En los '90, en una de las tantas visitas de Ricky Martin solventada con plata dulce, lo golpearon con una botella mientras daba su show. Eso se decía. "Queremos que se lleve nuestro recuerdo en el cuerpo", podrían justificar las primeras armys: los clubs de fans, con carnets y juntadas de carácter cuasi partidario. En 2009, cuando Radiohead se colocó en la cúpula de los recitales más inolvidables de la historia local (sí, ESE 24 de marzo), a Thom Yorke le tiraron una Converse, que algunos recuerdan haber visto en MercadoLibre al día siguiente. Otros decían ser amigos del autor del sacrificio. Leyendas urbanas que en retrospectiva presagiaban algo de los nuevos vínculos en el espectáculo.

Mucho más cerca en el tiempo, Jhay Cortez hizo un Luna Park semi vacío que de todos modos sirvió para el desarrollo del absurdo. Un seguidor +30 se subió de queruza al escenario y, si bien el reggaetonero manejó dignamente la interrupción, abrazándolo cuando una balada empezaba a sonar, la persona rechazó su mirada porque la prioridad era otra: chequear el encuadre de su celular para el video.

El tour actual de YSY A adopta tonos grandilocuentes que trascienden su poder lírico. El rapero repudió el lance de un pibe que subió al escenario con un alegato digno de su delirio megalómano: "El escenario es sólo para el artista". Es triste cómo en la búsqueda de un sonido propio que retome la tradición rioplatense, Alejo no puede despegarse de valores que en la época dorada se respetaban.

YSY no solo te trae unos (muy buenos) tangos, en el fuelle del acordeón se entiende clarito: de lo nuestro lo mejor, pero también lo más rancio. Es como si todos esos años de construcción de un mito, del auge del freestyle en las plazas y su consecuente fogoneo del sentido de comunidad, de la génesis del "movimiento", se borrasen de una sola barra.

► La fantasía del vínculo simétrico

Como citan las compartidas notas de Vice y Dazed: a Mitski directamente le pidieron que le escupan en la boca; mientras que Steve Lacy se fue antes de un recital después de que la gente enardeció solo con su hit Bad habit, trend en Tik Tok; y el clima terminó de enrarecerse con una cámara de fotos volando hacia él. Fuera del escenario pero igual de delirante: Bad Bunny, cansado de las intromisiones, le arrebató el celular a una chica que le quería robar una foto e hizo patito con el teléfono en el río.

El éxtasis por subir de dimensiones en las que se puede catar a un artista es tan viejo como la pasión. Es la transición del fondo de pantalla (generaciones atrás encarnado por el póster de habitación) al cuerpo idéntico del video. Una imagen por la que se apuesta para engordar los views mientras se forma una curva perfecta entre el movimiento de la mano para picar papitas y el paso a la boca para ver, sin píxeles ni ediciones renacentistas, la propia oralidad del objeto de análisis.

De la versión de estudio a la gracia impredecible del vivo. De observarle los gestos de memoria y pretender que los repita como si fuese un tic, con imperativo de marioneta, como si fuésemos los alguaciles de su anatomía.

Como si el tag de ídolo viniese con una garantía implícita de vínculo simétrico. Como si existiese un contrato irrenunciable en donde las cláusulas "jamás bajo ningún aspecto demostrar el mínimo interés en cambiar de estilo", "mantener el semblante por más que se estén pasando por situaciones personales de posguerra" y "entregar cada fibra corporal" sean puntos trascendentales.

Es la intensidad de un prenupcial: si el pacto se quiebra, toda esa energía devota deberá transferirse a otra fuerza del show business. Cuando quizás hace 10 años lo más osado era ver a pibas en corpiño comiendo Toddy's cuando Babasónicos encaraba el primer acorde de Putita. Y revisionismo histórico urgente a las queridas nenas de Sandro...

► Covid y circo

La lógica diría que después de tanta espera (sobre todo con estrellas anglo para quienes Latinoamérica es el último objetivo tanto geográfico como económico) los asistentes de los shows iban a ir a pregnarse de la fascinación propia del ídolo, bukkakeados de luces, sonidos rompe peras y bamboleos de cuerpos. Pero la lógica ya pagó fianza hace rato. El artista vive (en gran medida) gracias al público. O al menos es el puente imprescindible para que el resto de sus posibles franquicias sucedan. Y sus fans proyectan sin advertencias, como si la gratitud tomara forma de un monopolio de consumo.

Es necesario hablar de la generación del material volátil que prefieran, pero: la mayoría de las agresiones que se vuelven relevantes, suelen venir de personas jóvenes, muchas de las cuales comenzaron a probar la droguita recitalera post pandemia. Un batallón de criaturas símil hikikomori salió del papel de burbujas a querer romperlo todo. Quizás la ira pudiese dirigirse en otras direcciones: ¿cuestionarse el valor de las entradas? ¿exigir una uniformidad o coherencia en la comunicación de los festivales? ¿heterogeneidad de line ups y horarios acordes?

En el medio, la propuesta estética de la performance de turno desorienta o acaba incomprendida (la recepción algo chocante de la puesta en escena de C. Tangana en el Movistar Arena en noviembre fue claro ejemplo). Aunque hay que tender un manto de piedad: la cuarentena arremetió hasta con el más histriónico del mundo, ¿cómo no iba a afectar el comportamiento de un adolescente en contextos masivos, y más teniendo en frente a algo con lo que fantaseó gran parte de su vida?

Para muchos ese encierro, en materia de industria, funcionó como una especie de entrenamiento fetichista. El grado de fanatismo --si acaso existe una vara con la cual medirlo-- fue ganando capas de sacrificio heroico, de carrera de egos, de narrativas superlativas. De potestades irrisorias.

Una cuarentena con conexión a internet y elige tu propia aventura. El plan perfecto para muchos montó una dinámica peligrosa y dañina: les hizo creer que por seguir a sus artistas tienen derecho a reclamarles todo. El rectángulo del celular pierde sus márgenes, la conectividad 24/7 borra esa edición social media. La falsa idea de la "vida real" plantea una cercanía ilusoria con el artista, desde la que se exige sin disimulo.

Y hasta puede convertirse en argumento acusatorio cuando las cosas se trastocan: en septiembre asesinaron al rapero PnB Rock mientras cenaba con su novia, y los primeros comentarios a la noticia agredían a Stephanie Sibonheuang por haber posteado minutos antes una foto con la dirección del restaurante.

► Testigos, protagonistas, clientes

El fan construye su multiverso y pobre quien se atreva a cuestionarlo. Al calor del shippeo y las fanfics, los ídolos se carnean a su imagen y semejanza. Competirá a la par de la mismísima Misery Chastain, aunque lo que se persigue tenga más que ver con demostrarse (y enrostrarle al otro) el ser protagonista, que con un sentimiento de pertenencia.

Pero para buscar entre los bolsillos internos de este embarre social se necesita admitir que el problema no es sólo de los más chicos: hay una clara pérdida de la noción de comunidad. ¿Qué tipos de recibos pedir en tiempos donde los compromisos sentimentales se encuentran en jaque? ¿Qué tipo de consensos rifarán los momentos recreativos?

Existe otro tipo de audiencia, contemporánea pero igual de válida: la que percibe los shows como una noche de boliche. Paga su ticket, compra el combo de lo que se oferte en el lugar y baila hasta que sea la hora de irse. No le interesa la calidad del sonido, si el cantante afinó o los bailarines estaban coordinados. Con que suenen un par de bombos y haga mover el culo, la plata estuvo bien gastada. Juzgados por los intensos pero ciertamente menos problemáticos que los primeros. Todos merecen estar ahí.

Síntoma de época si los hay: la falta de profundización del consumo, ante semejante sobrecarga de información. Proponen un picoteo de data que apenas recorre la superficie y carece por tanto de un interés por la obra del artista, su proyecto: se espera que curadores/terceros digan qué es lo que sirve, a qué prestar atención. Por supuesto que esto es una terrible oportunidad de negocio ya capitalizada sin límites (la Bresh, sin ir más lejos).

El público hardcore no se predispone a la sorpresa, acepta impulso sólo si su cantante favorito adelantó la fecha del mixtape o agregó una preventa del merch. Está tan convencido de sus gustos que no quiere discutirlos. Miles de años de historia en blogs y foros nos hicieron creer una fantasía que hoy agoniza, entre el posteo de un rockero empedernido y las quejas de las fans de Celine Dion en las oficinas de Rolling Stone por su ausencia en el ránking de 100 mejores cantantes de la historia.

Tolerancia cero al debate. Fascista como una swiftie que amenaza con incendiar la casa de la periodista que "apenas" calificó Folklore con 8/10. Plataformas infinitas para decir lo mismo. Posibilidades creativas en shows sin límites de presupuesto para acabar poniéndole un coto a la fantasía. Y no, todavía (ni siquiera) hemos visto todo.