El lugar que antes ocupaban los dioses hoy lo ocupa tu celular. Es tu conciencia. Lo sabe todo de ti. Duerme bajo tu almohada, y será el delator que va a justificar en tu contra si un día caes en manos de la justicia. En esta sumisión colectiva reside el núcleo de la Modernidad. Hay algo excesivo que fatiga, no solo en la apropiación del tiempo sino en la hipervisibilidad que ofrece la vida conectada. Nos hemos instalado en el reino del hedonismo liberal, dejando de “ver” para mirar, dominados por un deseo imposible de calmar: la sobreexposición a las pantallas y la sobreabundancia de información.
Hace tiempo que dejamos de “ser” para ser otros, inmersos en la dualidad de vivir dos vidas paralelas: la real y la que hay que enseñar en la sociedad virtual. Ese mundo vaporoso que nos dicen que debemos “estar” para no dejar de existir. Un universo de “clics” ordenados en etiquetas de códigos cuidadosamente empaquetados por algoritmos opacos que han generado una especie de Gran Hermano de las emociones y del consumo, reflejados en sociedades virtuales del engaño, del disimulo, la interpretación y la impostura. Una especie de tiranía incruenta, aparentemente indolora y amable, sin tanques en las calles, pero que llega al fondo de lo que pretende: la dependencia masiva de las obsesiones que nos inyecta. Una forma de neocapitalismo feudal, sin competencia ni precedente, que se ha abierto paso a codazos a través del conocimiento y monitorización de nuestra vida íntima. Una desnudez de la soberanía personal que nos expone por partida doble: cuando hacemos entrega de nuestros datos a cambio de unos servicios relativamente triviales, y, cuando esos datos son utilizados para cosificar y estructurar un mundo que no nos resulta transparente ni deseable. Esa utilidad de lo inútil, que convierte en necesario lo innecesario, y que logra moldear conciencias para el consumo de emociones y productos que no se necesitan, pero se cree necesitar. Esa externalización de la vida íntima convertida en protectora del capital global, ensimismada en lo superfluo, en la mercadotecnia del yo, y en la autosatisfacción de los deseos. .
La búsqueda de la felicidad representa una de las paradojas más crueles de la sociedad actual: a una siempre creciente posibilidad de experimentarla corresponde una mayor incapacidad de obtenerla. Así nos encontramos con la paradoja de Policrates: la infelicidad de ser feliz. Esa desenfrenada persecución por la felicidad anhelada, tan al alcance de la mano según los parámetros virtuales, en un contexto donde el contacto se produce a través del medio digital y no de la vida real, y hace que la realidad parezca decepcionante. La acción interactiva parece ofrecer sensaciones más intensas que las reales, al no estar condicionada por la ansiedad o la vulnerabilidad que el contacto directo puede provocar. Así, hemos dejado de “estar” para mirar. Un mundo pantalla donde se vuelve difícil cerrar los ojos o detener la mirada y profundizar en ella. Esa sumisión de un mundo sin párpados debilita las formas éticas, de solidaridad y ciudadanía, pero también de pensamiento propio que requiere sujetos con párpados, con reflexión, con racionalidad y vida íntima. La competición virtual consiste en lograr más ojos en tanto canjeables como nueva forma de valor. Se codician miradas absortas para subastarlas en un frenético mercado de la atención. Aunque no interesemos expresamente, interesa que participemos del circuito de control global: que al compartir lo que hacemos la rueda gire, dejemos rastros, y esto exija a otros a pronunciarse, dejando huellas y datos para pronosticarnos, siendo parte activa de los modos de control y de productividad. Son operaciones extractivas en las que se empaquetan nuestras experiencias personales para convertirlas en datos asociados. No se establecen reciprocidades constructivas ni intercambio de valor entre las partes. Así “navegamos” domesticados por los secretos y miserias de la humanidad, por sus perversiones, confidencias, sueños, deseos inconfesables y realidades en un imparable “vanitas vanitatum” (vanidad de vanidades) donde resultamos estar dócilmente amaestrados, impelidos por un deseo imposible de calmar: la sobreexposición a las pantallas y la sobreabundancia de información. Una sugestión de individualidades en un tiempo de subjetividades ensimismadas y reblandecidas de tanto contemplarnos a nosotros mismos. Un mundo virtual que navega por el universo con semejante gallinero a cuesta.
La sociedad líquida que pronosticó Bauman ha mutado ya de estado y empieza a ser gaseosa, cáustica, más fluida que sustancial, más disuelta que diluida. El apremio civilizador de los grandes principios que declarábamos con carácter universal cede ante los datos de la realidad. Habitamos con perpleja normalidad la era del bulo, el zasca, las artes antiguas del linchamiento, alejados de la argumentación pausada, respetuosa y racional que sustituya el exabrupto, el insulto y la mentira. En una esfera en la que nadie le importa aquella idea inmutable que era “la verdad”, que ahora resulta ser relativa según el algoritmo.
Hemos sustituido la solidaridad por el narcisismo, y hemos llegado al punto de la tragedia identitaria de levantarnos cada mañana revisando las redes sociales para comprobar si todavía existimos. Esa sensación de extrañamiento de lo real que podría servir para inaugurar nuevas vías de repensar nuestro lugar en el mundo. Preguntarse qué nos ha conducido hasta aquí y cómo seguir adelante.
Brecht aseguraba que un día también se cantará sobre los tiempos sombríos. La fatalidad triunfa en el momento en que creemos en ella. Ya no tenemos tiempo de tener tiempo. De tocarnos, juntarnos, mirarnos, hablarnos. De contemplar la vida verdadera. De admirar lo minúsculo. De que la belleza del sol te sorprenda mientras se funde en el horizonte. De saborear una siesta con sonido a chicharras, con penumbras de maderas entornadas y visillos que se inflan con la brisa cálida del atardecer. “Navegar” con sosiego calmo sobre el deleite de la vida olorosa, bella, infinita, y desear que ese milagro de la vida desconectada se vuelva a producir mañana, o pasado mañana, acompañada por el cálido y tenue rocío de la madrugada.