Dibuje una línea horizontal de tal manera que la hoja quede dividida en dos. De un lado escriba Jorge Luis Borges Introducción a la literatura norteamericana (con colaboración de Esther Zemborain), Editorial Columba, y del otro lado Ricardo Piglia Crónicas de Norteamérica, Editorial Jorge Álvarez. Arriba y en el centro, anote septiembre de 1967, porque precisamente ese año y ese mismo mes, ambos autores dieron a conocer sus lecturas sobre la literatura estadounidense. ¿La coincidencia temporal qué puede significar?
Para un ensayista e investigador de la categoría de Juan José Mendoza ese guiño del azar es una oportunidad inigualable para pensar no sólo la importancia de la literatura norteamericana en el Río de la Plata y su recepción, sino el funcionamiento de dos modelos de lectura que indudablemente resuenan en la literatura argentina y que marcan aún caminos sobre el modo en que leemos. Especular hoy con la ausencia de Borges y Piglia, en tanto lectores, implicaría, acaso, inventar otra literatura nacional.
Todo comenzó, relata Mendoza, al final de este potente ensayo sobre el arte de leer, un día de lluvia cuando el ensayista entró a una librería de usados y se topó con una edición de la famosa Introducción… de Borges. “Al mirar el colofón se produjo en verdad el hallazgo: Buenos Aires, 15 de septiembre de 1967. El mismo año en que Piglia escribió sus perfiles sobre escritores norteamericanos. Al llegar a casa pude comprobarlo. No sólo se trataba del mismo año, era el mismo mes. ¿Borges y Piglia habían escrito, cada uno y por separado, sus propias historias de la literatura norteamericana? La respuesta es sí y no. La de Borges había sido confeccionada algunos años antes, bajo el formato de un curso [...] luego de su alejamiento, en 1946, de su empleo estable en la Biblioteca Municipal Miguel Cané. La historia de la literatura norteamericana de Ricardo Piglia no es una historia exactamente. Se trata de una serie de perfiles sueltos de escritores norteamericanos que la editorial Jorge Álvarez reunió para la edición. Los perfiles no están firmados. Por ese entonces, un desconocido y joven Piglia, para ganarse la vida, realiza trabajos de ghostwriter. Pero algo en la suerte del joven escritor está a punto de cambiar. Dos meses más tarde, en noviembre de 1967, por la misma editorial, se dará a conocer su primer libro: La invasión”.
El hallazgo de Mendoza, claro, no se queda en la simple operación de encontrar similitudes y despejar disonancias, sino que lo interpela en tanto lector, autor e investigador, casi obligándolo a proponer una tercera lectura entre esos dos grandes modelos. Ese tercer lector (como un Cíclope que ha simplificado la tarea de los dos los ojos en uno solo) lee a Borges en función de sus preferencias y omisiones de la literatura norteamericana, y lee a Piglia en función de su selección y omisión de autores americanos. De esta manera Mendoza señala a los precursores que Borges/Piglia crearon para sí mismos. Por ejemplo: Melville y su Bartleby, Hawthorne y su Wakefield, y, por supuesto, Faulkner y El viejo de Las palmeras salvajes, entre otros.
Mendoza arranca comparando los dos trabajos de 1967 y con paciencia, construye el camino de su propio análisis. Al enfrentar Borges/Piglia (“La barra entre los nombres, separa uniendo y une separando: dos modos diferentes de leer”) Mendoza nos advierte, por ejemplo, que mientras Borges es declarado entusiasta de los autores del siglo XIX, Piglia lo es de los creadores del XX. Mientras uno se inclina por las tramas “más librescas y eruditas”, el otro por las vinculadas “al roce social”. Mientras uno se remonta a la tradición oral como génesis de la literatura norteamericana, el otro toma como punto de partida a las publicaciones populares, más precisamente al editor Joseph T. Shaw de Black Mask Magazine. Las diferencias entre los dos modelos se van afinando página a página, hasta entrar, por ejemplo, en el terreno de los géneros, en especial el género policial del que tanto Borges como Piglia fueron deudores y cultores: mientras Borges evidencia su predilección por el crimen como un problema de la lógica y el ingenio (Poe en adelante), Piglia prefiere las historias de crímenes que se pueden explicar desde los factores sociales (Hammett en adelante). De alguna manera se puede entrever que Borges y Piglia discuten también sobre el lugar dónde debe estar el famoso “jarrón veneciano” en aquella metáfora de Chandler. En suma: Borges lee la literatura como un hecho literario, Piglia, en cambio, nunca deja de pensar en la influencia histórica política y social.
¿Qué pasa cuando se confrontan dos espejos? Sucede aquello de las imágenes recursivas: todas esas anotaciones, colocadas de un lado y del otro de la hoja, se vuelven a unir en un continuum. Pero Mendoza, con inteligencia, escapa a esa trampa de los infinitos Borges/Piglia y propone su propia introducción a la literatura norteamericana a partir de la lectura de los dos modelos. Y como si fuera poco, lee a los precursores de los modelos desde la perspectiva de los espejos, así, por ejemplo, el relato “Bartleby, el escribiente” es “Ybeltrab, el escribiente”: “La inversión –dice– produce que el texto comience por el final, lo cual nos entrega uno de los finales –uno de los comienzos– más dramáticos de la literatura moderna: “¡Oh Ybeltrab! ¡Oh humanidad!”. Ese “Ybeltrab –con la misma cantidad de letras que su doble original– es una historia escrita al pie de página de todo el Bartleby”.
Por último, Mendoza lee a William Faulkner y dice: “Borges y Piglia escriben dos historias sobre la literatura de un país. Faulkner inventa un país”. Su análisis se centra en Las palmeras salvajes: Leyendo esa novela “se comprende mejor cierta zona de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Juan José Saer, García Márquez, Onetti, Cortázar... Hasta la propia idea del río sin orillas, parece sacada del vientre de Las palmeras salvajes (donde, de hecho, encontramos la frase)”, anota. Y habría mucho más que decir de este gran trabajo con el que Mendoza nos corre la cómoda silla de lector para ubicarnos en los rincones menos esperables, demostrándonos que, al fin y al cabo, leer a Borges/Piglia es una operación maravillosamente compleja transformada siempre en un acto de escritura.