A esto hay que entenderlo en proporción: un pintor brillante, un natural, que es pobre y tiene como estudio una pieza en su departamento, una no muy grande, una con la luz que supuestamente no sirve. El tipo es de la clase obrera más obrera y su ascenso social es que es artista y empleado de Tribunales turno tarde, lo que lo hace madrugar para pintar y cada tanto, cuando se engancha, fingir un resfrío para faltar. Y los paisajes de Enrique Policastro se devoran el campo, lo encierran y lo contienen, puro cielo salvajón y puro yuyo indómito. Es de asombro que el hombre lograra todo eso en telas y cartones que arañan la miniatura, pintados de cerca porque no hay lugar en la piecita. Y para más envidia de uno, hasta en acuarela.

Policastro tenía una cara expresiva, interesante, melancólica y esencialmente argentina. Su padre era italiano y su madre andaluza, y un retrato al lápiz que le hace Emilio Centurión en 1918, a los veinte, muestra un chico de ojos grandes, corbata pajarita y una mezcla de facciones que sólo aquí. La familia era pobre, el padre obrero del calzado, la madre apenas letrada y lavando para afuera, pero el desastre llega cuando papá se muere en 1911 y Enrique deja la escuela para ayudar a la familia. Se conchaba en una empresa de maquinaria agrícola y sus primeros dibujos tienen al dorso liquidaciones y facturas con el logo de la firma. Más adelante la cosa mejora, porque un hermano logra recibirse de arquitecto y le pasa hojas en blanco del estudio.

Pero siguen siendo hojitas, un anuncio de la costumbre de hacer las cosas con lo que hay, con o que se puede.

Como aprender pintura. A los 17 años se lo presentan al gran Alejandro Christophersen, que era tan grande como arquitecto como lo era de pintor. En esta época había pocos arquitectos y en tantos países todavía se estudiaba la disciplina bajo el paraguas de las bellas artes. Christophersen diseñaba edificios y pintaba, tenía un taller abierto y le gustaban los discípulos. Lo mismo hacía otro grande, Enrique Lemmonier, que tenía un salón de artistas los miércoles, de mesas bien cargadas de comida para la legión de pibes hambrientos. Benito Quinquela Martín comía ahí seguido y Lemmonier le inventó un laburo de yesero ornamental en sus obras, algo que falta investigar en nuestra historia del arte.

Policastro aprende unos meses con Chistophersen y luego se entrena en color con Federico Sartor y con el valenciano Julio Vila y Prades, el potentísimo pintor que puede apreciarse en el museo del Tigre en una pieza de ninfas musicales. De esos pocos meses de estudio de 1915 quedan algunos papeles al temple y a la acuarela, técnicas de las difíciles, que anuncian lo que vendrá. Ese es el fin del entrenamiento formal del hijo del zapatero italiano.

Exactos diez años después, Policastro se presenta como pintor en sociedad con uno de los ritos de pasaje de la época, la entrada en el Salón Nacional de Bellas Artes de 1925. Le aceptan tres obras que ya muestran una de las vetas de su obra a futuro, la del retrato psicológicamente potente de personas pobres, gastadas, curtidas por la vida. Los títulos van de La obrerita al retrato de Doña Carmen del Parque Patricio, así en singular como su decía en la época, y Las traperas. Le van a seguir retratos de una obrera panadera, de hombreadores de bolsas en el puerto, de marineros, de lo que hoy llamaríamos cartoneros y en ese entonces eran cirujas, y de seres desangelados en el desierto urbano que era el basural y rancherío del Bajo Flores. Un barrio que Policastro retrata saturado en marrones, empastado, como un limbo terrible que no es campo ni ciudad. Nadie se extrañe de que el autor fuera miembro del Grupo de Boedo.

Todo esto, como en la vida de todo pintor, mezclado con retratos de familia o algún bodegón. Hay alguna venta, un reconocimiento escaso y lento -los famosos "premios estímulo"- y un homenaje en serio, el retrato en bronce que le hace y le regala Carlos de la Cárcova, una cabeza que vale lo que muchas medallas. En 1928, con treinta cumplidos, Policastro tiene su primera individual en Amigos del Arte, la primera de muchas.

A todo esto, el hombre ya es empleado de planta del Juzgado Electoral, el único que abre a la tarde, un aburrimiento vital que prometía estabilidad y una jubilación temprana. Policastro explicaba que su vida era "una historia triste, como la de todos los pobres" y apreciaba estas ventajas, entre las que se contaban las vacaciones de la feria judicial. Y buena parte de esas vacaciones lo llevan a la costa bonaerense, donde se juntan el campo y el mar.

El paisaje que acompaña esta nota es una tela de 35 por 50, alguito más grande que una hoja de diario. Es un óleo sin título ni fecha, una obra de la madurez de Policastro y una enormidad de geografía. La palpabilidad de la ola, el borde de la pampa encontrando el agua y sugiriendo que atrás hay como mil kilómetros más, el azul profundo al fondo y el cielo amarronado, algo que se aprende observando mucho, mucho. Leonardo da Vinci escribió que el aire se condensa alrededor de las montañas, que por eso son azules. Los pintores sueltos por el campo bonaerense aprenden que el aire está lleno de polvo y las nubes reflejan potreros, con lo que no hay cielo posible sin algo de tierras y ocres.

Y esta es una de las telas, qué decir de los papelitos cortados a mano, sospechosos de haber envuelto paquetes. Hay uno de 23 por 33 que encierra una tormenta que se te viene, como se te vienen en el campo, y vos mirando atrás de un cardo. Otro, de 24 por 30 con la luz cayendo en diagonal, radiante de blanca, que hace ondular la pampa. Y otro, de 33 por 49 -se jugó, el maestro- con un par de caballos pastando sobre un cielo loco de firuletes blancos y negros, y una tierra que es sugestión e indicio. El primero de esta serie arbitraria, porque sí, es un óleo, el segundo una acuarela con óleo, el tercero una témpera completada con pastel.

Tela o papel, al aceite o al agua, todas estas piezas de nuestro museo imaginario se comen hectáreas, las enlazan, son un jeroglífico argentino. Qué mano segura los pintó, qué ojo maduro.

La jubilación le permitió a Policastro hacer los viajes que soñaba, y se fue directo al norte y las montañas. Una de sus obras mayores es Las Coyas, mayor por lo que muestra y porque es tan grande que uno se pregunta dónde la habrá pintado: Cayetano Córdova Iturburu, que le hizo un rarísimo reportaje en 1949, cuenta que la piecita de la planta baja del departamento de Caballito era tan pequeña que hace difícil imaginar cómo hizo entrar esa pintura de escala académica.

Policastro hizo mucho más, porque fue ilustrador prolífico y muralista en galerías, esa tendencia que salvó algunos lugares públicos de la mediocridad total y pudo dar tanto más. Tuvo homenajes en vida y su posteridad es más firme que la de muchos otros. Cuando murió en 1971 sus amigos cumplieron con su último deseo, que sus cenizas fueran esparcidas en el cañadón de la lechuza, un camino viejo a ocho kilómetros de San Antonio de Areco que pasa por el puesto donde vivió Don Segundo Sombra.

El cañadón está bajo esos cielos bonaerenses que pintó tan bien, que entendió tan bien. Alberto Giudici dijo que Policastro fue un artista inteligente. 

Lo fue, realmente.