En una larga conversación con Página/12, hace años, Daniel Barenboim habló por primera vez de la crisis de la educación musical y de sus consecuencias. Un público cada vez menos dispuesto a escuchar con atención pero, también, a entregarse sin más a la música. Y un arte cada vez más alejado de la gente; cada vez más caro y cada vez más difícil de sostener. En Buenos Aires nuevamente, el pianista y director comenzará este sábado una nueva edición de lo que, más allá de otros nombres más oficiales (“De música y reflexión”, se lo bautizó al comienzo, no sin cierta pomposidad) todos nombran como “Festival Barenboim” y ya se ha convertido en una pieza estable de la temporada porteña.
Habló, por supuesto, y volvió a referirse a la necesidad de educar y generar nuevos públicos. Pero, sobre todo, como buen hombre de acción –o, mejor, como quien no puede renunciar a la acción ni por un segundo– ofreció hechos. Y lo hizo empezando por el propio comienzo. El sábado, a la noche, tocará en la sala del Colón con la gran Martha Argerich. Pero antes, a las 14, ambos brindarán un concierto abierto y gratuito en la plaza contigua al teatro, sobre la calle Viamonte. Luego, a las 20, brindarán un programa dedicado a Claude Debussy que repetirán el domingo a las 17, en la misma sala. Allí incluirán tanto obras de este autor como transcripciones realizadas por él, para dos pianos o piano a cuatro manos, tanto de composiciones propias (el Preludio a la siesta de un fauno y El mar, originalmente para orquesta) como de otros (la Obertura de la ópera El holandés errante, de Richard Wagner).
El programa se completará con Seis epígrafes antiguos, En blanco y negro y Lindaraja. El martes 1 y miércoles 2 de agosto Barenboim ocupará el podio, al frente de la Orquesta West-Eastern Divan y con Argerich como solista en una obra tan atípica como notable, el Concierto para piano, trompeta y orquesta No. 1 en Do menor, Op. 35, de Dmitri Shostakovich. El repertorio tiene, por su parte, el sello Barenboim: en el comienzo de cada una de las dos partes dos obras de Maurice Ravel, la Suite de Mi madre la oca y Le tombeau de Couperin. La primera se comletará con la obra de Shostakovich y la segunda con una composición muy poco transitada y de gran concentración expresiva, las Tres piezas para orquesta, Op. 6 de Alban Berg. Los dos conciertos finales del festival programado conjuntamente con el Colón serán el viernes 4 y el sábado 5. En la primera de estas noches, Barenboim tocará en trío junto con su hijo Michael en violín y el excelente cellista Kian Soltani, con quienes hará tres obras capitales del repertorio para esa conformación instrumental escritas por Ludwig Van Beethoven, el Trío Op.1 Nº 1, el bellísimo Op. 70 Nº 1, “Fantasma” y el monumental Op. 97, “Archiduque”. Y la noche siguiente, nuevamente al frente de la Orquesta West-Eastern Divan, interpretará Don Quijote. Variaciones fantásticas sobre un tema caballeresco, Op. 35, de Richard Strauss (con Soltani como solista) y la Sinfonía Nº 5 en Mi menor, Op. 64 de Piotr Ilych Tchaikovsky. Y el domingo 6 y el lunes 7 repetirá este mismo programa para los dos ciclos de abono del Mozarteum Argentino.
Recién llegado al país dijo, acerca del hecho de tocar a dúo con Argerich, estar muy contento y “muy agrdecido con que ella viniera”. Y habló, claro, del famoso temperamento de la pianista y de su ya proverbial imprevisibilidad. “Ella tiene, sin embargo, ideas muy claras y racionales. Parece todo intuición, pero no lo es: no se puede ser músico sólo por intuición, ni sólo a través de un espíritu racional”, precisó. Barenboim, reflexivo, racionalista, teórico, otorga, sin embargo, una importancia central a la personalidad del intérprete, hasta el punto de ir en contra de la partitura o de las prácticas de interpretación establecidas (como en su manera de encarar a Bach) si eso es lo que siente que la música le está pidiendo. Argerich es su antítesis: impulsiva e intutiva de una manera casi animal, se maneja, no obstante, con un rigor absoluto en relación con lo escrito y, en particular, hace de la precisión rítmica, un credo. Es en ese punto exacto donde ninguno de ellos es exactamente el que parece donde sus dos maneras de tocar se unen; donde ellos encuentran un sonido, un fraseo, una respiración y un impulso que convierte cada interpretación en inolvidable.
Podría pensarse en vidas paralelas. Ambos nacieron el mismo año y recibieron su primera formación como pianistas en una ciudad tan marginal en algunos aspectos como improblabemente central en otros. Los dos fueron niños prodigio e instrumentistas consumados antes de cumplir los diez años de edad. Y cada uno de ellos, él en la infancia, ella ya en la adolescencia, emigraron a Europa. Martha Argerich y Daniel Barenboim volvieron muchas veces a su ciudad natal. Y tuvieron también largos períodos de ausencia. Ella debido a enojos o simple falta de oportunidad –aunque venía de incógnito a visitar a su padre–; él por un entuerto que finalmente resolvió Jeanette Arata de Erize, presidente del Mozarteum Argentino, gracias a sus buenos contactos con la milicia argentina a través de quien fuera su nuera, María Julia Alsogaray: era desertor del entonces obligatorio servicio militar que había creado en 1901 el Tte Gral Pablo Riccheri.
Argerich y Barenboim provienen, además de un mismo tronco estilístico, el de las enseñanzas de Vicente Scaramuzza, si bien en el caso de Barenboim mediadas por su propio padre, que fue su primer maestro, y en el de Argerich, cargadas de conflictos (“él insistía con eso de ‘cantar’ y a mí me encantaba la exactitud rítmica que había escuchado en Fredrich Gulda”, diría en una estrevista con este periodista, en su casa de Bruselas, en 1999). Los dos mantuvieron, por otra parte, un lazo afectivo importante con la Argentina, a pesar de haber desarrollado sus carreras –y toda su vida adulta– en otros países. Y es que tal vez sea cierto lo que afirmaba Rainer Maria Rilke en sus “Cartas a un joven poeta” en cuanto a que la única verdadera patria es la infancia. Pero allí terminan sus similitudes, o por lo menos las evidentes. Y, misteriosamente –y es que en la música nada hay que escape al misterio– en ese fin es donde nace la posibilidad, y el germen, de uno de los dúos más extraordinarios de la historia. Uno y la otra son músicos complejos. Contradictorios. Ambos tienen características sumamente marcadas. Y en los dos aparece un sustrato que, muchas veces, va en sentido contrario de las particularidades más evidentes. Es en esas contradicciones, justamente, donde ambos se unen de una manera incomparable. “El que no encuentra la proporción exacta, no puede ser músico. Eso lo aprendí de Nadia Boulanger, que me enseñó que cuando se ve la estructura de una obra hay que saber infundirle emoción, y cuando uno tiene la emoción de la música hay que saber estructurarla”, explicita él.
Entre sus anuncios, además de anticipar que tiene planes para este festival hasta 2020 y que el 19 de agosto de ese año, cuando se cumplan 70 de su debut en esa sala, quiere “estar arriba de ese escenario”, aseguró que en 2018 dirigirá Tristán e Isolda, de Wagner, al frente de su otra orquesta, uno de los grandes organismos de la vida musical berlinesa, la Staatskapelle de esa ciudad.
Para Barenboim, en rigor, es tan cierto que el pensamiento es una manera de acercarse a la música como lo es la proposición inversa. Y encuentra que la falta de música es, en gran medida un efecto –pero también una causa– de la violencia y la “falta de concierto” entre los hombres. E, inevitablemente, piensa en el sonido: “La leyenda acerca del poder omnímodo del director de orquesta es falsa, desde ya. El poder de un director es administrativo. Decide qué se toca, a qué velocidad. Pero, claramente, no lo toca. Es el único músico que no tiene contacto físico con el sonido. Se habla, en general, del color del sonido pero hay algo fundamental: su peso. Y ese peso es registrable sólo cuando toca uno mismo. El único instrumento, en realidad, es el sonido en sí. Lo demás son las reacciones, propias o ajenas, frente a ese sonido. Las relaciones de las personas con ese ‘aire sonoro’, como lo definía Ferruccio Busoni.”