Desde hace algunos años, Alberto Giordano viene ensayando diferentes modulaciones del género “diario de escritor”, modernizándolo con las redes sociales (sus diarios son posteos de Facebook, el espacio en donde se dirime hoy la instantaneidad de la vida), pero sin renunciar a un modelo clásico, lo que en parte explica, y a la vez justifica, su posterior montaje en un libro editado. Con ironía respecto del medio pero no del género, Giordano espectaculariza sus intervenciones en la célebre red social, para después encontrar en la organización de las entradas el modo de releerse y de reescribirse en su formato favorito como lector.

No obstante, el método ha ido variando desde la organización armónica de entradas seleccionadas al montaje en torno a un “tema” o “personaje”. Los años Aira recoge anécdotas, relatos, descripciones, ideas, lecturas y recuerdos en torno a la figura del escritor pringlense. Ni retrato ni tentativa desmitificadora, el diario de Giordano es una exploración sentimental en la que la admiración por la obra y la figura del protagonista evaden toda apología y, en última instancia, como todo diario de escritor, nos dice menos sobre el personaje que sobre el diarista mismo.

En la organización de las entradas, predominan los encuentros con Aira y, de los diferentes espacios, el privilegiado es el café, el bar, el restaurant, a donde Giordano llega directamente desde Rosario, y cuyo lapso bien preciso (una hora, dos horas) se mensura menos en cantidad que en intensidad. De los encuentros, lo que leemos es apenas un boceto, una ocurrencia, una viñeta, lo que postula o sugiere una realidad más rica (o más pobre, que para el caso es lo mismo) sobre la que solo cabe especular o imaginar.

Se trata del espacio de la privacidad pública o de lo público privado. Las mesas de café abundan no solo en los diarios de Giordano, sino también en los pliegues autobiográficos de sus ensayos, incluso en sus escenas institucionales (esos cafés donde los profesores hacen sus reuniones o simplemente se sientan a escribir o preparar una clase). En ese espacio, en el que la amistad con Aira encuentra su íntima extrañeza, solo interrumpido por el ir y venir de la moza, la conversación oscila entre la literatura y la vida. El ensayista que experimenta con la intimidad propia y con la ajena asedia la del amigo, que prefiere soslayarla o hablar de literatura. Una sola vez, nos cuenta Giordano, fue a la casa de Aira: la mesa compartida con los matrimonios, la austeridad de la cena, la hospitalidad vislumbrada más que descrita. El reverso de la casa es el espacio social de la academia, los “pasillos” del salón literario y de la crítica universitaria, en los que Aira comenzó a transitar en el mítico año de 1992 en la ciudad que después aparecería transmutada en Los misterios de Rosario. Pero la casa es también la que Giordano deja para emprender sus viajes a Buenos Aires. Entre el espacio privado de las casas a las que los amigos no acceden sino incidentalmente y el público de los pasillos del salón literario, se ubica la mesa de café, esa donde Aira escribe sus novelas, esa en donde Giordano explora su intimidad y la ajena.

La mesa de café es en consecuencia la resultante de una economía de la distancia. En sus casas, Giordano y Aira son hombres, maridos, padres, señores respetados por sus vecinos. En los pasillos del salón literario, son personajes importantes, escritores, ensayistas, profesores, conferencistas. Solamente en la mesa de café son amigos. O, mejor, la práctica de la amistad es un ejercicio de café, ese espacio donde la escritura no asume ni los compromisos institucionales de los pasillos ni la íntima ansiedad del hogar. La conversación es su ejercicio. En la conversación, la literatura distrae de la vida y la vida distrae de la literatura. Pero esa amistad no se reduce a un concepto previo, sino que más bien el ejercicio es una interrogación de su estatuto. Como la literatura, la amistad recela de abstracciones: hay amistades, no la amistad, y no hay amigos, hay una práctica que asedia el misterio claro y no obstante pertinaz de la amistad.

 

En la mesa de café, la distancia de los hombres públicos se vuelve una atenuación del recelo respecto de la intimidad de los hombres privados. O, mejor, la distancia que introduce el espacio público del café modula los asedios del que experimenta con la intimidad propia y con la ajena. No es la cercanía lo que permite la amistad, sino la distancia. Esta discreción vuelve verosímil el episodio de la habitación compartida en el hotel de Lima, que se menciona dos veces en Los años Aira, en donde el escritor cuida con solicitud al diarista en plena crisis psíquica. También desdramatiza dos episodios públicos en los que Aira fustiga a Giordano cuando tiene que presentar su libro o responder las preguntas como entrevistado. La amistad no es presentable ni presentada. Las estampas aisladas y yuxtapuestas son la forma misma de una relación que libera las ataduras de cualquier relación y mantiene en la sombra aquello desconocido que vuelve infinita la interrogación del otro en la que consiste la extraña experiencia que llamamos amistad.