El cuento por su autor

Desde hace mucho tiempo tengo una enfermedad que avanza lenta e inexorablemente. Una parte de mi actividad académica y como escritor en la que trabajé intensamente la hice ya con ella. El fruto fueron varios libros, algunos cientos de artículos en revistas y periódicos, dirección de institutos y proyectos de investigación, docencia universitaria en el país y en el exterior, asistencia a congresos y seminarios internacionales en lucha permanente con mi enfermedad, sobre todo en los últimos años. Esencialmente fue afectada mi capacidad motriz y ahora ya casi no puedo caminar.

Pero estoy igualmente lúcido y aproveché las tecnologías de internet para seguir dando algunas clases, investigar y escribir. Este texto es una forma literaria de relatar los comienzos de mi enfermedad como si fuera un cuento policial y de misterio y de reanudar el contacto con mis lectores.

Soy amante de las novelas policiales, especialmente de Raymond Chandler y Dashiell Hammett en adelante y de los relatos de terror de Poe y de Stephen King y creo que no me costó mucho expresar mis temores internos recurriendo a una trama que recuerda a esos autores.

Por otra parte, cumplo con la trayectoria de los cuentos de verano de Página 12, situando el escenario en una playa de la costa argentina en un ya remoto verano y no tuve que imaginar mucho porque allí se produjeron los primeros síntomas. Espero que mis fantasmas, que combinan dolor y humor en partes iguales sean comprendidos por el que lee estas páginas. Es mi forma de curarme en salud.

El ayudante Park

Hacia el fin de año había participado en la persecución de una banda de traficantes de droga muy peligrosos y a uno de ellos lo había enfrentado a los puñetazos, con la agilidad que me daban mis años de boxeo y entrenamiento policial y, aunque satisfecho de haberlo finalmente detenido sin usar mi arma, me sentía muy fatigado. Era un buen detective de policía, pero ya estaba cerca de mi retiro. Los años me pesaban.

Por suerte en enero se vinieron las vacaciones. Tomé mi auto y me dirigí raudamente a una pequeña ciudad de la costa atlántica donde esperaba descansar de mis tribulaciones y recuperar fuerzas. Lo único que quería era poner mi mente en blanco, fundirme en el paisaje de arena, cielo y mar hasta que mi figura desaparezca como en una pintura abstracta y se transforme en un punto, un cubo o un cuadrado azul, rojo o morado. Pero no lo iba a conseguir.

Era el atardecer. Estaba sentado semi dormido en uno de esos incómodos sillones blancos de mimbre cerca de la orilla del mar. Veía el ir y venir suave del agua, cuyas olas se desvanecían al llegar sobre la arena húmeda y luego absorbían casi desmayadas la vuelta del eterno líquido que regresaba por su mismo impulso o por la vergüenza de mojar algo distinto: una multitud de pequeños pies de niños corriendo a favor y en contra de la corriente.

En ese momento, cuando se me había caído al suelo un aburrido best-seller de un escritor en decadencia, ideal para cubrirme la cabeza del sol o para aumentar por la noche el fuego de mi chimenea hogareña, sentí su presencia por primera vez.

Ese alguien o algo me tocó la espalda y pensé que si no era un ladrón (no podía serlo lo único que yo tenía puesto era un short desteñido y mojado) sería la muerte que por fin venía a buscarme, aunque nunca me dio bola cuando la había llamado. Noté que el dedo gordo de mi pie derecho golpeaba rítmicamente la arena sin poder frenarlo y no era siguiendo una melodía que se me metió en la cabeza, sólo un repiqueteo sordo y monótono que atribuí a la temperatura en descenso o al miedo a lo desconocido que me empezó a acuciar.

—No te atrevas a levantarte (aunque igual no podía) –-me dijo el que me agarraba por la espalda, y agregó–: Soy tu ayudante Park y vine para quedarme contigo para siempre.

Moví con esfuerzo la cabeza hacía atrás, hacia uno y otro lado. Mis brazos parecían estar aferrados al respaldo de la silla y no me obedecían, quizás del pavor que tenía, aunque estaba acostumbrado a criminales y mafiosos, pero nunca habían podido tomarme por sorpresa y menos aún ser invisibles. Sin embargo, la voz insidiosa me taladraba el oído y hasta tapaba el rumor persistente del mar.

Me sentía paralizado y los chicos que corrían a mi alrededor con una pelota de goma jugaban por encima mío al "loco", ese futbolista que por más que quería no podía agarrar nunca la bola. Mi voz, quizás quebrada por el temor a eso que tenía detrás, no me salía para gritarles que se marcharan. Pronto el sol enrojeció más, la cara ya me ardía y del mar llegaban brisas frescas que indicaban el pronto anochecer. El resto de mi cuerpo cada vez más aterido iba adquiriendo un color azulado.

--No podrás levantarte si no te lo ordeno o te ayudo yo mismo.

Mi dedo del pie derecho golpeaba ya sobre la arena como si ésta fuera un tambor. Ese fantasma, vaya a saber de que época venía, me estaba en verdad enloqueciendo, o quizás el fantasma era yo mismo que impulsaba mis movimientos sin darme cuenta. El dedo de mi pie seguía repiqueteando y ahora lo acompañaban también algunos dedos de mis manos.

--Date por vencido, de ahora en adelante te acompañaré siempre, como un guardaespaldas, te haré caer al suelo y te levantaré mientras mis fuerzas me den para hacerlo, te sostendré cuando parezcas un borracho, te protegeré de tipos inoportunos que pasen a tu lado para atropellarte.

Seguí sin ver a nadie detrás mío y pensé llamar directamente a un médico amigo, un psicólogo, pensando que en un futuro próximo sería en el "loquero" un compañero más de Napoleón III o de un fastidioso Groucho Marx, cuando no de Minguito Tinguitela o de un verdadero asesino de labios sonrientes y ojos siniestros, con el cuchillo ensangrentado (de mi propia sangre) en su mano. No estaba todavía en mi cabeza la sensación de ser el perrito de una gorda pintarrajeada que me mostraba, atado en una cadena, a sus viejas amigas como si fuera su última conquista.

Estos pensamientos caminaban como hormigas por mi mente, mientras el tal Park me tenía bien agarrado. De pronto me soltó y se echó a reír, lo que me alivió al menos por un minuto. La playa estaba quedando desierta y yo seguía amurado a la silla y golpeteándola con manos y pies. Pronto noté que mi cabeza también se movía sin haberlo querido. Ya no me importaba ver a mi captor porque sabía que eso era imposible.

–No tengas miedo –me dijo–, levantate despacio que te ayudo.

–Qué mierda vas a ayudarme si no existís o no te veo.

–Existo, existo, estoy dentro de tu cerebro y puedo serte de gran utilidad.

Yo ya parecía un verdadero demente hablándole al aire y los pocos bañistas que salían del agua o los últimos futbolistas que quedaban no sabían si dejarme así o llevarme con ellos a alguna enfermería, daba lástima. Quizás pensaran también que era un cómico saltimbanqui y después del espectáculo les pediría plata, por eso los más tacaños corrían de vuelta hacia el mar o hacia otro lado para alejarse de mí. La mayoría eran turistas de medio pelo que no tenían para comer por la noche más que una pizza o una hamburguesa con coca.

Recién entonces, el coso ese me levantó de la silla a la fuerza y nos dirigimos hacia el muelle.

–Vamos que es tarde –me apuró la voz– y te puedo ser útil. A los Park & Son, de la famosa agencia de inspectores cerebrales, no se nos escapa nada ni nadie, menos aun una actitud altruista o un buen negocio.

Estaba más rendido que por haber corrido una maratón de 42 kilómetros y le hice caso. Caminé como pude, temblando, sobre la arena ya fría y llena de porquerías. Veía que el muelle de cemento donde había dejado mis cosas se estaba alejando de mí en vez de acercarse. Iba zigzagueando sostenido por ese fantasma, al que por fin tenía que reconocer que existía, aunque no lo viera. ¿No sería un criminal, un depredador sexual o un maniático? Pero estaba en sus manos y no podía hacer nada, sólo me quedaba distraerme un poco pensando en cómo describir lo que me pasaba en un informe a la comisaría más cercana.

–De ahora en adelante seré tu ayudante de por vida–, agregó, con una sonrisa que no podía ver, ni adivinar, aunque la sentía.

Sabía que estaba atrapado por él, pero no entendía por qué y para qué. Adivinando mi pensamiento, claro que por eso estaba metido en mi cerebro, me contestó enseguida.

–No te aflijas hay compañeros míos mucho peores, pero con tu imaginación y mi conocimiento de la gente lo que tú no veas a tus espaldas lo veo yo y te lo voy a señalar haciéndote hacer un movimiento de cabeza para desconcertar a cualquier interlocutor.

Como no lo veía y no sabía si creérselo o no, me relajé un poco, debía ser una maldita pesadilla, había tomado píldoras esa noche porque padecía de insomnio y me dije que pasaría pronto, aunque por el momento la tenía conmigo como si fuera un cuchillo amenazando mi garganta. Pensaba angustiado en mi trabajo con malandrines, drogadictos, prostitutas, asesinos, donde mis movimientos desordenados me impedirían accionar normalmente.

También me sería más difícil tragar la comida o besar tranqui a una tipa que me gustaba, pero con un ayudante siempre a mi lado podría quizás dedicarme a escribir la novela que siempre quise hacer. Por ahí ese molesto de Park me serviría de algo.

Cuando por fin en el muelle pude pararme, no sentí su aliento ni vi nada a mi alrededor que se pareciera a él. Entonces, una fuerza misteriosa me empujó, tropecé con una piedra y caí desmayado sobre el piso de cemento del muelle, que por suerte estaba cubierto de arena.

Cuando me desperté era el amanecer y el sol ya quemaba con vigor la playa. No vi cerca mío a nadie y creí que todo era un sueño, pero, de golpe, mi cabeza comenzó a moverse rítmicamente y descubrí justo allí al borde de la rambla el cadáver de una joven mujer que parecía sonreírme. Tirada en la arena su cuerpo sensual lucía una bikini, pero ya no podría atraer a nadie.

Por suerte, por la hora temprana, no había gente, en los alrededores. Y mientras mi cabeza giraba de la muchacha hasta el mar sentí la voz que me decía: –Aquí tienes el primer caso de tu nueva etapa, raro que la mataron a tu lado.

Volví instintivamente la cabeza para tratar de ver de dónde provenía, aunque sabía que era inútil,

–Pudiste haberlo hecho vos mismo, insistió la voz misteriosa.

El cuerpo me temblaba ahora de rabia, estaba indignado.

–Por supuesto que no, estúpido, le contesté mentalmente.

Mi acompañante invisible no me respondió y pareció esfumarse. Dejé pasar un rato y algo aliviado por su desaparición volví de nuevo a recordar mi trabajo habitual de detective de policía. Con ayudante o sin él iba a resolver el caso.