Desde Berlín
Un buen festival de cine no está solamente para darle lugar a las estrellas de Hollywood –que las hay las hay aquí en Berlín, desde la presidenta del jurado Kristen Stewart hasta Steven Spielberg, que fue homenajeado con un Oso de Oro a su trayectoria- y a los cineastas ya consagrados, con quienes siempre es importante reencontrarse a partir de nuevos capítulos de sus obras. Un buen festival también está para presentar nombres nuevos y miradas diferentes, o descubrir cineastas hasta ahora desconocidos o escasamente difundidos y a quienes luego habrá que seguir de cerca.
En este sentido, la edición 2023 de la Berlinale –que finaliza este sábado con la entrega de premios de la competencia oficial y las secciones paralelas- fue pródiga y generosa. Y si en la diversidad –geográfica, cultural, generacional incluso- hubiera que encontrar un punto de coincidencia entre films muy distintos entre sí, habría que hablar de eso que Goethe llamaba “el triunfo de la sensibilidad”, esa cualidad especial que tienen ciertos artistas para percibir el mundo circundante.
Sin duda es el caso del belga Bas Devos, autor de una maravilla titulada Here (Aquí), que forma parte de Encounters, la sección competitiva que el director artístico del festival, Carlo Chatrian, creó especialmente a su llegada en 2019 para albergar films valiosos pero también pequeños, frágiles, que podrían sufrir en una sala tan apabullante como el Berlinale Palast, reservado para la competencia oficial y las galas.
Es cierto que Here no es –ni mucho menos- la opera prima de Devos (39 años), que ya había estado un par de veces antes en la Berlinale en secciones paralelas y también en la Quincena de los Realizadores de Cannes 2019. Pero con su nueva película demuestra que se trata de un cineasta en pleno dominio de su arte, capaz de hacer un gran film con mínimos recursos, apenas un par de personajes y locaciones, a las que le suma su delicadísima sensibilidad y también, por qué no, una mirada política.
La anécdota no podría ser más simple: un joven trabajador rumano en Bruselas está por regresar temporalmente a su país y para vaciar la heladera antes de partir prepara con las verduras que le quedan una sopa para compartir con sus amigos, también albañiles inmigrantes. Pero en el camino se tropieza con una chica de origen chino que está en un parque recogiendo y estudiando musgos silvestres y comienza a interesarse por ese mundo que late bajo sus pies sin que él nunca antes lo hubiera advertido.
De eso se trata el film de Devos: de ver lo que habitualmente no vemos, de encontrar las conexiones profundas no sólo entre las personas sino entre las personas y aquello que nos rodea, empezando por la naturaleza, por pequeña que sea. Es también la película de un europeo que ve lo que otros europeos no ven o no quieren ver: que en los cimientos de sus sociedades hay gente de otros orígenes que construyen no sólo edificios sino también conocimientos y lazos sociales.
También en Encounters llamó mucho la atención The Cage Is Looking for a Bird (La jaula está buscando un pájaro), opera prima de la joven directora chechena Malika Musayeva (31 años), que contó con el apoyo de la fundación que lleva adelante Aleksandr Sokurov y de donde salieron antes films de otros grandes directores noveles, como Kantemir Balagov y Alexandr Zolotukhin. Otra vez, lo que habitualmente se conoce como trama es mínima: una adolescente de un pueblo rural checheno se enfrenta al fin de su bachillerato y en su familia ya están haciendo los arreglos para prepararle una boda, con alguien que ella ni siquiera conoce, porque es de la ciudad.
La película no transcurre sin embargo en tiempos remotos –una breve, sutil escena en un cementerio sugiere que los muertos allí enterrados corresponden a la llamada Segunda Guerra Chechena (1999-2000)—pero da la impresión de que en esa región nada cambia. Y que muchas veces son las mismas mujeres –la madre y la abuela de la protagonista, por caso- quienes sin proponérselo consolidan las costumbres más atávicas. Lo valioso del film de Malika Musayeva, realizado íntegramente con actrices no profesionales (los hombres casi no existen en el film, están en un todopoderoso fuera de campo) es la delicadeza y la ternura con que la directora trata este tema tan simple y a la vez tan complejo, sin caer jamás en condenas ni reduccionismos, apelando no sólo a la expresividad de los primeros planos sino también al paisaje que va dejando sus huellas en esos rostros.
Por su parte, la película del debutante cubano Luis Alejandro Yero (34 años) Llamadas desde Moscú, presentada en el Forum del Cine Joven, es un prodigio de síntesis y elocuencia, una vez más con mínimos recursos y locaciones. Cuatro jóvenes cubanos gay viven casi recluidos en un departamento de Moscú. Mientras intentan encontrar trabajo en línea o conseguir una salida a Europa, pasan el tiempo entre chats de ida y vuelta con amigos y familiares en La Habana.
El uso del espacio es particularmente creativo en el film: dentro del departamento (que hasta el final no vemos en su ínfima totalidad), los cubanos son ellos mismos, mientras que del exterior solo se ven vastos edificios grises de monoblocks cubiertos de nieve. El ascensor es el único contacto entre estos dos espacios opuestos, y ya allí los cuatro muchachos gay tratan de parecer heterosexuales. El director Yero utiliza únicamente planos fijos, muy bien compuestos pero jamás formalistas. La duración de cada plano siempre parece la mejor posible. Y el diseño de sonido también es magnífico, basado apenas en los ring tones y las conversaciones telefónicas –muchas veces en off- de los personajes.
Es notable como el director Yero (también editor y productor) logra dar testimonio de su época con tan pocos elementos: los movimientos migratorios, la persecución a los homosexuales, la pandemia y la guerra en Ucrania aparecen en su película de una manera tan sutil como poderosa.