“La ceniza es polen” -Novalis.
Es un recuerdo, no más. Recuerdo de palabras antiguas, rituales. El lenguaje está hecho de viejos rituales. Aforismos, refranes, acrósticos, canciones infantiles cuyo sentido es, en parte, hermético. En las novelas policiales inglesas se resolvían misterios tratando de encontrarle el sentido a una tradición justificada “por el encanto de lo antiguo”, como dice un personaje de Conan Doyle en El Ritual de los Musgrave. Imágenes que han quedado grabadas a través de la lectura, como el trocito redondo de papel arrancado de una Biblia, ennegrecido de ceniza, en la palma de la mano de Long John Silver que vio Marcel Schwob, leyendo a Stevenson.
Entonces, un recuerdo hecho de palabras y un sintagma. Un niño que confunde, en la clase de catecismo, una celebración litúrgica con otra. Ese error será la cifra del destino de aquel chico que llamaremos Arguello. Y la situación, que se inscribe en el borde entre lo sagrado y lo pagano, el miércoles de ceniza.
El carnaval es desenfreno. La Iglesia lo ha mirado con desconfianza a lo largo de la historia y le puso límites. Un día para regresar al orden “natural” y recordar que somos mortales. Ese punto final, ese pliegue, es lo que se quiere decir cuando se nombra al miércoles de ceniza.
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La historia de Arguello es sencilla. Al quedarse huérfano, fue a dar a la sacristía de una iglesia en un pueblo de provincias. Trabajaba en el predio, cortaba el césped, hacía la huerta, arreglaba pequeños desperfectos en el templo y en la casa parroquial; en ocasiones, auxiliaba al cura en el oficio. Se fue transformando en un casero piadoso y célibe. Sin embargo, uno de los pocos momentos de desenfado en la vida de aquel monótono espacio, era el carnaval. Arguello conoció a Clara en un baile de carnaval. Podría haber sido la suya una historia de amor como la que animan canciones populares, la zamba de Abel Mónico Saravia y Marcos Tamer, La Cerrillana. Si no fuera porque la mujer estaba comprometida y las insinuaciones y cortejos, parte del desorden y la mascarada.
El amor de Arguello duró lo que dura el carnaval. Y no hubo esta vez rostros enharinados, ni potro rayando en el guarda-patio, ni un rumbo común para los amantes, el miércoles de ceniza.
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Detenido en el tiempo, el personaje llamado Arguello, encarnaría la voz lírica de T. S. Elliot en Miércoles de Ceniza, donde unos versos repiten estas negativas: “no espero retornar jamás/ no espero conocer jamás”; la renuncia a “esperar el rostro bienaventurado” y el olvido, una llama que se consume hasta apagarse en “abanicos que baten en el aire” angosto y seco. Claro está, si Arguello fuera capaz de semejantes complejidades, de escribir pensando en la forma y encontrar así el fondo, el tema, al igual que Elliot, que se quejaba de esos versos porque querían decir mucho, mucho más de lo que él podía escribir.
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Cuando Clara murió en circunstancias que no hacían honor a su nombre, se llevó a cabo una misa de cuerpo presente en la iglesia del pueblo. Era el Domingo de Ramos y Arguello se quedó muy quieto, sentado en el fondo de la nave. Miraba los rostros de los que allí se encontraban; el llanto ahogado en pañuelos y mantillas de las mujeres, el sereno, pero firme dolor del viudo que era el médico del pueblo. Después, antes de que terminara la ceremonia, retornó a su trabajo, a recoger las hojas que el viento del otoño había traído.
Casi al anochecer podía verse en el rostro de Arguello, el reflejo de la hoguera encendida que controlaba con una rama. Desde lejos, parecía un demonio, una figura recortada junto a un horno candente como Ethan Brand, aquel personaje del cuento de Hawthorne, que conocía el pecado terrible e imperdonable.
Cuánto tiempo permaneció así, en silencio, a orillas de ese horno que, en vez de cal, de nieve, de mármol, producía meras cenizas, no lo sabemos. Pasó un buen rato con un cigarro que no parecía consumirse nunca. Y con la primera claridad del día, las bolsas en la que había traído las ramas bendecidas de los olivos, se habían llenado de ceniza ritual, la que se guardaba para imponer sobre la frente de los fieles el miércoles de ceniza del siguiente año.
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Hay palabras que parecen retardar su efecto, conmover la comprensión, tornar, al que las recibe, en un autómata o un analfabeto. Hay voces que no terminan de ser auténticas, que son prosaicas o simplemente dramáticas, y nunca serán un poema porque no cantan para sí, con su propia voz. Es el caso de Arguello que no entendía bien qué palabras eran aquellas que hablaban de Clara en un expediente policial. Señas en el cuello, en los brazos y en la frente, marcas. Traza de caminos y recorridos, hora de muerte, última compañía, testigos.
Arguello no sabía qué decirles. Tenía miedo de volver a confundir las fechas sagradas y las paganas, y prefirió el silencio. Pensaba en aquellos remotos días del carnaval, en la alegría de unas comparsas, en el agua florida, en los ojos apenas adivinados por debajo de la máscara, en la cinta que ataba el rojo cabello de Clara, dejando al descubierto su frente sin mancilla.
“Recen por él ahora” pedía, mientras tanto, el párroco desde su púlpito.
Y Arguello se consolaba imaginando que podía disponer el tiempo con sus manos, llegar al mes de febrero. Lo único que deseaba era ayudar al cura, otra vez, a ungir sobre esas frentes las cenizas que él mismo había creado. Todos allí, en el pueblo, tenían la obligación de recordar que al pecado sigue el orden, que todo es efímero, como el fuego que se mezcla con el aire y diluye la materia en una danza lenta y gris, color de la muerte inexorable.
Esa muerte que, como el dogma de fe lo enseña, era también, más allá, una nueva vida.