“Yo pertenezco a una familia de militares: padres, abuelos, tíos abuelos; les tenía la confianza que el pueblo chileno les tenía a los militares; esa cosa festiva de la parada militar en la primavera, el vestido nuevo, la fiesta, el parque”, dice Amalia en La venda (2000), el documental de Gloria Camiruaga donde cuenta que fue secuestrada por los militares cuando tenía cincuenta años y que pasó la primera noche vendada sentada en una ancha escalera sellada. Las vendas tenían sangre seca, era la sangre de las personas torturadas y, como cuenta Amalia, era también el nombre de las casas de interrogatorio de tortura: “Se las llamaba vendas, había una venda sexi donde se cometían toda clase de tropelías de tipo sexual y donde estaban las muchachas arrinconadas contra una pared en una pieza”. Después de aquella primera noche en la Escuela Militar, Amalia estuvo detenida en el Campamento Tres Álamos hasta 1975, cuando la obligaron a salir de Chile. Se exilió en México y volvió a fines de 1983.
Amalia era asistente social (en la década del cincuenta había formado parte de las “agrupaciones femeninas de izquierda”) pero sobre todo era orfebre, su pasión suprema. Había estudiado en la Escuela de Artes Aplicadas, donde fue alumna de Juan Egenau, el escultor que le enseñó a trabajar con metales, y diseñaba sus propias joyas cuando la dictadura la secuestró.
Con Amalia en suelo chileno (venía de descubrir y de disfrutar de la tradición orfebre mexicana) la platería mapuche encontró a una aliada. “El pueblo de la Araucanía levantó su gloria de leyenda por encima de las cumbres cordilleranas en una aventura hermosa que es ahora, ante nosotros, el deslumbrante hallazgo de su platería (…) la plata define una voluntad trascendente de supervivencia”; el arte mapuche escondido en colecciones privadas salió a la luz, recuperó el fuego de las sangrías patrimoniales y empezó a lucir en vidrieras, cuellos y orejas, mientras una ola de plateros mapuches recuperaba su tradición joyera. Diseños nuevos con espíritu atávico y orfebres nuevas, mujeres jóvenes en un oficio antes reservado para los varones, convivían con réplicas de piezas originales de los siglos XVIII y XIX.
El prendedor de tres cadenas, los aros (chawai) y los alfileres (tupus), orgullosos testigos del pasado mapuche, estaban vivos sobre los cuerpos. Las viejas monedas martilladas hasta convertirse en láminas guardianas de los espíritus buenos y de los traviesos estrenaban engarce y eran espejo de las originales que exhibía con codicia el Museo Etnográfico de Berlín.
Amalia era amiga de Violeta Parra y alguna vez contó detalles de esa amistad, como la tarde en la que fueron juntas a ver a Carlos Nascimento (el director de la editorial Nascimento) para que le publicara a Violeta unas canciones. La anécdota de aquella tarde la hacía reír a Amalia porque recordaba la escena en la que le pidieron las partituras y Violeta dijo que no sabía música: “Si supiera sería el Bach de la música chilena”. Esa tarde y la noche de septiembre de 1966, la última noche que la vio viva (Violeta Parra murió en febrero de 1967), Amalia fue a visitarla a su carpa, llovía a mares y se quedaron tomando mate hasta las tres de la mañana. Amalia murió muchos años después, también en febrero.
Las orfebres continúan su legado y la recuerdan, la plata cambia de forma y brilla como luz de luna encondida en el cuerpo, hay una joya nueva con rumor viejo, cartografía de resplandores.