Vivir sin luz, en la oscuridad o en la penumbra, nos devuelve en un vuelo rasante al siglo XIX. Hay gente que todavía sobrelleva su existencia en esas condiciones pero dos siglos después. Ocurre en esta Buenos Aires que parece sacada de una foto color sepia. Una mueca mordaz de aquel país que retratara el español Vicente Blasco Ibáñez en Argentina y sus grandezas, un librazo editado en 1910. El autor de Los cuatro jinetes del apocalipsis y Sangre y Arena que, llevadas a la pantalla en los años ‘20, consagraron a Rodolfo Valentino en el cine mudo que crearon los hermanos Lumière.
Se vivía sin luz antes de que el inglés Joseph Wilson Swan inventara la lámpara incandescente en 1860 o que Thomás Alva Edison perfeccionara esa bombilla de filamentos y la hiciera más duradera en 1879. Al año siguiente, un empleado de este último, Harold P. Brown, creó la silla eléctrica. Símbolo mortífero del “progreso reaccionario” del que hablaba Schopenhauer y que financió el propio Edison.
Hoy, 144 años después de que alumbró la lámpara, vivir sin luz sugiere padecer cada hora desde que anochece, caminar a tientas, que el agua no suba al tanque, detener lo que estaba por hacerse y hasta perder contacto con el mundo exterior. También significa no contar con aparatos eléctricos indispensables, transformados en seres momificados, inútiles, sobre los que ya no ejercemos el control.
Vivir sin luz puede resultar desesperante según la condición socio-económica del damnificado, su salud, la extensión del corte, la cantidad de alimentos que se pudrirán en la heladera y los pisos a subir adivinando a ciegas el próximo escalón. No demanda el mismo esfuerzo subir veinte que apenas dos. Son determinantes la edad del damnificado y su estado físico cuando no funciona el ascensor. Si alguien puede moverse por sus propios medios o no.
Somos dependientes de la electricidad, acaso, como de ningún otro invento. Las linternas o las velas son insumos de uso circunstancial que nunca deberían serlo de modo frecuente. Solo en días, labores y ocasiones puntuales por la parálisis que provoca vivir a oscuras. Cuando se vuelven inutilizables la heladera, el termotanque o la cocina eléctrica y el televisor o la computadora y el celular se quedan sin batería. También esos aparatos sin tanta prensa --pero vitales-- como el bombeador eléctrico que impulsa el agua hacia todos los pisos de cualquier edificio.
El sombrío dilema que nos plantea la ausencia de este servicio esencial, que se paga a comienzos de mes y con intereses punitorios si la factura está vencida es, ¿por qué nos tocó a nosotros? ¿Por qué no se invirtió lo suficiente en la red de abastecimiento? ¿Por qué suele cortarse la luz en el sur de la Capital Federal o el Gran Buenos Aires donde la prestadora es la misma desde 1992? ¿Por qué no sucede con la misma frecuencia en los barrios del norte, más acomodados, y donde la compañía que brinda el servicio no queda tan expuesta? Son preguntas que caen con la fuerza de una masa en pleno verano cuando el termómetro supera con holgura los 30 grados de sensación térmica.
Edesur se creó con un propósito que nunca cumplió en poco más de treinta años de concesión. Su página oficial dice: “Somos una empresa de servicio público de energía eléctrica que distribuye y comercializa un insumo vital y crítico para la satisfacción de las necesidades básicas y de confort de empresas, instituciones y particulares, con continuidad, seguridad, calidad y eficiencia”. La situación que viven a diario sus usuarios releva el aporte de pruebas. La compañía que pertenece a la italiana Enel (acrónimo del Ente nazionale per l’energiaelettrica) es un significante de todo lo contrario: discontinuidad, inseguridad, mediocridad y deficiencia. Sobre todo para los vecinos de Villa Lugano --apenas unos entre miles-- y que por protestar contra los cortes de energía de cuatro días sucesivos fueron reprimidos y detenidos por la Policía porteña.
La multinacional de capital público con sede en Roma que opera el servicio en la Argentina a través de Edesur está en retirada. Ya anunció que abandonará el mercado local de distribución de energía porque según su CEO, Francesco Starace, el país tiene “la regulación más bizarra del mundo”. Este personaje del resbaladizo mercado de la energía global no da explicaciones en la Argentina de los perjuicios que ocasiona su controlada. Pero en Italia, el grupo Enel, se autoproclama “...la primera red digital y la más inteligente del mundo, con un número muy alto de plantas distribuidas conectadas a la red que ha superado el millón, lo que nos da la posibilidad de lograr la #independencia energética”. El textual es del 8 de febrero pasado, lo publicó la cuenta oficial de la multinacional en twitter y fue retuiteado por su propio CEO.
El ejecutivo que reivindica la apuesta a futuro de las energías renovables y se quejó de las regulaciones argentinas desde la Escuela de negocios de Harvard es el mismo que en 2016 fue trendingtopic en Italia cuando confesó públicamente que su fórmula para una buena organización empresarial consistía en “inspirar miedo y castigar a los que se oponen” y que esa política “debe hacerse rápidamente, con decisión y sin descanso”. En su propio país la llamaron la “receta fascista” y hubo medios que trataron el pensamiento de Starace como “vergüenza para el gobierno”.
El exprimer ministro Matteo Renzi lo había designado en el puesto de CEO de Enel en 2014. Su tercer mandato al frente de la corporación vence en mayo próximo y podría ser apartado del cargo por el gobierno de la neofascista Giorgia Meloni. La empresa tiene una deuda multimillonaria y está retirándose de Argentina, España, Perú y Rumania, donde anunció la venta de sus activos.
Vivir sin luz tiene que ver más con estas jugadas globales de desinversión que con tarifas sociales y regulaciones bizarras.