A Pasqualino Taricani

Caminaba como era mi costumbre por la orilla este del parque de la ancianidad, para confirmar la continuidad de lo real, cuando decidí que reposaría en uno de los escalones del anfiteatro griego. La tarde de ese día no tenía previsto ningún destino, sólo mi hábito de recuperar los recovecos de mi barrio de origen que me traen la sensación extraña de que el tiempo no ha pasado. Allí permanece para mí la esencia de la Sexta, más allá de los cambios perceptibles de algunos de sus rasgos y en verdad, debo hacer un esfuerzo para no visualizar sobre Chacabuco, en la cuadra que culmina en la escalera que da a la bajada, el partido de fútbol con la pelota de trapo que duraba horas. 

Guiado por esa suerte de gravitación personal crucé la avenida para desechar la nostalgia y aferrarme a mis experiencias presentes, a la incesante progresión de la tarde y atenuar el calor de la jornada, que justificaba la ausencia de gente. El parque ofrecía una tímida brisa que en cualquier caso mitigaba la luz del sol que delataba su esencia blanca, no amarilla, sobre la esencia verde de la gramilla y las hojas de los árboles.

Llevaba como es mi absurda costumbre, como una suerte de fetiche del que no puedo desprenderme, un libro: “El sofista” tratando de recuperar absurdamente, qué debe haber sentido Platón al construir ese libro. Por lo general, la filosofía de una época se convierte en literatura en la siguiente, ya que las ideas de una generación constituyen el drama, la novela y la poesía de la generación siguiente. Al sentarme sobre uno de los escalones más alto, tuve la impresión de que me acomodaba a un espacio distinto, como si en ese simple movimiento hubiese reconvenido la flecha habitual del tiempo y fuese un habitante de un espacio atemporal, incluso a pesar de observar esa imagen tan rosarina del río que arrastra consigo nuestras vivencias y nuestras imposibilidades. Para colmo, como si emergiese del recóndito pasado, un hombre cuyo atavismo revelaba algo anacrónico, se me acercó. Se llamaba Teodoro. ¿Usted también aguarda la llegada del extranjero? Preguntó. ¿Del extranjero? Repetí extrañado. Sí, dijo. Llega siempre cuando culmina el crepúsculo. Aparece como un fantasma por las gradas, desciende hasta la avenida y cruza hasta el puerto, se acerca a los muelles y nos interroga acerca de nuestra subsistencia… a nosotros, los que vivimos de la pesca.

Algunos creen que es un Dios que viene a examinarnos, pero yo sé que es un hombre que gusta de fundamentar lo que razona. Es más difícil reconocer a un filósofo, que a un Dios. La primera vez, nos advirtió de los políticos, de los sofistas. Debemos explicar, dijo, lo que es un sofista ya que vale más extenderse sobre el concepto definiéndolo, que sobre el nombre sin definirlo y en toda definición es mejor ejercitarse sobre los objetos más pequeños para arribar luego a los más complejos. Para ello propuso revisar el concepto “pescador de caña” que está al alcance de todos nosotros, hombres del río. ¿No es el pescador de caña un artista?, preguntó. ¿Y las artes no se dividen en dos especies? Las de cosas que no existen y se crean y la de cosas que existen y son parte de la ciencia, artes que proporcionan por palabras o por actos, las cosas existentes y que son parte del arte de adquirir. A las primeras las nominamos dentro del arte de hacer. Es obvio, enfatizó, que la pesca con caña pertenece al arte de adquirir y este, continuó, se divide en el consentimiento mutuo o por la fuerza, y la fuerza por combate o por la caza, y la caza se aplica a los seres inanimados o los animados y así hasta arribar al personaje del sofista, aquel cuyo oficio consiste en enseñar para ganar dinero.

Es curioso, dije que de la caza y la pesca se dirija al sofista, como si fuese alguien a quien le corresponde el correlato suspicaz de quien está a la pesca. Y sí, confirmó Teodoro, el sofista practica un arte como el pescador de caña; es cierta clase de caza, la de los animales andadores, y entre estos, los animales salvajes o los domesticados del que sobresale el hombre por ser susceptible a la persuasión… Y para persuadir no es tan necesaria la verdad como la verosimilitud. No es difícil que el sofista elabore acerca de una misma vivencia diferentes relatos, ya que ha sido el ejecutor de una manera de hablar, de una retórica y todo lo que le es inherente, lo cual es importante porque una lengua no tiene fin. Es como una red en el que cada término que mencionamos, se nos representa al unísono el opuesto o el contiguo. Si digo recuerdo, involucro memoria y olvido, si digo madre, involucro hijo.

Tal vez estamos ligado indefectiblemente a una naturaleza doble agregué…

Es probable, comentó Teodoro, desde el principio de los tiempos, no nos ha bastado lo que se presenta ante los ojos, sino lo que oculta o lo que creemos que oculta y para colmo, con el agravante de que la realidad no es verbal, aunque sea imprescindible para expresarla. Parece evidente que las palabras existen porque existen las cosas y que por ellas se nos revela el mundo, incluso aquello que no tiene una entidad definida.

Lamentablemente por ellas, también hemos consentido en un laberinto en que muchas veces nos perdemos, agregué. Entonces, Teodoro se extendió como si fuera un anacrónico Bergson: Un concepto se crea para resolver un problema, pero cualquier concepto extático, como imagen mental, impide pensar; por otra parte, más allá de la condición física del tiempo, éste interviene profundamente en nuestros procesos mentales ya que siempre se vinculan a un antes y a un después, lo que implica desde el vamos una partición, incluso una partida. Hablando de partida, dijo: vayamos hacia el norte.

Lentamente como progresaba la sombra de la noche nos fuimos acercando a los clubes de pesca sólo que en un momento Teodoro desapareció, pero su voz seguía sonando. Pensé en nuestra necesidad de recurrir siempre a la unidad brillante para explicar un comienzo, aunque nada o casi nada parece participar de lo único como tal. Arriba, todavía sobresalía la luz de Aldebarán, en el ojo del Toro, inevitable para todo lo que se propaga en la tierra…Pensé en los primeros que presentaron la semilla como germen de una diversidad posible, tomada como una partícula que enterrada se despierta en el árbol o el cultivo ya consistente en la presencia que hace pensar la inestable y prodigiosa variabilidad de lo oculto. ¡Y desde una semilla! Cómo si todo el Universo fuese la producción de un elemento mínimo. ¿Acaso la idea no parte de comprender una diferencia…o acaso la semilla como la cosa primera mínima no se distingue del árbol y de sus variedades. No graba en nuestra percepción: “El árbol” diferente de “este árbol” con lo cual se establece la operación partitiva, la escisión que tiende progresivamente a regular nuestras maneras, a distinguir lo auténtico de lo que no lo es, en medio de tantas incertidumbres y dudas, pero si había algo cierto en esta noche, unánimemente infinita y brillante por las redes que tejían las estrellas, era el misterio de que yo estuviese allí impulsado quizá sin darme cuenta por la lectura de un diálogo, distinguiendo desde lo alto de la barranca, a los primeros pescadores disponiéndose a su paciente tarea, sin percatarse tal vez del arte misterioso que se agita en sus manos cada vez que la línea les devuelve una presa.