La expansión del capitalismo ha erosionado uno de los valores que lo cimentaron históricamente: la cultura del trabajo, la idea de progreso y ascenso social a través de él. La idea de que el trabajo es salud, y una forma digna de ganarse la vida: la meritocracia.
Durante el capitalismo industrial al capital le convenía que los trabajadores tuvieran un salario y derechos laborales garantizados, porque eso incentivaba el consumo, y el consumo la producción. La contradicción entre trabajo y capital favorecía su expansión. Pero no ocurre lo mismo en el capitalismo financiero y digital, que avanza a costa del bienestar de los trabajadores.
Hay quienes sobran, quienes están demás. Porque ya no pueden producir, porque están subjetivamente destruidos, o porque están in-capacitados, o porque son negros, o porque son mujeres, o porque son viejos, o porque la explotación laboral llegó a niveles tales que ya nadie quiere someterse a ella.
Se suele decir que el trabajo es un estructurador social, y se lo asocia con la honestidad, con la decencia. Se estigmatiza a quienes no trabajan, y esto repercute en la psiquis de quienes no están incluidos en el mercado de trabajo, tomando la forma de una frustración, de angustia, de la sensación de fracaso.
Pero no todos tuvieron la oportunidad de elegir una carrera universitaria, y por ende el trabajo que les tocó en suerte, insalubre, ligado al sacrificio, indigno. Es muy cínica la idea de gran parte de la clase media cuando habla de “vagos”, de quienes no quieren trabajar y por lo tanto cobran planes sociales. Es muy cínica la clase media que odia al peronismo porque les da la plata servida a aquellos “vagos”.
Tal vez en algunos casos el trabajo todavía está relacionado con la producción de objetos útiles para la sociedad. Pero dentro del régimen neoliberal, cada vez más el trabajo cumple otras funciones. De la fuerza laboral extraen sus beneficios no solo ya los dueños de los medios de producción, sino el capital financiero. Además, cada vez crece más el trabajo precario, y se expande la fuerza laboral ligada al trabajo cognitivo y digital -en el que no se produce riqueza, sino información, signos, de los que se apropia los dueños de las tecnologías y el capital financiero-. Se trata de signos que remiten a otros signos, ya sin conexión con referentes objetivos: simulacro.
Cada vez se producen menos alimentos para la población, extendiéndose, en muchos países como el nuestro, los monocultivos para la exportación, como es el caso de la soja, para que los terratenientes abulten sus ganancias, precarizando a sus trabajadores. A su vez, los trabajadores son explotados por las transnacionales, con comportamientos rapaces, También la valorización del capital está ligada a actividades delictivas como el narcotráfico (hay que considerar cuánto ha crecido el narco-trabajo, o el trabajo ligado a otras actividades criminales: necro-trabajo). Hay que ver cómo en los barrios pauperizados de los grandes centros urbanos, niños de diferentes edades se meten en las redes del narcotráfico, como estrategia de supervivencia -lo cual hace a su vez que muchas familias puedan sobrevivir-, y que en el barrio circule más dinero.
En el imaginario social, respecto al trabajo, todavía se sostiene una creencia anacrónica. Esa creencia, como ya dijimos, eleva al trabajo a una función social de bienestar para la población. Hoy, por el contrario, esa ficción, para lo que sirve es para reproducir el orden social, domesticando a la población. El trabajo sigue contribuyendo a la mercantilización de la vida. No sólo los objetos que se pueden comprar con el dinero del salario son mercancías, sino que el propio trabajador lo es. A la vez, lo que hace ese imaginario social anacrónico, es legitimar la extracción de plusvalía.
La revolución tecnológica dio por tierra con los discursos que ligan el trabajo a la necesidad de supervivencia. Hoy las máquinas podrían trabajar por nosotros, sólo que no lo podemos hacer porque no somos sus propietarios. Aunque tal vez la idea de socializarlas no sería algo fácil de lograr. Los trabajadores cognitivos dispersos en todo el mundo, anclados en diferentes espacios, distantes y desconectados entre sí, deberían tomar conciencia de clase, poder ver que el trabajo que hacen se realiza de manera colectiva, y que a ellos les arrebatan el producto de su trabajo. Lo que los tiene sometidos y hace que ellos no puedan percibir la tiranía de las relaciones sociales de producción, es que estas no se perciben como producto de un trabajo colectivo, sino como el producto de un trabajo individual, en la relación unilateral de cada trabajador con su empleador.
El sistema productivo ha llegado a un punto límite en su expansión. Estamos en una etapa en la que ya casi no se puede seguir extrayendo recursos de la naturaleza. La tierra se desertifica, con el uso de agroquímicos, el desmonte, y la contaminación amenaza con destruir el planeta. Lo propio ocurre con la posibilidad de seguir aumentando la plusvalía de los trabajadores productivos en general, y de los trabajadores cognitivos en particular. Ellos ya no pueden producir más de lo que producen. En las últimas décadas, los aumentos de producción se dieron a costa de un grado de stress y de la saturación de las facultades cognitivas y la resistencia física de los trabajadores. Esos incrementos de la productividad se sostuvieron, en muchos países, con el aumento del consumo de psicofármacos y otras drogas.
Marx pensó la posibilidad de que los obreros se liberaran a través del trabajo, cuando éste comenzara a ser una actividad creativa, cuando el obrero pudiera otra vez identificarse con el producto de su trabajo. Pero hoy ya no podemos pensar en esa posibilidad, porque la función del trabajo sufrió un cambio radical. Hoy habría que pensar no en la posibilidad de que los trabajadores se liberen a través del trabajo sino que se liberen del trabajo.