La Audiencia Nacional de Barcelona ordenó que el jugador brasileño Dani Alves continúe preso sin fianza en la cárcel de Brians 2 hasta la apertura del juicio en el que es acusado de presunta por violación. Los magistrados consideran que existe un riesgo "elevado" de fuga a Brasil, donde no existe tratado de extradición entre los dos países. Los cargos en su contra incluyen diversos delitos de agresión sexual contra una joven de 23 años en la discoteca Sutton de Barcelona. En el informe policial la víctima declaró: “Fui al baño y Dani Alves me siguió, y me metió dentro de un lavabo minúsculo. Yo le dije que quería salir. Me dijo que no podía irme, que le tenía que decir que era su putita. Le dije varias veces que parase. Me agarró de la cabeza y me acercó con fuerza con la idea de practicarle una felación, pero no lo logró. Entonces, me abofeteo con violencia, me tiró al suelo, y me violó”. Por el contrario el jugador niega conocer a la joven, asegurando que su relato parte de “una invención en un intento por enriquecerse”. La acusación sostiene que las pruebas del caso “son diversas y no parten solo de la declaración de la víctima”.
Resultó sorprendente con la violencia y la negación en que se cosificó de inmediato a la víctima por sectores allegados al testorecente universo futbolístico y ámbitos militantes de la derecha y la extrema derecha. La acusación de cuestionar su comportamiento fue el arma arrojadiza con la que imposibilitar la argumentación misma. La toxicidad que genera la sospecha sobre cada acto de violencia de género permite a estos sectores considerar que la víctima puede ser instrumentalizada por otros “verdugos” ideológicos. No hay nada bueno, ni verdadero, ni reconfortante en ser víctimas y la mejor noticia que puede traer una política emancipadora es que podemos dejar de serlo. ¿Qué significa entonces reconocer a una víctima? Lo contrario de habilitar cualquier posibilidad de utilizarla a nuestro favor. Reconocer a la víctima no es investirla con privilegios epistemológicos, es, al contrario, independizarla de toda pretensión de razón y verdad.
La igualdad por la que muchas mujeres luchan tiene que ver con corregir precisamente la cosificación del otro, sea hombre o mujer, a favor de unas relaciones personales profundas y ricas, donde el semejante no sea considerado un mero objeto, fragmentado, funcional, un producto diseñado para nuestro uso. Defender la igualdad de todos los interlocutores en una argumentación racional es defender también la pluralidad de las víctimas y conservar para toda víctima su estatuto de sujeto político necesitado de ser cobijado por las instituciones. La igualdad es caminar hacia una convergencia de géneros que trascienda los mandatos y los roles establecidos.
Las bondades del cuidado de los vínculos, la atención a los afectos, la empatía, la consideración del otro y la reflexividad afectiva, unos valores que pretendíamos universalizar, choca contra esa resistente masculinización ideológica, autoritaria y deshumanizante que homogeniza a la baja. Resistirse al empuje de esa corriente homogeneizante es mucho más costoso que dejarse llevar por ella. Pero educar en la igualdad no es universalizar los peores valores, sino transformarlos, oponernos desde el pensamiento crítico a ellos, crear imaginativamente nuevas formas de ser humanos que amplíen el espectro de las diferencias, sin renunciar al derecho inalienable a la igualdad.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979