Las piedras redondas siembran el sendero que baja hacia el río, parecen lunas a la luz acuosa del amanecer. Desde las orillas del caserío bajan veinte mujeres, pisan las lunas, esquivan los charcos, llegan al muelle; la arena con pasto les ablanda el andar. Las veinte viven en los bordes de la ciudad que crece con los barcos y tiende vías para el ferrocarril. La Pesquera Grande abrió una fábrica de bolsas; prefirió emplear mujeres: abaratan costos y se obtienen productos mejor terminados.
Las veinte obreras suben por la explanada de ladrillos; son distintas en la ropa, en la piel, en las palabras y en los cabellos; iguales en el orgullo de salir a trabajar. Se apuran hasta el portón -está entreabierto-, en el vano espera el capataz. Una mano en la cintura, la otra balancea un reloj del bolsillo, iza una ceja, las mira duro. Ellas se atropellan al entrar.
“A trabajar, haraganas”, le palmea el culo a la última. Se ríe.
Trabajan sobre cuatro mesas largas de madera. Escasea la luz que baja de los ventiluces. Festonean a mano la arpillera dura con agujas afiladas. Se apuran aunque se rasguen las manos. El pago es por bolsa.
Se escucha la sirena de un barco, trae melancolía. ¿De dónde vendrá? Rafaela cuenta que ella vino en barco, llegó a otro puerto, cayó en una ciudad muy grande. Sola y me apañé, dice. Las solteras sueñan con el mar, le piden más historias. Ella siempre repite lo de aquel muchacho que conoció a bordo, le agrega picardía y vienen las risas que el capataz disciplina con un chistido.
Se sobresaltan con la sirena aguda de los talleres ferroviarios. Están saliendo los hombres. Amanda se queja del marido. Del trabajo al bar, del bar a la casa, a comer y a dormir; faltó a la mesa de Navidad, dijo que habían fundado un club.
Bailan las campanas de la iglesia pero no es la hora para ellas. Salen a las cien bolsas en punto. El capataz cuenta y paga.
En subida las veinte vuelven cantando. Todas saben la milonga de El Rancho. Rafaela las distrae con una sevillana.
Las casadas vuelven a la casa: atienden a los viejos, lavan la cola a los críos y cocinan al marido. Si las preñan es de noche cuando todos están dormidos, a veces ellas no quieren o ni se enteran.
Las solteras también limpian y cuidan. Si son jóvenes, no salen solas de paseo hasta que algún candidato se comprometa a la boda. Las maduras, cansadas de dar explicaciones, se encierran a bordar.
Los días se repiten. El salmo del trabajo confirma su identidad.
Hasta que no les pagan.
Desde las orillas del caserío, las veinte mujeres bajan. Antes de llegar al galpón se sientan sobre las piedras. Descalzas golpean las alpargatas en el suelo mientras la gallega arenga: “¡Por la paga! ¡Por la paga!”
A su espalda, desde la boca del galpón, sale el capataz, lo escoltan dos policías a caballo.
“¡Anarquistas! ¡Insurrectas!”
La policía las ata con sogas y las lleva en fila. El diario local registra la imagen que aparece en la versión matutina.
Después de tres días, las dejan en libertad. Una a una caminan detrás del jefe de hogar a cuya custodia fueron entregadas. Desde las ventanas, a escondidas, las vecinas se burlan de ellas. Sin sueldo y con vergüenza, se encierran en sus casas.
Nadie dice nada de la gallega.
*
Rafa busca en el baúl del subsuelo indicios que le permitan armar su árbol familiar. Mete en los folios de una carpeta todo lo que le parece de valor. Lo desparrama en la mesa redonda de la cocina. Llama a la madre, necesita guía para ese viaje. La madre no le contesta. Se sienta, bufa. Revuelve y empieza a crear lazos arbitrarios entre los documentos. Separa papeles de fotos. Se detiene en las de color, se reconoce.
“Yo con guardapolvo blanco, le sonrío al fotógrafo; mi abuelo atrás con el centímetro al cuello, el costurero sobre la mesa; mi hermana en puntas de pies pide atención, sale movida; casi fuera de la toma, adivino a mi abuela por la cartera y el taco finito del pie izquierdo.”
Busca entre las de blanco y negro las de la cuna y del cochecito. Su padre las revelaba en el baño de servicio. Se guarda algunas en la solapa de la libreta de notas. Pinta un árbol, usa todas las tonalidades del verde y de los marrones. Intenta registrar en la copa aquellos datos de los que tiene certeza. Se le hace tarde. Corre todo el material hacia uno de los extremos de la mesa. Prepara la botella con agua helada: es marzo, el calor agota. Con mochila y pañuelo en la muñeca, se va en dirección a la plaza en la que se reúnen; de ahí, a la bajada.
Sobre la mesa redonda, queda un recorte amarillento con bordes carcomidos en el que se vislumbra la imagen de veinte mujeres en fila.