Hola, soy Shelley Duvall, bienvenidos a cuentos de hadas. Hoy les presentaremos...

La escena es esta: el living de casa de la calle Delgado, mi hermano Román y yo, una tarde de verano, frente al televisor. Debo tener 7 u 8 años. Como siempre, esperando un nuevo capítulo de Teatro de Cuentos de Hadas, presentados por Shelley Duvall: películas para televisión, cuentos teatralizados en versión de Shelley y hechos por directorxs, actores y actrices de lo más variados.

Recuerdo uno como un fogonazo. Un traje verde, ceñido, un hombre vestido de rana con una máscara titiritesca y extraña. Un estanque falso, perfecto. Decorados fabulosos.

Misma tarde, voy en un taxi, con un vestido a lunares rojos. Botanguitas blancas. Me late fuerte el corazón. No llego a ver bien por la ventana, siempre fui de talla pequeña. Por eso me mareo en los autos. Me ruego por dentro, que no suceda el mareo, no ésta tarde, me digo, para no interrumpir el viaje. Estamos yendo al colegio donde trabaja mi papá.

Estoy nerviosa, excitada. Con la cabeza encendida de ilusión. Imagino qué veremos esta vez. Mi mamá está arreglada, no recuerdo su ropa pero sí su perfume, su mano amorosa sobre la mía, el pelo corto, elegante, aros pequeños.

Llegamos a un patio enorme, baldosas negras y blancas. Muchísima gente. Estoy aterrada. Aprieto fuerte la mano de mi mamá. Me da miedo la gente. Ahora una puerta de madera, pequeña, por donde entramos a una biblioteca de estantes también de madera, libros hasta el techo. Otra puerta, una escalera con alfombra bordó, que conduce a un subsuelo.

El subsuelo es un teatro. De madera el piso y las butacas. Hay un pasillo que lleva a un escenario, en mi memoria gigantesco, con un telón de pana bordó, idéntico al que visten las escaleras. Hay mucha gente también ahí abajo, todos saludan a mi madre, yo esquivo las voces, no miro a nadie. Sigo de su mano, transpirada de nervios, hasta unas butacas reservadas en la primera fila. La luz se apaga. El corazón a mil. Una luz de un calor imposible desde el piso ilumina el telón que se abre lento, en un movimiento torpe y mágico, gracias a una roldana ruidosa. Se abre con velocidad poética. Silencio total. Aparece frente a mí un decorado pintado a mano, con jardines y puertas, un gong, y cosas que ya olvidé. Desde un costado del escenario un grito lejanísimo: ¡Alto, quién vive! Y desde el otro costado del escenario, responde una voz, igual de soñada: ¡El emperador de la China!

Lo que sigue a continuación (en mi memoria) son colores y formas difusas. Con los años, el recuerdo trastoca y confunde los trajes de la escena en cuestión con los del capítulo del cuento El ruiseñor, por Shelley Duvall. Chinos de barbas largas y manos graciosas. Termina la obra. Cuando la luz se prende y salgo del trance, veo salir a mi papá al escenario con los personajes: los ministros, el vendedor de pájaros. Mi mamá está emocionada, aplaude. Me sonríe.

Al salir del auditorio paso por un aula que tiene flores y pájaros pintados a mano en los techos y paredes. El aula, supe luego, se llama Mario Vanareli, como el artista que pintó los pájaros. En esos dibujos me fijo, fascinada. La gente me habla, no respondo. O tartamudeo. Soy muy tímida.

Vuelvo a casa. Ahí sí no paro de hablar. Recuerdo la voz de mí mamá, inteligente y dulce, leyéndome un fragmento del Emperador de la China, de Marco Denevi, en la cocina de casa. Tal había sido la impresión de la aventura que Ana agarró el guión de fotocopia, y leyó en voz alta:

...mis pájaros de pronto forman en el cielo una cometa multicolor que cambia a cada instante su diseño y es ya una gran estrella, ya un rombo, ya una flecha. De pronto giran vertiginosamente como una sombrilla en las manos de un juglar. Ahora son una salpicadura de arcoiris que se desprende de alguna nube estupefacta. Después se juntan igual que un remolino y en seguida disparan hacia un árbol y lo cubren de flores de pluma, y el árbol canta, enloquecido. Cuando un hombre los compra, lo siguen a todas partes, y si el hombre camina en la luz, parece un guerrero que hace flamear una bandera, y si marcha en la niebla, se diría que navega por el mar y un cardumen de peces de oro lo escoltan...”

Al día siguiente, Shelley Duvall presenta, El emperador de la China, de Javier Adúriz. Con las actuaciones de mi hermano y yo. Nuestra Shelley es una cabezota de Barbie cosmética, de plástico, para practicar maquillaje y peluquería. Un busto de pelo rubio, tamaño real de cabeza humana, regalo de alguna prima. Tiene marcas de pintura antiguas, un pelo pirujo, bastante más de tren fantasma que de salón de belleza. Sin embargo, ella abre la representación ajustada al guión y con mucha gracia. Igualita a nuestra ídola del televisor en tono y espíritu. Todo transcurre sin edición, pero con variaciones: personajes que no figuran en el guión original, pájaros de tela, y un intervalo para la merienda.

Mi papá, además de profesor, fue también poeta y ensayista. Escribió en uno de sus poemas, la imaginación es buena compañía. Siempre me gustó esa frase. En mi caso, con los años entendí que esos mundos de fantasía familiar son los que forjaron en parte un coraje profundo, para intentar vencer el miedo, la timidez y la incomodidad, tan propios de lo real. Son la bandera del guerrero que flamea en la niebla. El árbol florido cantando.

Varias cosas de mi vida dependen ahora solamente del recuerdo. Muchos de ellos, escoltas de oro, se conservan difusos, barrocos, mezclados. Aún así, ciertas partes son de una nitidez de diapositiva, de teatrito, para gloria de las cosas que sólo ahí perduran.

Mi papá falleció en 2011. Para un proyecto de la Biblioteca Nacional lo grabaron leyendo sus poemas. Ahí tengo su voz.

La voz de mi mamá está sólo en mi memoria.

Lucía Adúriz Bravo nació en Buenos Aires en 1985. Es actriz y cantante. Se formó en la EMAD y luego con Ciro Zorzoli, Andrea Garrote, Bartís, entre otrxs. Algunos de sus trabajos en teatro son Potranca y El ojo del destino, de Mariela Asensio, Mishiadura Bailable, de Manuel Longueira, Paquito, la cabeza contra el suelo, de Juanse Rausch. Actualmente hace Pampa escarlata, de Julián Cnochaert los viernes a las 22.30 en el teatro El Extranjero.