“¡Papi, papá!” llamaba yo a mi viejo de lejos, gritándole para anticiparme a su silencio o tardanza en contestar, inmerso como siempre en su mundo de soldaduras en el cuartito grisado al fondo de la casa. Cabeza inclinada mientras el humo de lo que unía con un soldador antiguo y un poco de aluminio parecía convertirlo en un dios obstinado que expelía vapores desde sus fosas nasales como un toro.
En esos avatares apenas si contestaba, como si el pegar un alambre con otro lo convirtieran en un técnico superlativo, un astronauta japonés adhiriendo la sinuosa radiactividad cableada a la escotilla de la nave en el medio de un océano astral que lo constituía ese cuartito miserable con olor a veneno para hormigas, un almanaque del ‘45 y jaulitas donde encerraría a sus pajaritos que luego vendería para ganarse unos porotos.
Solo me miraba, como si lo importunase de algo que salvaría a la humanidad entera y era apenas un rejunte de alambrecitos ensartados a una varita de madera. Jaulitas para mixtos. Miserias de pobre, recursos de ratón para ganarse una moneda. Pero no: había salvado ejércitos patriotas de caer al abismo gracias a su caballo. Fue domador de naufragios, liberador de doncellas en torres milenarias, pescador de bagres fabulosos de los que no se tenía memoria, luego de luchar un día entero; había cruzado las Dardanelos para ayudar a los aliados y enamorado a docenas de enfermeras francesas mientras se reponía en un hospital de campaña por las heridas, antes de recibir la Medalla al Valor que pendía en una altura del cuartito, pero creí ver un segundo puesto en bochas en el año ‘49. No me importaba nada desentrañar su verdad. Ni sus anhelos fervientes, ni siquiera sus abrazos nunca dados. Para él no hacían falta: con la palabra o con sus silencios autorizaba o daba órdenes sin pestañar.
Mi papá era un ser de otra dimensión, extraído del fondo de los tiempos obligado a convivir con nosotros, los humanos. Si uno se fijaba bien tenía la marca de unas branquias que ya no se abrían bajo los lóbulos. Más de una vez me inquiría:
-¿Qué me estás mirando vos?
-Las marcas.
-Ya te dije que antes fui un dorado en Colombia hasta que una vez con una red de malla cerrada me sacaron y acá estoy, tuve que aprender a vivir fuera del agua.
Lo que yo intuía eran las costuras de una soga que él mismo, desdiciéndose, me había dicho cuando estuvo a punto de ser ahorcado por los militares pero una dama de la oligarquía lo salvó. Mi tío Tito, más regular y aburrido, contó que se atrancó con un alambrado de chico, allá en el campo y casi se descabeza, el pobre… -Ah, tu viejo, de ahí quedó medio loco.
-Timbre, pá, hay alguien afuera -. Levantó la vista de la soldadura y me observó como si no me conociera.
-Si son los alemanes deciles que yo no tengo ningún tesoro de la guerra, si son del Gobierno deciles que mañana estoy libre para arreglar con los norteamericanos, y si son de la casa de al lado a pedirme que corra la estanciera mandalos a cagar.
-Papi, ya sabés quien puede ser-, le murmuré para alentarlo. Su vieja cara, todavía joven, pareció agobiada por un instante. Aquella advertencia pareció despertarlo: lo primero que hizo fue llevarse la mano a la cabeza para arreglarse los pirinchos que le asomaban por el gorrito de Dixilina. Dejó su arsenal, la llamita del Atanor encendida y se puso una campera ferroviaria que colgaba detrás de él. Después se miró en el espejito con borde plástico, se pasó un peine húmedo. Tenía las manos temblorosas y para que no lo notara se las metió en el bolsillo y por vez primera me miró.
-¿Estoy bien así?
-Sí, sos un guerrero descansando: sacate los lentes de soldador del sombrerito que parece que tenés unos cuernos.
No dijo nada, se puso unas alpargatas nuevas y se fue para atender. “Vos quedate acá”, me ordenó. Como si no supiera que en cuanto desapareciera por el pasillo me habría de subir a la terracita a ver desde allí el encuentro. Pero me caí por apurado y quedé enganchado entre los escalones de madera. Me dolía mucho. Sentí que abría la puerta de calle y algunos murmullos me dieron la señal de que procedían del living de portland sin revocar. La pierna derecha me sangraba un poco a la altura de la canilla, nada grave: era como una patada de las tantas que recibía en el campito cuando jugábamos por una Coca. Me senté entre los yuyos y me puse como sabía un pedacito de aloe y después para desinfectar kerosene sobre la herida. Casi grito del dolor. Pero me mordí la camiseta.
Lo que estaba sucediendo adelante era más importante. Sentí que abrían la heladera, seguramente para servir granadina o algo más. Después el olor a tabaco y luego de un tiempo que se me antojó largo mi papá regresó. Me vio sentado entre los yuyos y advirtió mi pierna.
-¿Se te cayó un aerolito? ¿O te ametralló un avión de los japoneses, los kamikazes esos que debíamos tumbar antes de que lleguen a nuestros barcos?.
Miró para arriba como buscándolos: un colibrí revoloteaba muy cerca de su cabeza. Dicen que son espíritus de los difuntos que vienen a saludar. Mi papá hizo un gesto de desdén y el pajarito ascendió como izado por un hilo, donde las flores de naranjo estaban abiertas y exhalaban un perfume que parecía que de tan intensas hasta podrían hacer ruido. Mi viejo continuó soldando y me fui rengueando hasta el baño donde me puse una venda. Por la ventanita podía verlo: habla por lo bajo inmerso de nuevo en su trabajo. ¿Cómo decirle que estábamos en peligro? ¿Que los parientes volvían para quedarse con la casa ahora que mi mamá no estaba más? ¿A quién contarle que ese ser fabuloso o me seguía el juego o tenía los tornillos flojos?
Nunca supe qué hacer. Fui a servirme un poco de granadina fría y sentí un poderoso olor a flor de naranja y como un rayo verdinegro el colibrí atravesó el living y salió por la abertura del patio.
Ahora sí tocaban el timbre de verdad.
-Ya se la corro -,le dije al gordito de las garrafas que pedía por un lugar donde dejar su chata. Y como no sabía qué comentarme, como disculpándose me dio la mano. “Te acompaño en el sentimiento”, dijo.