En febrero del 74 viajé a París con la anacrónica intención de convertirme en un escritor de los años veinte, estilo “generación perdida”. Fui con ese digamos que singular objetivo y, aunque era muy joven, esto no fue obstáculo para que, nada más comenzar a pasear por la ciudad, advirtiera que París estaba ensimismada en sus últimas revoluciones, entrándome entonces una pereza inmensa, monumental, una flojera grandísima ya solo de pensar que tenía que convertirme allí en escritor y, encima, cazador de león a lo Hemingway.

Para mí, París , en aquella primera estancia de dos años, fue sólo un lugar donde ejercí exclusivamente de vendedor de droga y, durante un breve periodo de tres meses que pasó volando, fui un consumidor habitual de LSD, lo que me hizo comprender que lo que llamamos “realidad” no es una ciencia exacta sino más bien un pacto entre mucha gente, entre muchos conjurados que un día en tu ciudad natal, por ejemplo, deciden que la avenida Diagonal es un paseo con árboles cuando en realidad, si tomas tu ácido, puedes ver que es un zoológico atiborrado de fieras y de cotorras con vida propia, todas sueltas, algunas subidas a las copa de los árboles.

Mi mundo en París se redujo a un modesto espacio en el que reinaban traficantes de poca monta y a algunas fiestas de vez en cuando con decaídos exiliados españoles, fiestas baratas, pero con bastante vino tinto, y de las que únicamente recuerdo que adquirí la costumbre de despedirme diciéndoles a los pseudoamigos o conocidos, a todos, sin excepción:

-¿Ya sabéis que he dejado de escribir?

Y casi siempre alguien saltaba enseguida para corregirme:

-¡Pero si tú no escribes!

Y así era, en efecto, no escribía o, mejor dicho, no había vuelto a hacerlo desde los días en que había publicado mi primer y único libro, el ejercicio de estilo que había llevado a cabo en unas dependencias militares de la ciudad africana de Melilla y que titulé Nepal y que trataba soterradamente de la destrucción de la familia burguesa y de cómo yo me proponía –santa inocencia, aún no había puesto el pie en París, en la calle mal iluminada- permanecer de un modo absolutamente idéntico a mí mismo toda la vida, es decir enamorado de las sanas tendencias hippies que tanto me habían seducido, hasta que unos despiadados contraculturales, libertarios y pacifistas me llevaron a trabajar a una cosecha de remolacha y todo cambió de golpe.

Nadie sabía en París, y evidentemente nadie tenía por qué saberlo, que yo había escrito y publicado un libro al regresar de África, una novelita que simulaba haber sido escrita en Katmandú y en la que trataba a la prosa de un modo tan experimental que la crítica a la familia burguesa pasaba desapercibida. De aquellos días que yo había pasado en Melilla jugando a sentirme Gary Cooper en Marruecos de Von Sternberg nadie tenía la menor noticia, lo cual me ofrecía, entre otras cosas, la oportunidad de probar a ser otro, de inventarme una nueva identidad, aunque siempre acababa descubriendo que, aunque yo deseaba ser muchas personas y haber nacido en muchos lugares distintos, no había día en que no acabara constatando que somos demasiado parecidos a nosotros mismos, y el riesgo estriba precisamente en que acabemos pareciéndonos a nosotros mismos.

Fragmentos del primer capítulo de Montevideo (Seix Barral), la flamante novela en la que el escritor español Enrique Vila-Matas paradójicamente sitúa en París aquel lugar que abre puertas y emite señales misteriosas que lo llevarán a otros sitios, como la Montevideo del título y a tratar de recuperar el tiempo de las generaciones perdidas.