Términos como “desconcierto” e “incertidumbre” son, casi con seguridad, los que mejor representan la visión generalizada sobre el escenario político.
Eso incluye a la propia dirigencia del sector y, dentro de ella, a quienes ya se lanzaron —o están, o estarían por hacerlo— en posiciones candidateables.
Prácticamente todos los datos, especulaciones y diálogos reservados, con actores directos de la campaña electoral y con entornos de analistas, operadores y fauna variada, certifican que sobresalen “no sé”, “habrá que ver”, “depende de”, “todavía falta” y sucedáneos.
Esa verificación no es con preeminencia a través del off.
Alcanza y sobra con leer o mirar diarios y portales, o escuchar y ver los programas de radio y tevé dirigidos a (muy) minoritarias audiencias politizadas, a uno y otro lado, para advertir un show del uso de potenciales.
Están las sobreactuaciones de cada quien en sus perfiles oficialistas u opositores. Basta con hacer zapping de zócalos. A la televisión argentina en sus productos noticiosos y opinativos, salvando contadas y honrosas excepciones, hace tiempo que puede mirársela en mute.
Pero cuando hay invitados del ámbito “político”, sea en modo de candidatos, comentaristas o encuestadores, y en el espacio que deje la payasada de los “alertas” a cada rato y por cualquier cosa y con sonoridad tétrica de fondo, es virtualmente imposible sacar algún título que no consista en indefiniciones (por fuera del denuncismo, claro, que a veces tiene bases sólidas y en otras es, sólo, retroalimentar bardo).
Si eso es lo entregado por aquellos que aspiran a perspectivas de poder, o bien que las analizan, ¿qué podría esperarse del “común de la gente”?
En este punto es donde conviene diferenciar las características de “desconcierto” e “incertidumbre”, porque varía la expectativa en que se insertan.
La impresión es que “bronca”, “enojo”, “desilusión”, y etcéteras mayores, son las palabras que más se adecúan al clima popular.
Pero que esos estados de ánimo puedan aplicarse estrictamente al presente no es, ni de lejos, lo mismo que proyectarlos a futuro de corto, mediano o largo plazo.
El drama de nuestra escena política —aceptable como universal, salvo estar impedido para salir de la aldea binaria de confort ideológico— es que no se ven ni un qué ni un quién capaces de insuflar alguna energía positiva de concreción real.
Eso, bien semejante a una frase de manual de auto-ayuda, es sin embargo lo que se corrobora a diario entre las impotencias y vaguedades de casi cuanta figura quiera escogerse (con el riesgo, encima, de caer en la berretada fácil, destemplada, facha, del discurso anti-política).
Si lo vemos hacia la oposición, que un personaje como Javier Milei haya adquirido tamaña trascendencia es un símbolo decadente pero pujante. Y esa supuesta antítesis queda al margen de si sus chances electorales son todo lo altas que reflejan las encuestas, o si acabará absorbido por la polarización entre peronismo y cambiemitas.
¿Cómo fue y es posible, y ya probable, y ya comprobado en las últimas elecciones de medio término en distritos y zonas de fuerte impacto, que alguien asimilable a una caricatura, con el solo expediente de sus barrabasadas televisivas, sin equipos de trabajo que siquiera se presenten como tales, inimputable hasta el extremo de afirmar que la venta de órganos es un mercado como cualquier otro, munido del palabrerío exclusivo contra “la casta”, haya llegado hasta donde ya llegó?
No parece haber otra respuesta que un espíritu de época —de vuelta: lo universal— gracias al que hay espacio para el “loquito” o las locuras que fueren. Y eso involucra a la/su propia derecha derechizada; o caída en ver cómo se las arregla contra el facilismo seductor de seres de esta naturaleza, que pueden dividirles el voto.
Una Bullrich o un Macri se sienten cómodos con él (y él con ellos).
Pero la primera también carece por completo de una estructura sólida, que haga imaginable un gran volumen de gestión. Y el segundo es un fracaso confirmado para liderar desde lo político su comunidad de negocios, que es la ambición primera y última de la existencia del Pro.
Ambos, en consecuencia, son más un relato que una opción en la que alguna mayoría pudiera confiar plenamente. Sí, quizás, para que sirvan a fines de sacarse de encima al peronismo. Pero no porque repartan confiabilidad en cuanto a sus aptitudes.
Por allí intenta colarse el “ni” de Larreta, si somos benévolos y olvidamos o ninguneamos que ya prometió arrasar con medidas a lo bruto no en los primeros cien días, sino en sus primeras cien horas de gobierno. Pero tiene el problema de que su imagen, aunque expectable para sectores medios, no se condice con fortaleza para ejecutarlas. De hecho, su lanzamiento a Presidente, por las redes, mediante un fílmico con fraseología recitada de escuela primaria, le valió que se lo asimilara a Fernando de la Rúa. Más la yapa de la Comandante Pato enrostrándole que el país no está “para tibios”, y Macri chicaneándolo con que está buena “la competencia”.
Y en el caso del oficialismo, lo ya dicho hasta el cansancio respecto de elementos paralizantes o de muy dudosa eficacia.
Hay dos cuestiones a subrayar.
Es cierto que la ansiedad no es buena consejera de las grandes decisiones.
Pero es igual de cierto que, aunque los tiempos formales para decidir candidatos pueden esperar a último momento (como ya sucedió), el peronismo o progresismo en general necesita algún gesto que empiece a sacarlo de su encierro.
Estos días volvieron a ser pródigos en episodios confusos, discordantes, agotadores, respecto de esclarecimientos elementales en el Frente de Todos.
El bloque senatorial se partió rumbo a no se sabe dónde. Como sea, es símbolo de otro interminable pase de facturas y de acciones sin coordinación alguna entre las tribus gubernamentales, parlamentarias y diversas.
La marcha del 24 de marzo, nada menos, quedó envuelta por una polémica interna y ridícula acerca de si debe abarcar el reclamo ante la proscripción de Cristina, como si no fuera intrínseco que defender los Derechos Humanos implica manifestarse contra las mafias judiciales. Y, sobre todo, como si alguien viviera en un termo, mediante el cual no registra que ese día y esa marcha fueron, son y serán protagonizadas por sectores militantes y de amplio favoritismo progre.
La extensa poética alrededor de que CFK es quien mejor garantiza o encarna los intereses o necesidades populares (que lo es, en opinión personal) sigue obturando avanzar con otras alternativas. Las que fueren, mientras quede significado o contenido lo que ella representa. Pero anclarse en que Cristina es lo único que puede “salvarnos” acaba por ser una comodidad política gravemente perjudicial, porque no sólo no tiene en cuenta su decisión ya expresada, los riesgos de contradecirla y sus deseos u obstáculos personales, sino que remite a profundizar la idea de un callejón sin salida.
¿De qué hablamos?
¿De que no hay proyecto viable sin persona o liderazgo que lo interprete? ¿O de que no sirven ni las personas ni los liderazgos si no hay proyecto viable?
Respuesta dificilísima, pero podría arriesgarse que los dos interrogantes y afirmaciones son correctos. Dialéctica pura.
Para el caso del FdT o de como desee llamarse a lo que vaya a oponerse —con viento económico a favor— contra la restauración cambiemita, si es por presentarse ya van haciéndolo todos.
Pero en algún momento de más temprano que tarde, el oficialismo deberá sintetizar el qué de lo que se trata y el quién/quiénes que mejor lo resumirían (o que se acercarían a hacerlo).
Las figuras representan grandes marcos.
La sola mención de Cristina no es lo mismo que Scioli, la de Grabois no es lo mismo que Massa, la de Kicillof no es lo mismo que Alberto Fernández y así de corrido.
Pero, ¿qué es exactamente, o siquiera más o menos, lo que diferenciaría a unos de otros en la aplicación concreta de cuál programa de Gobierno para afectar a cuáles intereses?
Por lo pronto, en el oficialismo, de mínima, deberían ponerse de acuerdo en no continuar disparándose a los pies.
Como también quedó dicho varias veces: si es que realmente tienen vocación de ganar.