El cuento por su autor

    En el año 2012, empecé a escribir una columna llamada Check In para la revista LaMujerdeMiVida. Ricardo Coler, Amalia Sanz y Sergio Olguín (director, editora y jefe de redacción, respectivamente) me habían propuesto que escribiera una columna fija. Me pareció una chance excelente para casar dos obsesiones de toda la vida, dos pasiones, más bien, que nunca aflojan: los hoteles y las vidas de escritores.

Prueba de que me gustan los hoteles, y hasta qué punto, es que los sueños son realizaciones de deseo y yo sueño con hoteles.

En cuanto a las vidas de escritores: las empecé a leer de chica, contagiada por la fijación de una abuela. No creo que ella misma fuera consciente de que tenía una manía literaria y de que esa manía recortaba un género, pero visto en perspectiva, era así. Su biblioteca estaba llena de biografías y autobiografías. Inevitablemente, muchas eran de escritores o estaban excelentemente escritas por ellos, como un gaje feliz del oficio. Intrigados por cómo habrían vivido sus precursores, las escritoras y los escritores a veces escribían biografías de los demás o escribían las propias, para entenderlas, quién sabe.

De esta manera empezó mi columna que cruzaba biografías de escritores y hoteles. Ese fue el envión y hoy, tantos años después, sigo con los escritores y los hoteles (recorriendo vidas y cuartos de todo tipo con la imaginación), pensando en un libro de historias. Comparto tres, de tres ciudades distintas, de hombres que escribieron más o menos en la misma época. Y me quedo pensando si en esos años ya se había inventado el fabuloso cartel que dice NO MOLESTAR.

El Cairo, Hotel du Nil, 1850

Flaubert se despide de Egipto en un hotel del Cairo, escribiendo notas de viaje a altas horas de la noche. Le dicen Abu Schenep —padre de los bigotes—, y se viste con camisa árabe y tarbuch. En un rato salen con su amigo Du Camp hacia Alejandría, Palestina, Siria y el Líbano. Tiene veintiocho años. Vino enfermo de sífilis pero está convencido de que se infectó en esta ciudad de un lujo opaco, inolvidable. Se lleva un gran recuerdo, el material de su leyenda erótica secreta: la noche que pasó con Kuchiuk Hamné, puta fuerte y bebedora, y el miedo a olvidarse de cómo era su cara. Ya se dedica a recordarla en este hotel regenteado por un ex actor cómico llamado Bouvaret, que decoró los pasillos con caricaturas recortadas de una revista europea. Empieza a recordarla y presentir que su imagen se borronea al mismo tiempo, y lo que le gusta es eso.

En la recepción, estos días, se cruzó con viajeras de dinero, jeques, changadores flaquitos que corren a vaciar los orinales. Durmió en este hotel cuando llegó a Egipto y aquí pasa las últimas noches antes de irse. La simetría lo enloquece. “Debido a la tristeza de la partida, siento la alegría que debía haber tenido al llegar”, escribe.

Los trámites y los sociales, la comodidad del hotel y el hecho de irse lo descolocan después de meses en el Nilo y el desierto. Le cuesta encajar de vuelta como si nada en su mundo de salón. Entró en Luxor con piedras en la mano para defenderse de los perros salvajes. Quisieron desembarcar porque les daban miedo los cocodrilos pero no bajaron porque les dijeron que los ladrones de la orilla también podían matarlos. Le compraron por diez piastras a un hombre las trenzas de sus esposas, bordadas en una especie de telar. En los patios de las casas, encontró avestruces piojosas. Tuvo que abrirse paso a manotazos entre pilas de momias. Todo esto, se entiende, contribuye a un esplendor agotado, que él absorbe fumando en paz, con una felicidad extraña, de sabio o melancólico. En Esna durmió con Kuchiuk Hamné. Llegó hasta ella. A las mujeres como ella, se llega, y como pasa con frecuencia, lo llevó otra.

Lo llevó Bambeh, una mujer flaca que fue a buscarlos al barco. La seguía una oveja como un perrito faldero. Al rato, Flaubert y sus amigos vieron a Kuchuick, impresionante, bailando a contraluz. Tiene un incisivo cariado y un olor fuerte, que lo marea. Baila la Danza de Taza y la Danza de la Abeja. La casa tiene patio, alfombras y chinches. En El Cairo, Flaubert había estado con una chica afeitada, de sexo “seco y graso” y tuvo que “hacer el amor con intérprete”. Y después estuvo con otras chicas, cada una un mundo, y con todas necesitó un traductor. Pero ella es distinta. Tiene letras tatuadas en el cuerpo. Flaubert durmió con el dedo enganchando en sus collares “como para retenerla si despertaba”. No hizo falta el traductor. Se despidió de ella y después de unas semanas volvió a Esna para verla. Pero las cosas habían cambiado. La ovejita de Bambeh se había muerto. La ciudad le pareció opaca y triste y Kuchiuk también. Entiende que él siempre va a acordarse de ella pero ella nunca va a acordarse de él.

Hay lealtades del alma, tan fuertes que dan celos terribles, y esta es una. Tan fiel es Flaubert a esa noche y esa mujer imaginada que al tiempo sale a defenderla de los celos de su amante, Louise Colet, cuando le da a leer estas notas de viaje. Louise Colet se burla de Kuchiuck, picada por los comentarios maliciosos del mismo Flaubert, y él contesta: “A mí eso era lo que me encantaba; su olor nauseabundo se mezclaba con el perfume de su piel chorreante de sándalo”.

Pero esta noche está solo, no le muestra su diario de viaje con la descripción del baile de la Taza y la Abeja a Louise Colet. Esta última noche egipcia, se da cuenta de que va a extrañar a la bailarina, decide extrañarla, y siente una nostalgia rara, anticipada. En una carta a un amigo, escribirá: “¿Por qué estas ganas melancólicas de volver a Egipto, remontar el Nilo y encontrarme con ella?”

Oye los gallos, le arden los ojos y siente el “estremecimiento del amanecer”. “¡Hinch Alá!”, escribe a las 4 horas y 6 minutos de la mañana. Y se despide de la ciudad.

En el recuerdo de Maxime Du Camp, Flaubert encuentra el nombre para la protagonista de su nueva novela mientras recorren Egipto. Se le ocurre jugando con el apellido del patrón del hotel: Bouvaret, Bouvaret. “¡Va a llamarse Emma Bovary!”, le dijo Flaubert en una canga, atravesando el Nilo.

Knokke, Bélgica, 1900

Hay escritores que después de reclamar durante años silencio y soledad para trabajar tranquilos, deciden escribir un libro con un colega que también necesita soledad y silencio para trabajar. Es lo que pasa con estos dos señores que tratan de reanimar una novela en la habitación del fondo del sexto piso de un hotel de Knokke, en Bélgica. Empezaron a escribirla en Inglaterra con un entusiasmo sospechoso, a lo mejor maniaco, y ahora se les muere de insuficiencia argumental. Como son dos cinturones negros, se dan cuenta de que algo falla. Y en vez de abandonarla la trajeron de viaje como si fuera un cuerpo delicado, que es lo que se hace con los seres queridos que se apagan en esta época de balnearios y retiros de montaña. Los escritores son Conrad y Ford Madox Hueffer, a quien hoy conocemos como Ford Madox Ford, gracias a su futuro seudónimo circular.

En unos años estarán peleados y ya gestan la ruptura en este hotel donde se alojan con sus hijos y sus mujeres, Jessie y Elsie, que se llevan pésimo, anticipando el futuro y causándolo un poco. Madox Hueffer siente, de hecho, el latido del rencor. Conrad lo trata como a Bill, la pobre lagartija de Alicia en el País de las Maravillas. Pero su queja es secreta y controlada. Los ceniceros están llenos, hay una mesa plegable. Se divierten, creen en la literatura, Madox Hueffer cree en Conrad, tienen planes.

Abajo, los pasajeros van hasta Holanda por la playa en veleros sobre ruedas, por la sola y deportiva compensación del récord. Se juega al ecarte y el dominó. Hay una cantante wagneriana y un director de orquesta. Hasta ahí va todo bien, pero la arena desnivela la postal. Se mete “en el tintero, en la máquina de escribir”, también en las canchas de sand tennis, claro. El mármol resbala como hielo. Para consolarse, comparan la situación con Brujas, de donde huyeron con sus familias, espantados por las campanadas, los nenes que vivaban a los Boers, la comida y los pasajeros de la pensión inglesa -y eso que a Conrad lo que más le gusta, más que el mar y los libros, son los ingleses-. Knokke fue un recurso de último momento para salvar las vacaciones. Tienen bajas expectativas y eso mejora todo. Están mentalizados para navegar el capítulo 4 y el 5 de la novela. Ya tienen el final y ahí van, sorteando bancos mentales de arena. Pero esta noche pasa algo que Conrad, el veterano de la vida, no está preparado para enfrentar: su hijo Boris está mal, es tan chico y de pronto está muy enfermo.

En el mar y los libros Conrad no pierde el temple, pero ahora tiene miedo. Sobrevivió un naufragio, comandó un barco con caníbales, y ahora está perdido. Le da un ataque de gota psicosomática, le vendan las muñecas. Una vez cruzó el Congo a pie, sonaban los tambores, había esqueletos, hasta vio un cadáver en pose pensativa, y no se echó atrás. Es duro por polaco y práctico por inglés, pero ahora gruñe y va de una punta a otra de la habitación. Está aterrado por su hijo, furioso porque no puede escribir. “La verdad, viejo, es que me volvería loco si no escribe por los dos”, le dice a su amigo, y lo incita a escribir una escena de piratas aunque su amigo no sabe nada de barcos y olas. Madox Hueffer se esfuerza. Busca médicos, salva y acuna a Boris, se gana la aprobación temporal de Jessie Conrad, escribe la parte donde el protagonista salta de una soga con la heroína en brazos. Cuando le lee a Conrad lo que escribió, a Conrad le duele la cabeza, no le gusta.

De esta noche, Conrad dirá: “Todo el hotel estaba conmocionado”. No contará mucho más porque a él no le gusta hablar de intimidades. El que cuenta todo en detalle, y de paso se desquita, es Madox Hueffer, por supuesto. Lo cuenta en un texto entrañable porque es un gran escritor, siempre lo fue, y además tuvo un gran maestro.

La cantante wagneriana se llamaba Benny van der Meer de Walcheren, cuenta Madox Hueffer. Solfeaba en la recepción y el comedor y hacía temblar los vidrios en la habitación del fondo del sexto piso. “Su voz”, dice, ”competía con el viento del Mar del Norte”.

Jacksonville, Hotel Saint James, 1896

Parece una ironía, o una secreta provocación, elegir un hotel famoso, el mejor de la zona, para registrarse con un alias pero este huésped se hace pasar fácilmente por un tal Samuel Carleton ni más ni menos que en el gran hotel Saint James, a lo mejor porque es escritor y está acostumbrado a los seudónimos y las maneras de decir en general. Su verdadero nombre es Stephen Crane y en breve zarpará hacia Cuba. Tiene planeado reportar el alzamiento de los cubanos contra los españoles. En realidad hasta parece natural que alguien como Crane se registre en un hotel con un nombre falso. Por algo es el genio oculto que sopla entre líneas, el escritor que le da el primer plano a la historia, el autor ausente, de una caballerosidad tremenda con sus creaciones.

Aquí está entonces, en la Florida húmeda, este joven veterano que exploró de punta a punta la peligrosa calle Bowery de Nueva York. Ya se dio el gusto de cruzar el Lejano Oeste y conoce en carne propia el verdadero miedo. Una vez dijo “basta de decir lo que uno piensa, mejor escribo lo que siento”. Tiene ojos celestes saltones y los dientes arruinados. Es fanático de los niños, perros y caballos. Uno de sus mejores amigos es, de hecho, su queridísimo caballo Peanuts. No le gusta esta ciudad que parece “hecha con cartón sucio por unos bebés lunáticos” pero tiene sentido del humor. En este momento derrapa desde Nueva York hacia Cuba, de la buena fama literaria a las calumnias de farándula. Meses atrás, en Manhattan, rescató por la calle a una prostituta de un policía corrupto y ahora la policía se la tiene jurada. Así que cuando se registra como Samuel Carleton se está protegiendo. Y también lo hace porque lleva setecientos dólares en oro para los cubanos de parte del sindicato de prensa.

El tiempo nos ubica en la ventaja del futuro. A Crane lo espera el naufragio del barco que lo lleva a Cuba, y a nosotros, la suerte de que ese naufragio le haya inspirado su cuento El bote. También lo espera, todavía, su trabajo como cronista en la Guerra Greco-Turca. En Inglaterra será recibido con los brazos abiertos. Lamentablemente, tiene tuberculosis. Escribirá historias maravillosas, como La novia llega a Yellow Sky y El hotel azul, hablando de hoteles, que resuena como un pariente lejano y anterior de El sur, de Borges. Es joven, está lleno de imaginación y de proyectos, apenas tiene veinticinco años y morirá dentro de cuatro. A Samuel Carleton le queda, en cambio, toda la vida por delante porque Samuel Carleton es solamente un nombre, una invención de Stephen Crane, una obra suya.

Crane, o mejor dicho Samuel Carleton, sale del hotel Saint James y da un paseo por los barrios bajos de la costa. Es un escritor famoso, de esos que habitan la mente de cientos de lectores como un amigo susurrado, pero estamos en 1896, y los escritores todavía son más una presencia inmaterial que una cara para las personas, así que nadie lo descubre ni lo reconoce. Le gustan las grandes olas de la playa y el mar picado y oscuro al fondo. Pasa por los bares preferidos del gran traficante de armas Napoleón Bonaparte Broward. Camina “callado, sin aportar aventura” mirando atentamente los paseantes y los grupos de pescadores de esponjas. Ve mansiones vaciadas por la Fiebre Amarilla. Pasa delante de unos cuantos burdeles.

Se mete en uno que se llama Hotel de Dream. La madama es rubia, petisa, fortachona, divorciada, ya pasó dos veces por las armas de hecho, y le lleva unos años. Se llama Cora Taylor o Misses Stewart, depende, porque ella también maneja varios nombres. Enseguida se ponen a conversar. Ella es una gran lectora y quiere escribir. Hablan sobre libros. Cora leyó un libro de Crane, que Crane le dedicará hoy mismo, dentro de unas horas, con estas palabras: “Para un encanto sin nombre”. Pero antes, tiene que desenmascararse, para que Cora no lo tome por un farsante. Cuando se da cuenta de que Cora lee sus libros, Crane decide presentarse con su verdadero nombre. Es uno de esos momentos en que la verdad puede sonar como una mentira y por Cora está dispuesto a correr ese riesgo inverosímil. En realidad, le dice, tiene algo que confesarle. No se llama Samuel, se llama Stephen. Y aunque no pueda creerlo, él es el mismísimo Stephen Crane.

Así que cuando Samuel Carleton empujó la puerta de entrada del Hotel de Dream hace unos minutos, comenzó un gran cambio en la vida de Stephen Crane. Y en la de Cora. Y en la de esa otra entidad que son Cora y Stephen, y que acaba de nacer. Después de este encuentro en el Hotel de Dream, no van a separarse. Miren, sino, lo que él le escribe:

“Eres mi amor

Eres un templo

En ese templo hay un altar

Y en ese altar está mi corazón”.

Stephen Crane y Cora Taylor hablan de libros y bailan en el Hotel de Dream. Después el señor Samuel Carleton regresa a su cuarto del hotel Saint James para dormir.