El mundo privado que Natalie Mering viene construyendo desde 2007 bajo el seudónimo Weyes Blood está poniéndose cada vez más épico, político y encantadoramente demencial. “Man, ¡esa Weyes Blood! Quiere robarme el lugar y no tiene talento. ¡No sabe ni bailar, es horrible!”, dice un muñeco animado en el video de la canción “It’s Not Just Me, It’s Everybody”. Es un celular vestido con ropita de marinero que habla indignado frente a una cámara y de espaldas al espejo de su camarín. Enseguida el mango de un bastón lo atrapa y se lo lleva de tirón como en una escena de Looney Tunes, y sobre las escaleras de una mansión barroca aparece de lo más espléndida y tranquila ella, también vestida con detalles de marinera, jugando con ese bastón como una actriz de los años cincuenta y bailando sobre las ruinas y los muertos de un mundo terminado. Y es cierto que es bastante patadura, pero su voz flotando sobre el piano y los arreglos lujosos de cuerdas, la belleza mística y el carisma irresistible la llevan a robarse la apocalíptica escena mientras canta, como si nada, “No soy yo/ son todos”. Esa fue la manera en que Weyes Blood dio a conocer su último disco, And in the darkness, hearts aglow, el trabajo editado en noviembre del año pasado que vino a confirmar su lugar como una de las estrellas en ascenso más atrapantes del pop actual.
Un pop con un toque excéntrico, claro está. Al fin y al cabo estamos hablando de alguien que dio sus primeros pasos en la música sobre los márgenes más distorsionados de la canción en la escena noise de Pennsylvania, una de las tantas ciudades en las que Natalie vivió a partir de la vida nómade con la que su familia acompañó a su padre, un rockstar devenido pastor cristiano pentecostal. “Un número bailable de distopía technicolor y canibalismo tecnológico”, describió ella en sus redes al video que termina con el muñequito animado comiendo las entrañas animadas del cadáver de una actriz, todo sobre las tablas de un escenario destrozado en el que Natalie posa sentada y sonriente con un premio de fútbol americano.
“Al fin le dieron el trofeo por todas las cosas y el dolor que atravesó”, dice uno de los primeros comentarios en YouTube del video. “Solo ella sabe por lo que tuvo que pasar”, responde otro. “¿Qué le pasó?”, pregunta un curioso. “Están haciendo referencia a la letra de otra canción”, ilumina alguien por fin. La canción a la que hacen referencia es “Mirror Forever” y pertenece al celebrado Titanic Rising, editado en 2019 como primera parte de una trilogía que continuó con su nuevo disco. La tapa de aquel trabajo mostraba una recreación del dormitorio de adolescente de Natalie hundido bajo el agua, ella flotando con los pies despegados del suelo y vestida con jean y remera. Y mientras el concepto de aquel disco giraba sobre las derivas de hacerse adulta ante la inminencia de una catástrofe (que finalmente llegó, aunque no en forma de agua), And in the darkness… trata sobre las maneras de reconstruirse tras el desastre. En una entrevista contó que se trata de un disco post-ruptura sentimental, mientras que en un largo comunicado que escribió para la presentación del disco señaló que esta segunda parte de la trilogía es una novela romántica distópica que trata sobre la sensación de estar “suspendidos en la inestabilidad y la alienación algorítmica de una gran incógnita, tanteando en la oscuridad de un cambio inevitable”. Una marinera navegando entre los restos del caos personal y universal.
John Cale comparó la voz de Weyes Blood con la de Nico y -quizás nostálgico- le pidió si podía cantar como ella cuando la invitó a participar en el tema “Story of Blood” de Mercy, el disco sintético y fantasmal que el galés editó a fines de enero de este año. “Improvisamos mucho en el estudio y así nació la magia”, contó Cale sobre la colaboración. Un año antes, Lana del Rey la había invitado a cantar en el cover de Joni Mitchell “For Free”, homenaje a la icónica cantautora con la que suele compararse a Natalie. “Sin las canciones de Joni no sería quien soy”, señaló ella, mientras que sobre Lana dijo: “Cambió mi perspectiva acerca de cómo una cantautora puede mantenerse fiel a su musa y a la vez operar a nivel mainstream sin dejar de intentar cosas nuevas cada vez”.
Nacida en 1988 en California, la historia que la llevó a convertirse en Weyes Blood podría comenzar con un sueño que tuvo su padre a comienzos de los ochenta. Sumner Mering era por entonces un incipiente proyecto de estrella new wave, un joven y atractivo rockero de vincha que venía de grabar un disco para el sello Elektra producido por Jack Nietzsche (mano derecha de Phil Spector) y que había tenido romances fugaces con -justamente- Joni Mitchell o Anjelica Huston. En el sueño Sumner estaba en el asiento de atrás de un auto detenido en medio de la ruta. En el estéreo sonaba “Radioland”, el hit de su disco. Adelante, en el asiento del conductor, estaba su novia (luego madre de Natalie) y en el asiento de al lado estaba el diablo. Poco después el joven dejó tanto su carrera musical como sus andanzas románticas, se casó y comenzó a involucrarse con la iglesia pentecostal hasta finalmente convertirse en pastor.
En una entrevista reciente, Natalie contó que tenía seis años de edad cuando su padre les contó a ella y su hermano que había sido una estrella de rock. “Siempre tocaba la guitarra en la iglesia. Un día nos sentó y nos mostró algunas de sus canciones. Fue muy loco, mi cabeza hizo un click: ‘¿Papá era un rockstar? ¿¡De verdad!?”. En 1999 la familia se mudó de California a Pennsylvania. Ella comenzó a alejarse poco a poco de la fe cristiana y a los quince adoptó su seudónimo, que tomó de la novela Wise Blood de Flannery O’Connor: “Me atraía la idea de la Sagrada Iglesia de Cristo sin Cristo, ese concepto me voló la cabeza. Quería alejarme de la religión pero todavía tenía esa arquitectura vacía dentro mío, y mi modo de adoración se centró en la música”. Poco después empezó a meterse en la escena noise que había nacido en galpones abandonados de la ciudad. “Mis primeras incursiones en la música y la cultura se dieron en esos lugares que se caían a pedazos y que mucha gente alquilaba para crear su arte extraño”, contó.
Tras participar en bandas de esa movida como Satanized (algo que no hizo mucha gracia a sus padres), ni bien cumplió 18 decidió regresar a California. En el camino vivió durante un tiempo en una carpa en el desierto de Nueva México, ganándose la vida a través de la elaboración de tinturas artesanales extraídas de plantas salvajes. Ya en California se unió a la banda Jackie-O Motherfucker, y bajo el apodo Weyes Bluhd grabó en 2007 su primer disco solista, Strange chalices of seeing, un CDR de noise rock mayormente instrumental en el que comenzó a cantar a cuentagotas. El paso clave llegaría en 2011 con el EP The outside room. Ahí modificó levemente su alias a Weyes Blood y comenzó a revelar su talento como compositora más clásica, con piezas de un folk lisérgico de arreglos barrocos y voz de una cualidad ancestral, todo entre nieblas de ensueño y letras en las que cantaba cosas como “No me extrañen/ estoy del otro lado/ soy libre”.
“Su voz comenzó a ser cada vez más prominente hasta florecer completamente, pero todavía sigue siendo esa freak que amo”, dijo de ella la cantautora Meg Duffy, una de las invitadas en And in the darkness… junto a la arpista Mary Lattimore, el baterista Joey Waronker y el músico electrónico Daniel Lopatin (Oneothrix Point Never). “En la escuela me trataban como la rara, el pelo bien corto y ruido todo el tiempo en el walkman”, contó Natalie a The Guardian. Luego de The outside room comenzó a trabajar sobre melodías de un folk cristalino con una voz más cálida, despojada del eco sombrío de los anteriores, y letras en las que comenzaba a mostrarse más frontal desde lo político. “Mi familia, mi escuela y mi país/ me dejaron complicada, preguntándome por qué/ nacemos para comprar, morir/ y cambiar nada”, cantaba en “Land of Broken Dreams”, de su LP The innocents (2014), editado a través de la discográfica independiente Mexican Summer al igual que Front row seat to earth (2016). Esos discos comenzaron a ganarle el reconocimiento que llevó a Sub Pop a ficharla en 2018, y en enero del año siguiente llegó Titanic Rising, la primera parte de su trilogía.
“A Lot’s Gonna Change” (“Mucho va a cambiar”), avisaba desde el título de la canción de ese primer disco con su habitación inundada. “Siempre consideré a los dormitorios como una extraña iniciación en la sociedad para los adolescentes occidentales”, contó. “Y es inadecuado de muchas maneras, ¿no? Una cápsula aislada en la que llegás a tus propios conceptos de la realidad basados en la imaginación. Es fácil disociarte de la realidad, y de eso trata el disco: esa extraña iniciación en la adultez y los masivos problemas impersonales que nos afectan directamente”. “Mostrame dónde duele”, cantaba en esa primera canción del disco en el que comenzó a refinar su pop de cámara con toques de soft rock. The Carpenters, Nico, Harry Nilsson y Brian Eno se mezclaban como influencias en un pop radial setentero que llevaría al álbum a ser elegido entre los mejores de la década pasada por sitios como Allmusic o Pitchfork, que lo describió como “Una oda sentimental sobre vivir y amar bajo las sombras de la tragedia”.
“Felicitaciones. Destruiste algo que considerabas hermoso, y es solo el comienzo. Con amor, NM”, dice el sobre interno de And in the darkness, hearts aglow, el disco que la llevó en diciembre a ser elegida por la revista Spin como artista del año. “Mi primer impulso siempre es destruir lo que hago. Cuando terminé Titanic lo primero que pensé fue ‘¡El próximo va a ser mi Metal Machine Music!’”, contó, haciendo referencia al disco más radical y provocador de Lou Reed. Pero un puñado de canciones que habían quedado inéditas y otras que aparecieron en sesiones nocturnas al piano durante la pandemia la llevaron a cambiar de idea. Igual que Titanic, su nuevo disco fue co-producido por Jonathan Rado -mitad del dúo Foxygen- y grabado en los mismos estudios de Los Ángeles en donde los Beach Boys crearon Pet Sounds, una influencia que resuena a lo largo del disco. “Es la arquitecta de su propio sonido, lo que hace es absolutamente singular”, contó Rado. “El centro armónico del que nacen sus melodías es muy diferente al de la mayoría. No sé de dónde viene, quizás de esa mezcla entre coros de iglesia y drones de música noise”.
“Nunca quise emular la música de los setenta ni me interesa la nostalgia. Me gustaría que lo que hago fuera como una máquina del tiempo hacia un lugar en el futuro que se sienta familiar”, contó Natalie. El resultado musical de ese viaje va desde la calma folk de Laurel Canyon (“Grapevine”) al pop barroco (“It’s Not Just Me”), todo entre cadencias a lo Brian Wilson (“Children of the Empire”) y momentos de una calma dulce desbaratada en cuanto canta cosas como: “Dicen que lo peor ya pasó/ pero para mí apenas comenzó”. Su favorita del disco es “Hearts Glow”: “Es una canción romántica que escribí en tiempo real mientras me enamoraba, si se pone aburrida parémonos sobre nuestras manos para compensar”, bromeó en vivo. “No sabemos hacia dónde vamos/ mientras buscamos amor en los lugares equivocados”, canta en esa canción. El final de la bellísima “God Turn Me Into a Flower”, con sus melodías celestiales y su paraíso de aves con cantos sintetizados, da posible cuenta del tema que, según contó, abordará en el disco que cerrará la trilogía: la esperanza. “¿Qué cosas te llevan a tener esperanza?”, le preguntaron. “Hay algo valioso en dejar que ciertas cosas mueran para que otras nuevas nazcan”, respondió ella. Y concluyó: “Esa es la única manera de que al fin llegue algo que podamos llamar bueno“.