“Resulta un tanto curioso que se le preste tanta atención a los traseros -escondiéndolos, acentuándolos, fetichizándolos-, cuando es una parte de nuestros cuerpos que no podemos ver salvo que estemos frente al espejo. En ese sentido, el culo es más de quien lo observa que de quien lo porta”, postula la periodista y ensayista estadounidense Heather Radke, devenida experta en posaderas femeninas tras pasar años investigándolas. El resultado es el libro Butts: A Backstory, su debut editorial, que se publicó recientemente en su país, donde se embarca en la tarea de reconstruir la historia cultural del culo de las mujeres, desde la época victoriana hasta nuestros días, intentando comprender por qué diantres genera tantas obsesiones.
Para Radke, hay un caso clave: el de Saartjie “Sarah” Baartman, cuya cola fue fetichizada a tal extremo que su biografía devino epítome de explotación y racismo colonialistas. Nacida en 1789 en Sudáfrica, la muchacha fue esclavizada en una granja antes de ser vendida como divertimento de feria por su prominente trasero, bajo el apelativo “la Venus de Hotentote”, término derogatorio que los holandeses usaban antaño para referirse a indígenas de la tribu Khoekhoe. Como fenómeno de circo, la chica Baartman fue obligada a exhibir su exuberante atributo frente a audiencias blancas europeas, esencialmente varones que se recreaban mirándole las nalgas, pagando extra para pincharlas y pellizcarlas en pos de corroborar que fueran verdaderas. Ni siquiera después de su muerte en 1815, en París, le dieron un suspiro a la joven: su esqueleto se convirtió en una atracción del Musée de l'Homme hasta mediados de la década de 1970.
Esta nefasta espectacularización fue un eco de los racistas estereotipos en boga, dice Radke, avalados por “científicos raciales” que veían al cuerpo africano como menos humano, más salvaje, más sexual y primitivo que el europeo. Pone el posterior ejemplo de un antropólogo italiano llamado Abele de Blasio (1858-1945), alumno de Cesare Lombroso (el famoso criminalista que tuvo gran predicamento con su teoría que ligaba la delincuencia a características físicas y biológicas): en una serie de estudios sobre trabajadoras sexuales, de Blasio tipificó a “las Hotentotes”, mujeres de “un excesivo apetito sexual”, cuyo deseo asociaba directamente… al diámetro de su culo.
Así las cosas, Radke afirma que la población blanca “higienizó” el ideal de belleza y misticismo sexual que representaba Baartman a través de la pilcha; más específicamente, de un tipo de miriñaque pronunciado en el trasero (bustle, en inglés) entre las aristócratas de la época. Como señala el rotativo El País a partir de Butts, “aquella enagua rígida que se popularizaría entre la alta sociedad de finales del XIX como una extensión del corsé era un culo prostético, una jaula que se podía poner y quitar una mujer para transformarse de la Venus griega a la Venus de Hotentote”. “De esta manera, las victorianas lograban parecerse a Sarah pero, al mismo tiempo, afirmaban su blancura y privilegio, ya que simplemente podían quitarse el accesorio, era su elección”, añade la también docente universitaria y colaboradora frecuente de The Paris Review.
Más cerca en el calendario, Heather encuentra que el pico de popularidad de los culazos fue en 2014, cuando se extiende el fenómeno con las belfies (selfies de cola), la portada de Kim Kardashian en revista Paper “rompe internet”, y suena a toda hora All about that bass, oda a la voluptuosa retaguardia, de Meghan Trainor. El quid de la cuestión -acorde a la escritora- es que aún cuando el atributo llevaba añares siendo celebrado por la cultura negra, ahora los medios y las audiencias mainstream lo elogiaban en celebridades como Jennifer Lopez, Iggy Azalea, Miley Cyrus o la susodicha Kardashian; o sea, en mujeres blancas que -consciente o inconscientemente- se apropiaban y monetizaban así la belleza negra.
Por otra parte, está la cara quirúrgica de la moneda: a raíz de la moda, en la última década se multiplicaron exponencialmente las visitas a los consultorios para realzar, acrecentar, tonificar y redondear las retaguardias, un fenómeno persistente en Occidente, donde muchas recurren al Brazilian Butt Lift, levantamiento brasileño de glúteos. Se trata de una lipotransferencia que toma grasa de la propia paciente, la procesa y la inyecta en la zona trasera, muy requerida a pesar de tratarse de uno de los procedimientos estéticos más peligrosos que existen, con potencial desenlace fatal a causa de embolismos. Otras intervenciones posibles son el implante de prótesis de siliconas, o la inyección de ácido hialurónico (a no confundir con el metacrilato que, como es harto sabido, le ha traído serias complicaciones renales a Silvina Luna).
Como se ha dicho, empero, la abundancia no
siempre ha sido la norma, oscilantes las tendencias de formas y tamaños de
nalgas según las épocas. Como recapitula el citado El País, se pasó “de la
figura plana y rectangular que estipularon las flappers en los años 20; a los ‘glúteos
de acero’ que prometía la cultura del aeróbic de los años 80; la llegada del ‘chic
heroinómano’ con culo plano en los inicios de los 2000, la reivindicación (en
falso) de esos traseros grandes en 2014 para volver, otra vez, a un ideal de
delgadez extrema hoy día”. Un berenjenal, en fin, que lleva a Radke a concluir
que los culos “son símbolos tremendamente complejos, llenos de significados y
matices, cargados de humor, sexo, vergüenza”, además de lo ya pronunciado: “Se
han usado durante mucho tiempo como un medio para impartir control, prescribir
deseo e instalar jerarquías raciales”.