En aquellos años ahora remotos no andaban los teléfonos. Parecerá imposible en una sociedad más o menos desarrollada del siglo XX, pero era así. No existían los celulares y los teléfonos no funcionaban. O lo hacían cada dos por tres durante la semana y desaparecían el viernes por la noche o el sábado por la mañana para reaparecer, con un poco de suerte, el lunes. Alquilar o comprar un departamento con teléfono instalado en Buenos Aires traía un costo adicional, una parte tan natural del precio como los metros cuadrados o la vista a la calle. Departamento sin teléfono era garantía de estar desconectado por un año o dos hasta que, a veces por contactos y coimas, se conseguía uno y se celebraba con el fervor del que gana un premio de lotería.
Cómo llegamos a ese punto es un misterio, seguro que no ayudaron los 13 gobiernos que había habido desde 1955, cada uno con sus propios directorios, mandos medios, acomodados, incondicionales y chupamedias. El rumor era que la mayoría de los elencos que traía cada golpe de estado o elección trucha se perpetuaba en otras partes del servicio formando un submundo de capas geológicas superpuestas y enfrentadas, de grupos internos de poder: así no había empresa que aguantara. El desbarajuste se hizo crítico con los milicos en el 76, justo en la peor época, no era fácil sobrevivir con ese sistema desquiciado, extraña mezcla de Kafka, Borges, Tato Bores y Teatro del Absurdo. Todos los días había llamadas de vida o muerte, situaciones al filo de la navaja que muchas veces terminaban fatal porque no funcionaba no sólo el teléfono propio sino el público o el de los cafés, restaurantes y pizzerías a la redonda.
Como es de imaginar, teníamos hábitos preventivos de época. Los fines de semana uno levantaba el tubo para ver si tenía tono. Si había, se podía esperar la llamada siempre que la otra parte tuviera acceso a un teléfono, algo imposible de saber. Por eso a veces, cuando no había tono, uno llegaba a sentir alivio y resignación: las cosas serían así ese sábado y domingo. Al mismo tiempo, como suele decirse, la esperanza es lo último que se pierde. El tono podía retornar: los milagros a veces ocurrían. La cuestión era qué hacer cuando no existía esta intervención de la providencia porque no era nada fácil interpretar el silencio.
No había garantías, por ejemplo, de que el llamado pactado hubiera ocurrido. Pero si uno suponía que no había sucedido, ¿era por una decisión personal o por un hecho involuntario (teléfono descompuesto o patota)? Ni qué hablar de la importancia que podía tener el llamado: ¿era una confirmación de rutina sobre planes existentes o algo mucho más urgente y desesperado?
En esas estaba un sábado de 1977, contando los minutos, levantando el tubo para verificar que no me habían sacado el tono. No tenía idea si había alguna carrera importante ese día, el rumor más repetido era que se robaban las líneas para pasar apuestas, aunque también había una teoría más técnica, que el sistema estaba sobrecargado y como no se invertía, había caídas de tensión en distintas zonas. Aquella vez parecía andar de suerte porque había tono, pero tampoco estaba para descorchar champagne porque pasadas las 12 Patricia no me había llamado. Lo habíamos decidido: esperaría hasta las 12:10, ni un minuto más.
Las reglas eran estrictas, pero difíciles de cumplir a rajatabla sabiendo que al otro podía haberle ocurrido alguna desgracia telefónica. Por eso y porque no quería irme solo, esperé de más. La angustia sobrevino a las 12:15. De pronto la desgracia fue completa. Mi propio teléfono había enmudecido: por más que colgara y descolgara no podía recuperar el tono.
Miré el bolso, el dinero, mis documentos: barco a Montevideo, avión a Madrid. No sé por qué se me había ocurrido que era la manera más segura, quizás porque a unos cinco kilómetros de Ezeiza había un cordón de soldados que controlaban a los pasajeros y familiares que fueran a la despedida, quizás también porque en Montevideo tenía un tío con contactos que me recibiría y guardaría unos días. Pero de pronto todo era hipotético: no había tono. Me quedé mirando el teléfono como quien invoca a un Dios propicio, quizás la divinidad mensajera de los griegos, Hermes, que yo conociera no había ninguna similar en el mundo occidental y cristiano del que quería salir pitando.
El sonido que rompió esa mezcla de espera y desasosiego no fue el teléfono: fueron tres timbrazos del portero eléctrico que tuvieron la estridencia de una sirena de ambulancia o un reloj alarma. Patricia estaba nerviosa, apurada. Su teléfono había fenecido a media mañana, los del barrio tampoco andaban, así que había decidido venirse. Tenía todo: documentos, bolso, un poco de dinero. En el camino le había agarrado la paranoia de que la seguía la patota. Había hecho maniobras de contra-seguimiento, no podía garantizar que los hubiera desorientado, le parecía que sí, pero ni siquiera estaba segura de que estuvieran detrás de ella. Salí primero. Con suerte a mí no me tenían fichado. Ella podría vigilar desde la ventana para ver qué pasaba. El resto era el plan original: nos encontraríamos directamente en el barco, actuaríamos como si no nos conociéramos.
Mi salida y el temido cruce de inmigraciones portuarias anduvieron bien. Una vez en el barco comenzó una espera peor que la del departamento porque sólo podía mirar la hora, la gente que subía al barco, los que estaban despidiéndolos y los que vigilaban posibles fugitivos. Llegué a extrañar el teléfono descompuesto, a hacer un movimiento pavloviano de búsqueda antes de darme cuenta de que estaba en otro lugar y seguiría estándolo de aquí en más. ¿Se habría arrepentido a último momento? Habían sido semanas de dudas tortuosas. Patricia no tenía claro un destino lejos de Argentina, el horizonte siempre le parecía desolador: vacío, tristeza, melancolía.
Me aterraba, por supuesto, la posibilidad más siniestra, que la hubieran chupado a la salida de mi departamento, que le hubieran sacado el dato con esa tortura al paso que solían hacer en los Falcon para ganar tiempo. Imaginaba a las bestias chupándome antes de que el barco zarpara o avisando a Uruguay para que los hermanos orientales me recibieran con sus espantosos brazos abiertos. Tampoco podía descartar el azar, la trivialidad: que un embotellamiento hubiera demorado el taxi.
Con ese barullo de conjeturas recorrí varias veces la borda antes de que el barco zarpara, unas cuantas veces más mientras Buenos Aires empezaba a achicarse hasta reducirse a un punto perdido. No sabía su apellido. Por seguridad, no teníamos teléfonos de familiares o amigos. Sólo tenía ese nombre suyo o prestado que se iba borrando igual que la ciudad. No volví a Argentina, no supe más de ella. Internet, Facebook y las redes me llevaron a laberintos sin salida. Todo había quedado estancado en otro mundo, en otro tiempo. También yo: todavía hoy siento la sombra de aquel día aciago.