Vivía en una caja de zapatos, rodeada de otras cajas de zapatos en un armario enorme. O esa era la forma que tenía Lucía para describir su hogar, un departamento en un quinto piso de un edificio céntrico. Al menos tenía balcón. Odiaba el encierro. Odiaba cuando llegaban las seis, esa hora en la que en invierno va bajando el sol y en verano el calor da tregua y de pronto parece que se puede vivir sin sentirse un fósforo en una ciudad de fuego. Era la hora en que ella salía del trabajo y, desde el balcón, veía la gente circular como hormigas allá abajo. Pero eso era antes. Ahora ya no había sol, o al menos no se veía y hacía cuarenta y cinco días que no paraba de llover.

Ni siquiera se podía salir al balcón. Lo habían decretado en la última junta. Podía ser peligroso, y nadie quería arriesgarse. Antes de que los televisores dejaran de funcionar, el conductor del noticiero había dicho que se debía mantener extrema precaución. No dijo por qué. No dio explicaciones. Era una lluvia leve, sin truenos ni granizo, pero constante. Eso logró que todos se quedaran adentro.

La luz seguía funcionando —eso era raro, pero todo en esos días se había vuelto raro— y de ventana a ventana se habían puesto de acuerdo con los vecinos de enfrente y habían decidido no salir a la calle. A los gritos, con señas y carteles. Después, ya casi nadie hizo preguntas.

En el quinto eran cuatro departamentos. Desde la lluvia, ella y Franco eran el quintobé. Así se llamaban en el edificio, por pura practicidad. Se habían acostumbrado a nombrarse por departamentos y por lo que cada uno podía aportar. Ellos eran quintobé-conservas. En el cuartocé-guardería, los nenes habían preparado dibujitos para decorar las puertas e identificar a los vecinos. Un día la chica del sextoá-puchos empezó a llorar como desquiciada. Decía que la lluvia iba a parar, que todo eso no era necesario, que basta, por dios que basta. Cuando empezaron a usar el ascensor como despensa para artículos de uso común —todo lo demás se hacía por trueque, tocándose timbre unos a otros— le hizo una escena al portero. Horacio la amenazó con no darle el chocolate de los viernes si no se calmaba. Sólo había que mantenerse tranquilos y no hacer preguntas.

Por suerte para los vecinos, Mari, la empleada doméstica de uno de los departamentos, había quedado adentro el día que empezó a llover. Nadie dudó. Mari ahora era de todos y se la pasaba limpiando.

El gato maulló. Lucía maldijo porque tenía que ir al octavoá a canjear latas de choclo por comida para Marcos. Por qué no son como los perros, que comen cualquier cosa, se dijo mientras lo miraba jugar con el cordón de sus zapatillas. Por qué no pensó en esto cuando lo adoptaron. Pero un perro hubiera querido salir a toda costa. Se hubiera ahorcado en los barrotes del balcón. Y en realidad, si hubiese sido evidente, Lucía habría comprado antes de la lluvia un montón de canutillos, de papeles de colores, plastilina, brillantina: podría haber sido ella la de la guardería. O la del mercado de pulgas, como su vecina de enfrente, la acumuladora, que ahora ganaba espacio a lo Marie Kondo a puro trueque. A ella, en cambio, le había tocado ser la señora de las conservas.

Durante los mediodías la cosa iba mejor. Todos se calmaban de repente cuando el vecino del edificio de al lado empezaba a cantar. Primero con voz grave, sostenida en el tiempo, como un hilo tirante. Alguien aguantando el aliento, intentando sostener una nota que no puede más y se hace silencio. Después de nuevo y por última vez, porque a eso le seguía una canción que iba tomando forma. Alguien cantando ópera. Qué fácil le sale el falsete, pensaba Lucía. Pareciera que sus cuerdas jugaran a hacer malabares con naranjas. Pareciera que algo se va a caer, que se va a romper la melodía, pero sigue y sigue esa voz sostenida en el tiempo, y las naranjas no se caen.

Después del mediodía los invadía una modorra generalizada. A esa hora Horacio solía actualizar el contador que apuntaba, a mano, en el espejo del ascensor: día cuarenta y cinco, día cuarenta y seis, día cuarenta y siete.

Adentro del departamento, Lucía podía ser Lucía y no quintobé. Franco era Franco y Marcos, Marcos. Parecían una familia normal. Casi siempre, después de la siesta, y por hacer algo nomás, Lucía se ponía paranoica y empezaba con las dudas.

-¿Y​ si no para nunca? Tiene que terminar, ¿no? Debe haber pasado en algún lugar que llovió más de un mes entero.

-Sí, amor, ¿cómo no va a parar? ¿Viste el dicho? Siempre que llovió, paró. Es así.​

-Y si nos vamos? Si nos vamos, ¿qué hacemos con el gato?​

-Marcos​ se queda acá y nosotros también. Es lluvia nada más. ¿Por qué no vas al septimoá y rezás un poco? Ya sé que no crees, pero para hacer algo...

-Es una vieja con estampitas, Franco. Ni siquiera tiene agua bendita. Es un mamarracho. “Iglesia”, le pusieron en la puerta. ¡Iglesia! ¿Entendés? Es para morirse. O reírse, no sé.

-Bueno.​ Tomalo como unas vacaciones. Como dice Horacio, no sé por qué tanto escándalo​ -dijo Franco, recostado en el sillón. Parecía listo para dormir la siesta eterna. Lucía, en cambio, luchaba por no hundirse entre los almohadones, que la invitaban a dormir con él.

-Vos porque odiabas tu trabajo. O porque no te hacés preguntas, no sé. Me aburro.​

-Yo​ también me aburro, ¿o qué te pensás, que me gusta escuchar a Pavarotti todos los mediodías? Están todas enamoradas de ese tipo y no saben ni quién es. Capaz es horrible, ya vas a ver. Seguro es un viejo decrépito.

-¿Desde​ cuándo sos celoso? Estás cambiando con la lluvia. Pero me aburro... salgamos, porfa.

-No se puede, Lucía. Lo dijeron en la tele. Entendelo de una vez.

-¿Desde​ cuándo le hacés caso a lo que escuchás en la tele? Ya no te conozco. No sé quién sos. Si le digo al de la ópera seguro se va conmigo.

Pero Lucía no se iba ni con el vecino ni con nadie. Otro día más y Lucía no se iba. Pero ese sería el último. Marcos rasgaba los sillones, que ya empezaban a desaparecer. Franco leía el diario de dos meses atrás, por quinta vez, porque odiaba al vecino del novenocé-biblioteca. Lucía se escuchó pronunciarlo, como palabras pastosas que no se digieren: las seis de la tarde, una vez más, en el quintobé.

En ese día, en el último, Lucía alzó a Marcos y le dio muchos besos. Le dijo a Franco que iba a buscarle comida, mientras bajaba al gato, que seguiría destruyendo el living. Lucia agarró una lata de choclos, de las infinitas latas que todavía tenían, y salió al pasillo. Bajó las escaleras, esperando no encontrarse con nadie. En la puerta del ascensor de planta baja, Horacio había dejado un cartel que decía: vuelvo en cinco. ¿A dónde iba Horacio cuando no estaba ahí, custodiando los chocolates? ¿Dónde dormía Mari cuando no tenía que limpiar? ¿Por qué los perros ya no ladraban?

Cruzó el hall y miró su imagen que lo cubría todo. Un montón de láminas de espejos una al lado de otra, reflejaban a Lucía con su lata de choclos. Jean y remera. Sin paraguas. Sabía que primero se encontraría con toda la basura que los vecinos habían empezado a tirar por la ventana cuando ya no supieron dónde poner tanto desperdicio. ¿Y después? Después no sabía. Abrió la puerta y se sorprendió al escuchar el ruido chirriante del picaporte al bajar, sorprendida por lo rápido que se olvidan algunas cosas. ¿Cómo era sentir la lluvia golpeándole la cara?

Abrió la puerta con gesto decidido, como quien no vuelve más. Salió.