“Me quiero casar y tener un hijo”, “Quiero que se me marquen las abdominales”, “No me gusta coger, no me parece para tanto”, “La monogamia me hace bien, necesito estar tranquilx un rato”, “Me partió al medio amiga, pero me tuve que hacer la que estaba todo bien que estuviera con otra”, “Creo que me gusta una chica pero soy puto”. Son todas frases verídicas recolectadas de los bajos fondos de la disidencia. La frase que sigue: “igual, me da miedo decirlo”. El inminente retorno del closet 2.0 nos propone poner sobre la mesa cuáles son los relatos de la “buena moral disidente” que se han cristalizado también en formas que hoy invisibilizan, minimizan o proscriben deseos que existen en la comunidad LGBTTIQ+
Tener miedo, vergüenza de nombrarse o de narrarse es quizás la crueldad que más se hizo carne entre quienes se han fugado del -heterocispatriarcado-, es decir, ese sistema que regla cómo tienen que ser las cosas para que “la sociedad” te acepte y que con pedagogía de crueldad y soledades te “corrija” y sino te expulse (red-flag). El orgullo, la respuesta política al miedo, ha visto nacer tantas identidades como fueron necesarias para nombrar y acompañar existencias, celebrando cada nacimiento. En los más de 30 años de orgullo en la calle que ha transitado Argentina, y los tantos anteriores de combate al homo-odio, travesticidios, códigos contravencionales y tantos otros horrores, se ha forjado una masa militante heterogénea pero musculosa que conquistó derechos de avanzada en el mundo (en gobiernos populares, vale decir). ¿Cuáles son las nuevas revoluciones? ¿Cuáles son los desafíos que este contexto trae ante la cristalización de los propios relatos? Este es un texto de preguntas, un ensayo borrador para lx lectorx.
¿Somos la muerte de la moral?
¿De cuál? Las moralidades que crean las sociedades mutan a su par, por lo que los relatos de subversión también deberán hacerlo para redefinir constantemente el objeto del disentimiento. Cuando la comunidad LGBTTIQ+ promete otro lugar posible y proyecta sus horizontes hay un qué que está claro: esto es lo que no queremos. Sin embargo el desafío definitivo es el cómo. La no repetición de las dinámicas cis - heterosexuales implica también incluir en ese combo al sujeto moderno con el que no llegó a discutir Wittig o Foucault. Cómo se disiente de las prácticas afectivas neoliberales, de las formas individualistas, superyoicas, de la pretensión de inmunidad, de la desafección, del consumo de los cuerpos, de la expulsión de sujetos de la trama social, del ser autómata, de la brevedad de stories que no llegan a ser historias, de la precariedad.
Al escuchar por arriba conversaciones en bares llenas de culpa por “sentir así”, al preguntar a conocidxs si tienen miedo de decir algo, la respuesta es siempre “sí”. Entonces cabe preguntar: ¿se ha construido un “manual de la buena disidencia”? ¿Se han policiado o tutelado deseos? ¿Quién tengo miedo que me juzgue?
En el imaginario teórico de la disidencia sexual construido por décadas de “deseos libertarios y afectaciones libres”, donde en la nube de papers, ensayos y poemas, las manadas se lamen y revuelcan, todo funciona bien. En los estudios filosóficos y ensayos subversivos donde todo circula, prospera, se leen textos, se discuten, asientan con la cabeza y luego se citan, no hay referencia a las lágrimas vistas o sollozos escuchados en los baños, a los whatsapp sin respuesta que vuelan después de una fiesta, a los no lugares de quienes no pueden ni quieren seguir las normas de la “moral de lx buen disidente”. No corresponde a la sensación de incomodidad profunda, no de la que se genera con unx mismo cuando se está ante un territorio nuevo, sino esa incomodidad solitaria de no pertenecer, de no poder decir lo que pensás por miedo al rechazo: la soledad del closet, de un nuevo closet 2.0, de este lado de la frontera.
¿Y si me convierto en hetero?
Un clásico: momento del opinador yoico en que, iluminadx de deconstrucción, baja línea, y cuenta cómo son las cosas, - inesperadamente-, le arrebata a su protagonista (ahora víctima del consejo que nadie pidió) la experiencia vital que acaba de compartir, pasandola a segundo plano y borrando de ella rastros de realidad para llevarla a la teoría, porque según Butler eso no es así. Sentir esto está mal, o desear esto es de “xxx-odiante, o hay que hacer esto así”.
Vir Cano, en Los feminismos ante el neoliberalismo lanza una punta: “La elaboración de las múltiples teorías y narraciones en torno a nuevas tecnologías afectivas y dispositivos de sosten de nuestra precariedad no se comparan con el interminable , arduo, sostenido, contradictorio, y muchas veces poco espectacular trabajo cotidiano (sobre unx mismx y con lxs otrxs) que supone el despliegue -siempre a tientas- de otras an-oikonomícas afectividades con las que resistir a los efectos devastadores de la pedagogía neoliberal”.
Es decir que el problema pareciera estar en la transición entre el mundo de las ideas y el mundo de las cosas. La única verdad es la realidad, solía decir otro famoso filósofo para terminar de completar la idea.
¿Y si yo, lesbiana chonga, me enamoro de un varón cis qué hago? ¿Me convierto en heterosexual? Y si realmente deseo un cuerpo marcado y fibroso, ¿por qué da tanta culpa o por qué otres compañeres opinan tanto? ¿Y si soy asexual y me estoy obligando a coger? ¿Por qué escondo tanto que soy románticx y que eso realmente me gusta? ¿Si me quiero hacer la reasignación de sexo y tener una vulva es que soy una colonizada y no estoy lo suficientemente deconstruida? ¿Y si deseo una familia tradicional?
Fracasé en el amor libre
El matrimonio igualitario (sancionado en 2010) fue una de las grandes discusiones no solo para afuera de la comunidad sino para adentro. El matrimonio era la institución diabólica, paki por excelencia, nucleo del capitalismo, el símbolo de la propiedad privada que debe extinguirse, etc. Se debatía frente a la posibilidad de una reparación simbólica histórica, frente a la posibilidad de acceso a nuevos derechos previsionales, filiatorios, hereditarios, a la obra social o al status social (sobre todo el que enerva a los dinosaurios) de que un puto, una torta,o una travesti o trans diga “te presento a mi esposa/marido” .
Este debate evidenciaba desde su inicio dos posturas tradicionales en donde un grupo de la comunidad LGBT+, le dice al otro grupo de la comunidad LGBT+ que “no está lo suficientemente deconstruido”, le explica qué es el matrimonio y lo acusa de asimilacionismo, de normalizante, desde cierta superioridad moral. Y de ese modo, clausura no sólo el acceso a derechos civiles sino también el derecho a desear una forma de vida posible. Se escribe así el capítulo de “la disidencia no se debe casar”, en el manual de la “moral del buen disidente”.
♪ Fracasé en el amor libre (..)
Se vuelve norma, y esa es la forma
de acallar y desoír los sentimientos (...)
Me pone triste y me hago cargo,
de esta me bajo ♪
Sudor Marika
Por otro lado, en el segmento disidente porteño ha explotado el boom del amor libre, de las pasiones desafectadas, que es la forma per se (para una gran mayoría) de vincularse. No suele preguntarse, más bien se asume como norma y la sola idea es encantadora. La teoría de las afectaciones libres y alegres desde casa es divertida hasta que brotan polidramas y poli-angustias como flores en primavera, pero ante todo y lo más preocupante: se esconde y se niega el dolor como si fuera una vergüenza, se archivan los miedos e inseguridades, se oculta la fragilidad y se pone una sonrisa en la cara y se cierra la boca porque nadie se siente con derecho a nada. La respuesta que aparece a mano es la “responsabilidad afectiva” que muchas veces y por lo pronto implica un intercambio entre dos donde se explicitan lo que quieren y lo que pueden.
Control o no control
“Hay que tener cuidado de no estar haciéndole el juego al neo-ego-liberalismo endémico que nos atraviesa. A veces tengo la sensación, de que algunes ligan la libertad a la desafectación, e incluso al control”, retoma el diálogo Vir Cano. “Me preocupa la implantación de una idea de libertad vincular ligada a la inmunización, a la autonomía radical (entendida como un “hago lo que quiero y mi responsabilidad radica en expresarlo”), y a la intercambiabilidad de las personas”. La filósofa concluye: “Nuestros afectos, o eso espero, no son el resultado de un casting para ver si se ajustan o no a nuestras metas y objetivos; si tenemos suerte, son más bien la ocasión de ponernos un poco en suspenso, de desafiar la lógica devoradora de un yo que lo quiere todo para sí”.
El deseo libertario como “norte” implica, primero llevar el mote de libertario con lo que eso hoy significa. Desmontar las retóricas individualistas implica desafiar sus tecnologías, que van desde la góndola de cuerpos que son las apps de citas, hasta las propias maneras de nombrar(nos) y de nombrar a lxs otrxs, pasando también por las políticas de cuidado o la manera de habitar los espacios. ¿Qué es el deseo sino también politización de los afectos? Toda politización requiere de una dimensión colectiva, requiere llenar de sentido las vincularidades, llenarlas de contenido, para tener la coherencia de que la responsabilidad frente a los afectos, propios y ajenos, vaya más allá de un contrato, de buenas intenciones o acuerdos estratégicos.
En el barrio le decíamos “códigos”
La palabra “deseo” aparece en muchos contextos como esa cosa irrefrenable, ontológica, salvaje, incluso biológica que tiene supremacía ante cualquier otra vivencia. Ese sentir caprichoso y visceral que tiene que ser atendido, urgente, fogoso, arrollador. La pregunta es si en su nombre está todo permitido. Para decirlo de modo barrial: si cogerte a la ex por la que llora tu amiga está bien, siempre y cuando sea en nombre de las libertades individuales y los placeres de esta noche.
Pocas veces el deseo parece relacionado a la idea de construcción, de decisión, de sostén. Como si solo fuera posible en un estadío adolescente desear cuerpos y cosas, y no estuviese dentro de las posibilidades el deseo de una construcción a largo plazo (de lo que sea), de placeres calmos. Como si nada de las acciones que se eligen entre noches, sustancias, calenturas fuera una decisión que te hace y te delinea los bordes. Como si la premisa fuese una hoguera arrasadora, versus, un camino de antorchas que ilumine el viaje.
La postverdad puso otros nombres, refinados. Antes de los “vínculos sexoafectivos”, de la “compersión”, antes de las “afectaciones libres”, antes de las “máquinas deseantes tecnovivas”, las “manadas” y las “cuerpas”, antes de “afectiva”, era responsabilidad. Eran amores, eran códigos amistosos y empatía. O quizás, en términos más concretos, lealtad.
Otros conceptos fueron reemplazados, sustituidos, trastocados o quizás con un poco de maldad neoliberal vanalizados con retóricas posmodernas de la mano de consignas ego-liberales, desafectadas y playitas: “sí se puede”, "mi cuerpo es mío", “el amor no duele”. A veces no se puede. Y que haya conflicto no es que sea tóxico siempre. Y que haya amor no significa que no sea difícil y que no duela. Y el cuerpo, es profundamente social, semántico y cargado de sentido. Es un actor de la sociedad.
Donde entremos todes
Si se puede vivir sin normas es un enigma, no ha pasado, y los pocos casos no fueron exitosos. Lo más cercano que se puede aspirar son las democracias, las representatividades y también las redes afectivas. La experiencia de la libertad en el cuerpo de ese día en que te sentiste aceptadx y respetadx.
Hay pocas cosas certeras, pero la mutabilidad es una de ellas y se expresa en los lenguajes, las sociedades, las tecnologías, los cuerpos, el paso del tiempo y las personas. De las pocas cosas que puedan permanecer, lo admirable va a ser siempre la disponibilidad a repensarse como colectivo para que nadie se sienta física, moral y políticamente solx. Nombrar, esa costumbre que tiene el colectivo LGBTTIQ+ para poder existir, para derrumbar con orgullo cada closet que aparezca.