Desde Berlín
Como si quisiera diferenciarse de los otros dos grandes festivales de cine de su misma categoría, Cannes y Venecia, que suelen poblar sus competencias con películas de alto impacto, estrellas de Hollywood y temas para el debate mediático, el concurso oficial de la Berlinale ha preferido hasta ahora todo lo contrario: films intimistas, en voz baja, de una intensidad más bien interior antes que exterior. Se diría que en Potsdamer Platz, centro vital del festival, predominan los susurros antes que los gritos.
Es el caso de la estupenda película china La torre sin sombra (Bai Ta Zhi Guang en el original), de Zhang Lu, un director que viene frecuentando el circuito de festivales internacionales –Cannes, Locarno- desde hace tiempo, pero que no había tenido hasta ahora un lugar de relieve como el que le ofrece actualmente la Berlinale con este pequeño gran film, de una rara melancolía. Ese carácter se lo da esencialmente su protagonista, un hombre de mediana edad, divorciado, que vive malamente de sus crónicas culinarias en la web, pero que sin embargo le permiten frecuentar rincones poco frecuentados de Beijing, donde todavía se cocinan platos que respetan una tradición que se va perdiendo con el paso del tiempo.
Lo más valioso de La torre sin sombra –el título alude a un antiguo templo budista llamado la Pagoda Blanca, que identifica a un barrio periférico de la gran capital china- es el modo en que el director logra imbricar, de manera muy orgánica, a los personajes dentro de su entorno. No sólo al protagonista, sino también a una joven fotógrafa que a veces lo acompaña en sus crónicas y con la que eventualmente va construyendo una relación no por platónica menos erótica.
La película de Zhang Lu también plantea el tema de la orfandad: el antihéroe de La torre sin sombra tiene una pequeña hija que ha quedado al cuidado de su hermana y él mismo sufre desde su infancia la ausencia de su padre, que a causa de una vieja pena social vive exiliado en soledad en una localidad cercana. Que este personaje esté interpretado por el cineasta Tian Zhuangzhuang –contemporáneo de Zhang Yimou y Chen Kaige, los más famosos de la llamada “Quinta generación”- parece hablar de una orfandad mayor, como si la película estuviera buscando una figura, una “sombra” paterna donde refugiarse de una realidad en permanente mutación, que deja a los personajes descolocados.
Si el pudor sentimental y el humor seco predominan en La torre sin sombra, también son atributos de Past Lives (Vidas pasadas), opera prima de Celine Song, coreana de nacimiento pero radicada en Nueva York desde los 20 años. Su debut como directora -que fue celebrado con bombos y platillos por la crítica estadounidense en Sundance, el mes pasado- tiene mucho de personal: su protagonista, Nora Moon (Greta Lee) también llegó a Manhattan desde Seúl, también es dramaturga y también experimenta lo que la realizadora –según confiesa en las notas de prensa- fue el punto de partida de su primer largometraje: el reencuentro con su primer amor, su enamorado de la infancia, un cuarto de siglo después, delante de quien es actualmente su marido, un neoyorquino de pura cepa.
Hay algo que va mucho más allá de la extrañeza o la incomodidad en ese encuentro y tiene que ver con eso que los personajes coreanos de Past Lives llaman “In-Yun” y que trasciende o difiere de la noción occidental de destino. Se trata de una profunda conexión interior, de unas vidas que compartieron un pasado del cual no pueden ni quieren desprenderse.
Esa espiritualidad que no se corresponde necesariamente con lo místico (aunque no lo excluye) está a su vez en el núcleo de Tótem, segundo largometraje de la mexicana Lila Avilés, después de su celebrada opera prima La camarista (2018), que recorrió medio mundo, menos la Argentina, donde permanece injustamente inédita. Ambientada en una casa rural, en el transcurso de apenas un día, en el que se habrá de celebrar un cumpleaños, que será también una inexorable despedida, una niña de siete años llamada Sol irá descubriendo los contrastes entre la vida y la muerte.
Después de Sol, que llega a la casa de su padre junto a su madre (están separados), irán viniendo poco a poco distintos amigos y miembros de la familia, que irán construyendo un film coral, una suerte de cosmos en miniatura que gira siempre –no por nada Sol lleva ese nombre- alrededor de esa niña tan inteligente y curiosa como introvertida. Es ella quien parece saber mejor que nadie todo lo que sucede, con una intuición y una sensibilidad a flor de piel, que no necesita de palabras para expresarse.
Le basta con sus ojos tristes, con su precisa observación no sólo de los mayores de la casa (tíos, primos, abuelos, incluso una graciosa santona que viene a limpiar la casa de sus "malos espíritus") sino también de sus habitantes ocultos, o que pasan inadvertidos para todos menos para ella: animales, plantas e insectos. Se diría que la directora Lila Avilés tiene una comprensión del mundo que empieza por lo más pequeño, desde Sol, por supuesto, hasta esos micromundos que solamente la niña parece en condiciones de advertir hasta qué punto están conectados en una extraña, inquietante armonía.