Todo hecho está enmarcado, se despliega sobre algo, ocupa un espacio, todo hecho tiene lugar. Y tiene lugar porque transcurre, porque ocurre, y también porque posee un sitio, una sección del mundo. Adquiere, en definitiva, el lugar que le es dado, conferido por el lenguaje, en un acto que es, como no puede dejar de serlo, político.
No es inoportuno sembrar el interrogante en torno a si existen hechos “desnudos”, desprovistos de marcos, o si los marcos hacen a los hechos e, incluso, si los marcos no son los hechos mismos.
En los pocos días que van de este año, se contabilizaron en la ciudad de Rosario más de cuatro decenas de homicidios. Uno de los últimos tuvo un marco singular: Lorenzo Altamirano fue secuestrado en un auto, arrojado frente a la cancha de Newells y asesinado a balazos. Según las investigaciones preliminares el crimen se ejecutó exclusivamente como un medio para enviar un mensaje entre bandas criminales. La víctima no tendría -conforme expresaron los Fiscales- vinculación con el narcotráfico.
Es cierto que esta muerte generó impacto, pero, en rigor, lo que movilizó fue su marco. En otras palabras, el marco devoró a la víctima, cuyo nombre no tuvo espacio en el discurso público, no conocimos a su familia, no se televisó su velatorio, no se organizaron manifestaciones y ningún abogado ofreció virtuosamente su intervención. El resultado es que no visualizamos una muerte enmarcada, en el sentido de una víctima en un contexto, sino un hecho más, fungible, que contribuye a la formación del marco. Esto es, una muerte, como tantas otras, que suma al marco de la narcocriminalidad en Rosario.
En la vereda de enfrente, desde hace unas cuantas semanas todo el país pronuncia el nombre de una víctima: Fernando Báez Sosa, que sí es designada, sabemos sobre su vida, sus deseos, los de su familia, tiene un caudal de voces que la sostienen en ese sitio. Pero, “objetivamente”, es una muerte como la de Lorenzo Altamirano, y como infinidad de otras. Aquí el relato del marco da cuenta de una situación familiarizante, sobre todo para destinatarios de clase media-alta, cuyas presencias estructuran esos escenarios -el ocio, las vacaciones, la noche de los destinos turísticos-. A Fernando lo mataron a la salida de un boliche, en un lugar de veraneo, donde cualquiera de nosotros pudo haber estado. Y aunque, con certeza, se afirma la incidencia del componente racial, del odio de clase, aconteció en uno de esos marcos en los que es factible ubicarse, pensarse.
Sin rodeos: nadie se imagina el cuerpo de su hijo arrojado en las inmediaciones de una cancha de fútbol, después de haber sido asesinado sin motivo durante una noche de verano, en una ciudad donde los centros de poder están descentrados.
Nos enfrentamos, entonces, a un grupo de vidas lloradas, en virtud de su pertenencia a determinados marcos de reconocimiento y, simultáneamente, a otras que no alcanzan el lamento público. En rigor, la línea divisoria separa a aquellos que viven y tienen una vida, de aquellos que viven pero no tienen una vida, una vida digna de ser llorada. Una distinción que se exhibe sutil en el lenguaje, pero penetra en los cuerpos, disociando a los que importan de los que no.
¿Qué es lo que hace que ciertos cuerpos sufrientes nos sean indiferentes, por ejemplo, cuando ocupan el espacio público? ¿Por dónde se corta el sentido que habilita esa actitud?
Debe decirse que la violencia operada sobre los cuerpos presupone un sujeto soberano, alguien susceptible de ser violentado, esto quiere decir que existe una persona reconocida como dañable. Cuando se carece de ese registro, cuando el destinatario de la violencia no forma parte del elenco de lo dañable, entonces se borra el acto violento.
Las muertes que emergen de la narcocriminalidad, así como las de las personas migrantes, las de quienes viven en la extrema pobreza, en contextos de encierro o de guerras, merecen una única forma de captura: las cifras. No hay rostros, no hay voces, no hay narrativas. Al tratarse de cuerpos que escapan de lo reconocible como una vida –una vida potencialmente llorada-, la muerte, la violencia, el dolor, se despliegan, efectivamente ocurren, pero des-subjetivados.
No sabemos quiénes murieron en Rosario, sabemos que es arrasadora la narcocriminalidad. No conocemos a las personas que mueren por hambre o desnutrición en la Argentina, conocemos los índices de pobreza. No tenemos registro de los grupos de migrantes que mueren cruzando el Mediterráneo, tenemos registro de que hay flujos migratorios. Los marcos devoran a los hechos.
Judith Butler señala que nuestras perspectivas están reguladas, lo que implica que la cantidad, el tipo y la forma de presentar la información anticipan una interpretación. Es decir, el hecho es interpretado de antemano, por adelantado.
A esta altura, una suerte de salto a las conclusiones, nos sugeriría que son los medios de comunicación quienes normativizan las miradas, los que fijan el marco. Sin embargo, es preciso dar un paso más, puesto que asoma una pista de circularidad. Ciertas vidas son lloradas y otras no, porque los medios instruyen ese llanto, pero también porque las audiencias desean ese llanto y no otro.
El caso de Fernando Báez Sosa da cuenta de ello: prácticamente fue unánime el posicionamiento público –con excepciones muy aisladas-, y atravesó, de hecho, hasta a los y las comunicadoras más opuestos. El fondo del asunto es bastante más profundo como para verlo desde la orilla.
Es que la densidad de la separación entre los cuerpos que importan de aquellos descartables se impone, incluso, a las disputas ideológicas de proximidad. Porque en definitiva vivimos distraídos en riñas políticas de cercanía, estériles frente a lo indeleble de ciertas categorías, frente al “no ver en medio del ver”.
En sus inolvidables “Instrucciones para llorar”, Cortázar nos dice: “dejemos de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar”. Hoy, la manera correcta de llorar las vidas, deja, también, mucho de lado: lo que queda afuera del marco y lo que es violentamente enmarcado, pues hasta lo más transparente requiere de este acto, que lo acabará, sin excepción, opacando. Así, ni siquiera los cuerpos que lloran sabrán si serán llorados.
Creo que no nos hemos detenido lo suficiente en la magnitud de este trazado, en la hipocresía de pasarle por al lado a un cuerpo que sufre y ni siquiera rozarlo con las palabras. Charly García canta “lástima nacer y no salir con vida”, todo el tiempo, en todos los tiempos, desenmarcados, irrumpen nacimientos que nunca serán vidas, ni vivibles ni lloradas. Nosotros, mientras tanto, aquí, con nuestros marcos “de plastilina”.
* Master in Global Rule of Law and Constitutional Democracy (Universidad de Génova). Profesor e Investigador (Facultad de Derecho, UNR)