🌎 Desde Bariloche, Provincia de Río Negro
Aunque la histórica calle principal del centro barilochense es la Mitre, sobre la Francisco Moreno (su inmediata paralela) se acumulan desde hace tiempo todo tipo de cervecerías. Desde las experiencias locales hasta las franquicias que abundan en cualquier lugar del país, todas son hijas del boom birrero que en los últimos diez años modificó un paladar argento que ya no se debate entre marcas, sino entre gustos, sabores y colores.
Aunque se trate, en su mayoría, de las mismas artesanales que se pueden conseguir a diez o veinte cuadras de casa, los viajeros son capaces de hacer cola o anotarse en listas de espera por hasta una hora antes de que, finalmente, el llamado de ángel anuncie que una plaza se ha liberado (así no sean más que un par de butacas libres sobre una barra compartida).
Sobre el cierre de la temporada, Bariloche no se distingue demasiado de ningún otro centro turístico del país: el dólar por las nubes empuja el turismo interno a niveles récord y el concepto de bull market se desparrama de manera desordenada y amorfa. Un ejemplo claro vivió este cronista en Antares, acaso la primera firma cervezal que comenzó indie pero terminó expandida con el mismo criterio de McDonald's: cantidad en detrimento de la calidad.
Ante un breve corte de luz que dejó sin energía a todo el centro la noche del último fin de semana largo de febrero, la adicionista abandonó desesperada la zona de caja para encajarle a todas las mesas el ticket y exigir el pago, cuando la mayoría no solo no había consumido sino que incluso padecía largo rato de esperar que le sirvieran lo pedido. "Primero aboná y después te lo resolvemos", exigía la cobradora ante el asombro de pibes, pibas y pibis. Un clima espeso y delirante invadió un comercio que en dos minutos hizo añicos las casi tres décadas del supuesto prestigio que acumuló su marca. Algunos pagaron y otros putearon en la oscuridad.
El ejemplo puede ser una pavada, nadie murió por gatillar una comanda antes de consumirla. Aunque no es lo correcto y demuestra en esa pequeña hendija acaso el gran hoyo del turismo en Argentina: uno de los países líderes en el rubro de todo el continente comienza a hacer agua cuando la demanda aumenta.
Bullish rima con bullshit y la industria sin chimeneas demuestra las desventajas de una improvisación imperdonable: aunque abunden tecnicaturas y licenciaturas en Turismo, y existan también varias formas de capacitarse, los prestadores siempre prefieren jugar al fleje y llevar todo al extremo de la impericia y la falta de experiencia con tal de ahorrarse unos mangos. Como siempre, pierden los viajeros y los laburantes. ¿Quiénes ganan, entonces?
► Un cuento disparatado
En la coqueta oficina de turismo sobre el Centro Civíco con revoques de madera y piedra autóctona, alguien se acerca a pedir recomendaciones para salir a andar en la bici propia sin tener que rentar el rodado, pues los comercios del rubro cobran fortunas. El informante atiende entre el desgano y el desconocimiento, señala algún camino obvio sobre un pequeño mapa en su mostrador, que le queda de frente pero al reverso del turista, quien debe girar la cabeza como una lechuza para entender lo que le explican. Un hecho insólito se produce cuando el visitante quiere llevarse la data: le niegan el mapa. "¿Qué tengo que hacer? ¿Aprenderme de memoria lo que me dijiste?"
Como solución, le sugieren buscarse uno por código QR. La tecnocracia tiene salidas ocurrentes, dignas de un cuento disparatado, pero muy poco efectivas a los efectos resolutivos: ¿con qué mano vas a abrir el celular si estás usando las dos para pedalear entre los faldeos de un cerro? La excusa de no dar mapas físicos por el Covid ya no cuenta: en los colectivos la gente viaja atestada y en un aeropuerto que ya queda chico pueden oírse coro de toses roncas sin que nadie se preocupe demasiado.
Bariloche se va pareciendo cada vez más a lo peor de Mar del Plata: la ciudad costera, que alguna vez fue llamada "la perla del Atlántico", sucumbió a una gentrificación que obturó todo atisbo de belleza. La urbanización desmedida no repara en la finitud del cemento y la ciudad turística más habitada de la Patagonia lo demuestra en el colapso de la Bustillo, esa avenida que lleva apellido de arquitecto coqueto y conduce a la zona más chill del lugar (Colonia Suiza, Circuito Chico, el Llao Llao), aunque cien años después de su creación sigue siendo una calle de mano simple de 25 kilómetros embotellados.
Para colmo, las angostas veredas están en varios tramos llenas de escombros: numerosos carteles anuncian obras en beneficio del turismo, mientras el turismo debe esquivarlos para poder avanzar sobre la banquisa. Parece insólito que en la arteria más transitada de la ciudad haya calzadas discontinuadas y los rodados -que son muchos en esta época- tengan que avanzar haciendo piruetas entre los bocinazos de bondis y micros.
Cola para subir al mirador del Cerro Campanario, cola para tomarse la línea 20 y llegar hasta Puerto Pañuelo, cola para comprar chocolates en rama, cola para comprar ropa fake a precio ganga en los comercios centrales… El único lugar apacible termina siendo el Cerro Catedral, aunque por un motivo obvio: la falta de nieve le quita el atractivo principal y por eso casi todas las aerosillas están desmontadas, aunque no deja de ser interesante conocer el monstruo por dentro sin la contaminación de la omnipresente marca de telefonía celular.
Por supuesto que Bariló tiene zonas encantadoras, y una de ellas es la playa sobre el lago Gutiérrez, alternativa que el piberío encontró esta temporada para escaparle al amontonamiento de las principales del Nahuel Huapi. Quizás el único refugio de un verano explotado y ruidoso (sobre todo en época de carnavales, cuando un escenario sobre el Centro Cívico llenó de batifondo innecesario una zona que necesita todo menos ese quilombo).
Las cifras dirán que la temporada fue récord y nadie podrá negarlo: a la vista estuvo un amontonamiento que gustará a unos más que a otros, pero especialmente a los hermanos chilenos, quienes encuentran el beneficio del cambio amigable para cruzar a comprar ropa y hasta combustible. Motivos que les hacen tolerar en el paso fronterizo Cardenal Samoré más horas de espera que las que cualquiera debiera tolerar, lo que a veces es aplicable también a conseguir una simple mesa en una barrería de la calle Francisco Moreno.