Según el Laboratorio de estudios sobre Democracia y Autoritarismo (LEDA, UNSAM), se entiende por discursos de odio a “cualquier tipo de discurso pronunciado en la esfera pública que procure promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización y/o la violencia hacia una persona o un grupo de personas en función de la pertenencia de las mismas a un grupo religioso, étnico, nacional, político, racial, de género o cualquier otra identidad social”.
Estos discursos prevalecen en las llamadas “redes sociales”. Bajo la ilusión de la transparencia, no son otra cosa que plataformas digitales administradas por empresarios que tienen intereses económicos e ideológicos. Por eso, en esas plataformas hubo voces censuradas y periodistas señalados. Solo a modo de ejemplo recordemos que censuraron la cuenta de TeleSUR en Instagram, la página Facebook del medio Razones de Cuba y Twitter decidió etiquetar cuentas personales de periodistas como medios afiliados al gobierno ruso.
Estas redes tienen sus lógicas comunicacionales: prevalece la inmediatez, navegamos en la superficialidad y generalmente apelamos a la emotividad. Por eso es un campo proclive para confundirnos e indignarnos. En esos espacios los conflictos no se problematizan, se prejuzga y se condena, apareciendo la violencia y el punitivismo como las formas de resolverlo todo.
Estos discursos también operan como un juego de espejos donde el algoritmo nos selecciona información y supuestas noticias que coinciden con nuestras miradas. Según Eli Pariser el algoritmo construye un filtro burbuja: una selección personalizada de la información que recibe cada individuo que le introduce en una burbuja adaptada a él para que se encuentre cómodo, pero que está aislada de las de los demás.
Estas características son funcionales al fortalecimiento y la retroalimentación de los discursos de odio. Lo complejo es que estas violencias simbólicas y mediáticas que proliferan en las plataformas digitales son muchas veces legitimadas por medios de comunicación masiva que ocupan posiciones dominantes, generando las condiciones de posibilidad de otras violencias.
Es necesario aclarar que no todos los sectores sociales pueden ser estigmatizados de la misma manera por los discursos de odio. Estos discursos operan sobre una matriz cultural racista, clasista y patriarcal que está presente en nuestra sociedad, subordinado a determinados grupos históricamente vulnerados. Asimismo, si un grupo tiene escaso poder mediático, pocos recursos económicos y no cuenta con legitimidad social tendrá pocas herramientas para defenderse.
La circulación de estos discursos no es casual. Recordemos que empresas como Cambridge Analytica, desarrollaron estrategias y campañas de manipulación electoral a partir de la información que suministramos en nuestras “redes sociales”. Buscando, a partir de los perfiles psicológicos incidir en las opiniones y acciones.
Recientemente, el Gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva creó un grupo de trabajo especial para presentar estrategias contra los discursos de odio, en especial en las plataformas digitales.
Según una nota publicada en Telam, “Lula propuso la regulación multilateral a nivel global de las plataformas digitales para evitar que las gigantes bigtechs puedan afectar las decisiones de las democracias mediante la divulgación de desinformación y noticias falsas”.
Las democracias requieren que los Estados sean garantes de derechos. Estados que regulen a las empresas y que pongan límites a las violencias simbólicas y mediáticas. Una democracia más plena es posible y necesaria. Para construirla y poder decidir necesitamos ver más allá de la desinformación y de los discursos estigmatizantes y de odio.
* Licenciado en Comunicación Social UNLZ. Especialista en Comunicación y Culturas UNCO. Profesor de la Universidad Nacional de Río Negro.