Cuando me preguntan qué pienso sobre la corrupción suelo decir, respecto de su frecuencia, que debe haber más hechos de los que sabemos pero menos de los que imaginamos.
En efecto, es harto improbable que tengamos noticias ciertas sobre cuanto hecho de corrupción suceda, ya que por su propia naturaleza se desarrollan sin visibilidad. Agreguemos a ello la variedad posible de actos, pequeños o de gran magnitud, que podrían incluirse en la categoría corrupción así como también la diversidad de actores que suelen participar (funcionarios públicos de toda jerarquía y particulares, también, con diferentes grados de poder). De todos modos, no nos extendamos sobre estos aspectos que son bien conocidos y sobre los cuales, hace solo un par de días en este mismo diario Mempo Giardinelli lo describió mejor que yo (“La corrupción como cáncer”).
Bachelard sostuvo que lo real no es jamás lo que podría creerse sino lo que debiera pensarse, afirmación que a mi juicio posee gran profundidad. Salteándome los intrincados debates acerca de aquello que llama lo real, conservemos lo siguiente: para decir sobre la realidad habremos de tener dos caminos, lo que podemos creer o lo que debemos pensar. Volvamos, pues, a mi frase inicial y entendemos mejor, entonces, la diferencia entre más de lo que sabemos y menos de lo que imaginamos.
Es que, probablemente, el deseo en la imaginación y el deseo en el pensamiento (o el saber) proceden según operaciones bien diferenciadas.
Para decirlo brevemente, lo que debemos pensar, como bien lo enuncia Bachelard, posee ciertos requisitos (y por ello dice debemos), tales como la coherencia lógica y el ajuste a los hechos (los analistas solemos decir, por ejemplo, que la clínica es soberana). En cambio, lo que podemos creer consigue llevar nuestra imaginación hacia afirmaciones y extremos que exceden, por mucho, cualquier realidad concreta.
Viene en nuestro auxilio una sentencia de Freud: “No se ha demostrado en otros campos que el intelecto humano posea una pituitaria particularmente fina para la verdad, ni que la vida anímica de los hombres muestre una inclinación particular a reconocer la verdad. Antes al contrario, hemos experimentado que nuestro intelecto se extravía muy pronto sin aviso alguno, y que con la mayor facilidad, y sin miramiento por la verdad, creemos en aquello que es solicitado por nuestras ilusiones de deseo” (Moisés y la religión monoteísta).
Hasta aquí solo se trata de una reflexión sobre la tasa de ocurrencia de este tipo de delitos, pero aun resta dilucidar un conjunto amplio de problemas, entre otros, cuáles son las causas de la corrupción y cuál es la función que tiene su difusión para el manejo de la opinión pública.
Quiero, entonces, detenerme en este último punto, a saber, los destinos del problema de la corrupción cuando éste cobra, como ya desde hace unos años, una notoria centralidad en la agenda de los medios periodísticos. Ello es tan así que gran parte del periodismo de investigación o periodismo (presuntamente) crítico se concentra especialmente en dicho tema, en la denuncia de sucesos –reales o no– de corrupción.
Señalemos, entonces, que de ese modo el periodismo de corrupción (pues ya no es de investigación) cumple con determinadas funciones y metas, entre ellas:
a) Concedamos que, en alguna medida, persigue la tarea de una denuncia acorde, esto es, exhibir ante la opinión pública determinados hechos o, al menos, indicios que, verosímilmente sugieren la posible comisión de un delito.
No obstante haber aludido recién a lo que se exhibe ante la “opinión pública”, es sabido que esta no es algo que está allí, algo dado, sino que, por el contrario, es construida, producida e inducida, tarea en la cual el periodismo tiene un rol determinante. Podemos, una vez más, recurrir a Freud: “Supongamos que en un Estado cierta camarilla quisiera defenderse de una medida cuya adopción respondiera a las inclinaciones de la masa. Entonces esa minoría se apodera de la prensa y por medio de ella trabaja la soberana «opinión pública» hasta conseguir que se intercepte la decisión planeada” (Inhibición, síntoma y angustia).
b) Llegamos así a una segunda función o, tal vez, una cualidad particular: la exageración. Por esa vía las noticias sobre supuestos hechos de corrupción le sustraen una cuota de lugar al periodismo de espectáculo, especialmente cuando este tipo de noticias se alejan del mundo de la cultura y se sumergen en los escándalos, rumores y chismes. La exageración, pues, excita nuestros sentidos, despierta nuestra curiosidad y, por qué no, cierta morbosidad que no es ajena al masoquismo toda vez que despabila cierto goce en el displacer.
c) A su vez, como el periodismo hegemónico suele responder a los intereses de un sector específico, la profusión de notas sobre corrupción tiende a desconocer la que pueda desarrollarse en dicho sector. Con ello, en cierta medida promueve el mecanismo de la desmentida toda vez que ofrece una información que captura la percepción y la desvía de un fragmento de la realidad.
d) Una cuarta función consiste en la despolitización, esto es, se opera un reduccionismo por medio del cual las políticas públicas de un gobierno son desestimadas y solo se lo evalúa, por así decir, jurídicamente. Entiéndase que no estamos señalando que no deben sancionarse los hechos de corrupción sino, más bien, el riesgo que entraña la despolitización. A modo de ejemplo, no hace muchos días en Brasil se habló intensamente de la condena judicial a Lula, al tiempo que poco y nada se decía de la reforma laboral que traerá ingentes perjuicios para el conjunto de los trabajadores.
e) Esta judicialización de la política se acompaña, por otra parte, de un deslizamiento hacia la condena moral, de lo cual derivan otros dos peligros: por un lado, ya no solo la despolitización sino la sanción prejudicial, una condena pública resultante solo de nuestros prejuicios y creencias; por otro lado, la figuración de soluciones ingenuas. En efecto, resulta notable –y contradictoria– la gravedad que se le atribuye al problema de la corrupción (en cuanto a su expansión y su larga existencia) mientras que simultáneamente se pretende suponer que condenando a los miembros de un grupo específico se resolvería el asunto. Se observa así que esta modalidad de manejo de la opinión pública promueve una perturbación del pensamiento.
f) Por último, y en consonancia con lo ya expresado, que sin duda podemos llamar propaganda basada en las denuncias de corrupción, se procede a la estigmatización en tanto y en cuanto el otro (rival político) ya no es alguien que representa otras orientaciones o expresa otros intereses, sino solo un criminal. Más aún, últimamente se ha pretendido colocar bajo el paraguas de la corrupción no solo a ciertos políticos sino a los trabajadores desocupados, a los manifestantes, a quienes reciben un subsidio, etc.
¿Se robaron todo?
La acusación que reza “se robaron todo” es la nada misma. En efecto, si se tratara de una acusación razonable, el “todo” debería contener, al menos, una cuantificación ya que hasta el más necio admitirá que ese todo no existe, es mera ficción.
Supongamos, entonces, que decimos que el robo no abarcó al “todo” sino, probablemente, a algunas cifras que por grandes que sean no son “todo”. Por caso, pensemos en las valijas de López o algún otro caso (siempre habrá que hablar de casos fehacientemente demostrados).
Arrojemos una cifra al azar, cualquiera, y digamos que se ha demostrado que hubo corrupción, por ejemplo, por 100 millones de dólares. Un montón, es cierto. Pero está muy lejos del “todo”. De inmediato escucharemos que nos gritan: “Ah, claro, ¿entonces no es corrupción? No importa si es un dólar o mil millones, es robo igual”.
Y es cierto. Robo es robo. Pero entonces, ¿por qué no limitarse solo a los casos concretos? O mejor aun, ¿por qué la frase no es “han robado algo” en lugar de “se robaron todo”?
Decir, entonces, “se robaron todo” en lugar de “robaron tal cosa” tiene una sola función: estigmatizar y, por lo tanto, neutralizar cualquier debate.
Curioso rol el del acusador que se funda, exclusivamente, en un inexistente “todo” y que se autoexime de fundamentar su acusación. Paradójico fenómeno, pues no pueden decir “se robaron algo” porque ya suena a poco, pese a que argumentan que robar un poco o mucho es robo igual.
Terminemos con la posverdad
Hace tiempo se ha vuelto recurrente hablar de la posverdad. Quizá sea un vicio de mi parte, pero suelo desconfiar de esos términos nuevos que, súbitamente, se ponen de moda y a los que se alude una y otra vez. Voy a exponer, entonces, tres razones por las cuales dicho término a mí no me resulta adecuado.
1) En primer lugar, la construcción de un nuevo concepto (si bien, éste no es tan nuevo) debe justificarse, debe fundamentarse la necesidad de su construcción. Esto es, debe mostrarse que hay un tipo de realidad, hecho o situación que se ha detectado y que ningún otro concepto da cuenta de ello.
Al menos hasta donde yo he escuchado y leído, no se justifica usar el término posverdad dado que todo lo que designa ya se ha nombrado y descripto con numerosos otros conceptos (mentira, ficción, falsedad, banalización, etc.). Asimismo, al reunir todos esos fenómenos bajo un solo término, creo, pierde cierta sutileza en la diferenciación de los problemas;
2) El segundo problema, y en la misma línea de la pérdida de sutileza, he notado que en ocasiones se utiliza el término posverdad para aludir ya sea a la falsedad, ya sea a las posibles interpretaciones divergentes de un hecho; cual si fuera lo mismo “pensar diferente” que “mentir”. Es decir, como la realidad no es una entidad fija, objetiva, sino que es materia de perspectivas y subjetividades, a veces se recurre a la idea de posverdad cuando, en rigor, se trata de aquellas posibilidades de divergencia;
3) Por último, también intuyo que se habla de la posverdad cual si fuera el nombre de una época (como cuando se habla de la posmodernidad) y, creo yo, así se ha instalado no como si fuera una idea que permite diferenciar lo falso de lo genuino, sino como un supuesto de época, como si nos dijeran, “en este tiempo no creas nada, ya que nada es real”.
En síntesis, intuyo que la difusión interminable de presuntos hechos de corrupción y la fanática manía de hablar de la posverdad son dos fenómenos emparentados; uno que nos hace creer que un montón de mentiras son verdades, el otro que pretende hacernos creer que toda verdad es mentira.
* Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de los libros Psicoanálisis del discurso político (Ed. Lugar) y Trabajo y subjetividad (Ed. Psicolibro).