como una clave. Hasta que por asociación libre el personaje llega a ese recuerdo infantil que tiene que ver con su iniciación a la sexualidad y que descubre como en un satori, ha condicionado su vida.

En línea con esta historia de censura, Eleonora González Capria publicó el año pasado por Eterna Cadencia, un gran trabajo producto de su investigación sobre un vasto archivo de fuentes primarias. Sopa de ciruela contiene una recopilación de recetas, listas y anotaciones aleatorias de la escritora, donde aparece una Mansfield llena de potencia, vida y humor, no tan nostálgica y enferma como hasta ahora la leíamos en sus diarios. También se incluyen pasajes de sus diarios y cartas de manera completa, lo que deja al descubierto cómo su marido no solo la censuró, sino que editó modificando el sentido, incluso dando un formato de diario a lo que en realidad eran cuadernos de notas.

Dice al comienzo de aquel relato censurado: “No creo en el alma humana. Creo que las personas son como grandes maletas: las llenan de ciertas cosas, las llevan de un lado para el otro, las zarandean, las lanzan, las abandonan, las pierden y de repente las encuentran medio vacías, o las atiborran a reventar, hasta que al final viene el último mozo de la estación y las arroja al último tren y allá se marchan traqueteando… sin embargo esas maletas pueden ser muy fascinantes. En serio, ¡muy fascinantes! Me imagino delante de ellas como si fuese un funcionario de aduanas”.

 

Quizás sea la mejor definición de Mansfield por Mansfield, la escritora que supo ver -en lo que otros desechan- alguna verdad a ser revelada antes de dejar esta tierra.