“Mi cocina es diferente porque yo soy diferente”, pronuncia casi como si fuera su slogan Sabrina Rouillé (39), la semifinalista chonga de la segunda temporada de Dueños de la cocina, la versión de agiornada de Masterchef de Telefé, que en este nuevo formato ya no pone a competir entre sí a cocineros amateurs sino a chefs profesionales a los que les ofrece como premio el sueño de la cocina propia. Y la disputa ya no pasa únicamente por ganarse el estómago de los jurados sino por dirigir un restaurante lleno una noche de sábado.
Durante buena parte del reality tu frase de cabecera fue “Nunca un churrasco con papas fritas”.
–Me gusta jugar con los sabores, no me parece que haya que ir a lo seguro menos en un concurso de cocina. Nunca cocino papas. No puedo con mi genio. Obvio que cuando doy de comer quiero que la gente salga satisfecha y le guste, pero tal vez me animo con combinaciones que son más jugadas. Verduras saladas, con sabores agrios o con dulce. Un pescado por ejemplo acompañado con salsa Roullie, en honor a mi apellido, que es una mayonesa con pimentón, un puré de coliflor. Tampoco es que en Dueños de la cocina propuse hacer un puré de mango...
En comparación con los platos del resto, que eran más tradicionales, los tuyos resaltaban. Pero según los jurados, resaltaban para mal.
–Y… el programa no es Masterchef, donde la gente que cocinaba bien en su casa se animaba a un poco más. Acá se supone que éramos profesionales con la capacidad de mostrarle al que está mirando en su casa que es posible comer diferente.
Cocinera o cocinada
A Sabrina la caracterizaron dentro del reality como uno de los personajes fuertes. Un poco por sus modos de defender con los dientes sus creaciones, con las que le da una vuelta de tuerca al recetario medio rioplatense –la banana a la parrilla con salsa de dulce de leche es un ejemplo–, otro poco por su look de butch reconocible de acá a la esquina, otro poco porque todos los productores de realities saben que sin personajes no hay intriga. Y la trama de este show, como siempre, se fue tejiendo con un casting calculado. Por eso no faltan los prototipos de base como el chico de barrio que se armó una cocina en el interior de un colectivo, la señora que en su vida vio El Gourmet pero se hizo en la cancha, la gangosa de la cocina ortomolecular, el joven emprendedor y encargado soñado para una cervecería artesanal, la que quiere ganar el reality porque hizo una promesa y la “líder positiva”.
Sabrina salió del closet a los dieciséis años, no está segura si por impulso individual o casi a pedido de su mamá, que le dejaba sobre la mesa papelitos con los números de teléfonos de organizaciones lgbti. Era 1995. Y desde entonces estuvo, como dice, siempre absolutamente afuera. A los veinte se fue a cocinar por el mundo. Vivió en Estados Unidos, Brasil y España. Y todos esos lugares fueron nutriendo su paladar. En España se hizo conocida como chef en el Zahora Magestic, un restaurante enorme y vanguardista que también tiene sala de conciertos. Fue una de las primeras lesbianas en hacer uso de la ley de matrimonio igualitario aprobada en España en 2005. Vivió seis años con su esposa de entonces y volvió a Argentina en 2015. Hoy es chef ejecutiva en las cuatro sucursales del restaurant El Mirasol.
Es curioso el uso selectivo que en Dueños de la cocina se hizo de la potencia butch de su personaje, ya que en ningún momento se dijo la palabra lesbiana: “Me llamó la atención que no dejaran en la edición final ninguno de los comentarios que yo hacía sobre mi novia, Michelle. Y me dio mucha rabia. Hablé muchas veces de ella, que es venezolana, en el programa, como el resto hablaba de sus parejas y familias. Pero nunca salió al aire ninguno de esos comentarios. Siempre los cortaron. Sí salieron cosas que cuento de mi mamá. Y supongo que más allá del contrato de confidencialidad que tengo con Telefé, no me dejaron hacer esta entrevista hasta ahora por eso. Creo que no querían que saliera públicamente del closet estando en el programa. Lo digo porque no fue un recorte, fueron muchos”.
¿Le preguntaste a alguien de la producción sobre esto?
–Sí, pero me respondieron con evasivas. Y si ves episodio por episodio, se vuelve clara la cantidad de piedras que me fueron poniendo en el camino. No lo digo para victimizarme pero sí por haber vivido tantos años afuera noto que en general los argentinos creen que “nada que ver”, pero en verdad la homosexualidad acá sigue siendo tabú.
¿Por qué pensás que no ganaste el reality?
–Son muchos los factores en juego. Mi novia me dijo varias veces que mi imagen es muy lésbica para el programa. Camila, mi contrincante, que terminó ganando, tiene una imagen más femenina. Pero creo que a mi estilo de cocina no lo entendieron o no lo quisieron entender.
¿Y cómo dirías que es tu estilo?
–Trato de no hacer platos comunes. Me gusta tomar recetas tradicionales y llevarlas hacia otros lugares. Mis platos cuentan mi historia, los lugares por donde pasé, pero también mis emociones, el momento que estoy viviendo. Cuando estás contento hacés cosas más elaboradas, con más tiempos de cocción, aunque cocines solo para vos. Los postres que más hago representan mucho mi historia en España.
¿Cómo son?
–Son postres de posguerra hechos con ingredientes muy básicos, casi sobras. Cuando la gente no tenía qué comer, usaba pocos productos, muy a mano, con resultados geniales como el budín de pan, las torrijas. Una vez hice una tapa que fue muy nombrada: un capuchino de lentejas. Lo que parecía espuma de leche era en verdad crema de papas, por arriba tenía una tierra de morcilla emulando al chocolate. Y el café era crema de lentejas. La veías y era un capuchino de acá a la China. Otra tapa: conos de panceta con calamares fritos y una pasta que parecía helado de frambuesa pero era en verdad mayonesa de remolacha. Pero estos juegos tenían mucha mejor recepción en España.
¿Al paladar argentino cómo lo ves?
–Cuando se animan les encanta, ¡pero no se animan nunca! A la sucursal de Puerto Madero de El Mirasol vienen personas millonarias a comer, famosos también. Y con algunos me fueron advirtiendo en la cocina: a Fulano no le vengas con ninguna propuesta loca, come churrasco de lomo con papas y punto. A algunos los pude llevar a probar cosas distintas pero costó mucho. Y tengo otros clientes a los que no los he podido sacar de las milanesas. Igual se las hago diferentes. Va el truco. Es muy sencillo. En vez de pan rallado, hay que rebosar la carne dos veces con puré de papas deshidratado. El de cajita puede ser. Y siempre condimentado porque, a diferencia del pan rallado, no trae sal. Queda súper crujiente y cero grasoso.
¿Hacés asado?
–Sí, pero en este caso lo hago casi sin trucos. A las carnes asadas más tradicionales trato de no agregarles mucho más, porque con la calidad que tienen acá casi no necesitan nada. Si no, la tapo, mato la materia prima. Pero las mollejas por ejemplo las saco con un chimichurri dulce con base de pasas de uva y ciruelas.
¿Y el pescado?
–Eso es una locura. Tenemos el mejor del mundo y no le damos bola. El langostino por el que en España se matan en Navidad, cuando la gente compra lo mejor de lo mejor, es el langostino argentino. Allá sale en la tele la propaganda de un langostino parlante vestido de tanguero diciendo “¡Che, cómeme!”. Pescamar, que es la empresa más grande de mariscos en España, está en Argentina, se lleva todo congelado para allá. Acá, donde por la temperatura del agua tenemos pescado de lo mejor, no hay cultura de mariscos ni de pescado.
¿Conquistaste a alguien por el estómago?
–A todas. A Michelle creo que la conquisté ¡con un pescado! El mejor de su vida, me dijo. Pescado con salsa de coco, panceta, menta, albaca y cilantro. Y también un humus que me elogian mucho. Lo hago como todo el mundo. Pero garbanzos de lata nunca jamás. Y el secreto es hervir los garbanzos con verduras, cebolla y comino. Después lo colás y las verduras las separás. Y procesás los garbanzos con ajo, aceite de oliva y comino otra vez.
¿Qué dirías de las jerarquías dentro de la cocina? ¿Te tocó pagar derecho de piso?
–Sin duda. Yo empecé pelando papas y lavando platos. Me agarré tendinitis en la clavícula de tanto lavar ollas. No es chiste. Lo que te da la escuela de cocina son lógicamente las técnicas pero nada más. Yo me formé en la cocina de una amiga, Sonia. Ella no había estudiado pero sabía una barbaridad. Y me enseñó algo que parece lateral pero es básico en un restaurante que es a moverte en la cocina. Los movimientos, literalmente, y cómo economizar la energía. Ella, que es gordísima, se movía muy lento. Lo mejor es ir lento pero en cada movimiento que hacés tenés que hacer diez cosas.
¿Cuál es para vos el lado más oscuro de reality?
–Grabás de lunes a viernes, durante un mes y medio. Unas doce horas por día. Salís agotada mental y físicamente. Yo ahora me recuperé un poco pero perdí mucho peso. No te deja tiempo para nada. Y los fines de semana yo seguía trabajando porque es el arreglo que hice con mi empleador. Por suerte mi novia y mi suegro me ayudaron en todo. A mi jefe en el restaurante le dije que esto era una oportunidad para los dos porque también era publicidad para ellos. No hubo problema y no me tocaron el sueldo, pero imagínate que hubo otros participantes que sí tuvieron problemas. Hubo quien puso en riesgo su laburo, y terminó abandonando. Lo que sí la televisión te abre puertas. La gente de pronto te conoce. Uno de los restaurantes donde estoy venía flojo de gente, El Mirasol de Boedo. Ahora hace cola la gente. Yo salgo a las mesas, vendo, me muestro, sugiero platos. La gente me pide fotos y más fotos.
¿Les pagan por el tiempo que pasaron grabando?
–Los viáticos. Y… los realities no son lo que uno ve. Yo tengo un contrato de confidencialidad durante un año. Lo que puedo decir es que es muy duro estar ahí, la presión es exagerada. La primera noche que hice un restaurante, y que perdí, llegué a la madrugada a mi casa vomitando. Esa noche mi novia me dijo que si esto iba a ser así, que lo dejara. Nos faltó contención creo. Podría haber psicólogos para tratar a la gente que va a estar ahí tantas horas por día bajo tanta presión, por ejemplo. Faltó un acompañamiento en lo profesional. Esto uno lo hace para crecer. La promesa era que a medida que nos fueran eliminando íbamos a ir a programas de Telefé que tienen que ver con cocina. Eso nos ilusionaba porque es algo que te sirve para promocionarte como cocinero. Pero no fue así.
Te da visibilidad pero también te expone a muchas agresiones.
–En las redes es una cosa y en la calle es otra. Detrás de un teclado todo el mundo se anima a todo. Yo le decía a Narda Lepes (integrante del jurado) “Joder, a nosotras nos re putean”. Y me dijo: sí, detrás de un teclado la gente se anima a cualquier cosa, pero a que nadie te dice nada en la calle. Y es cierto. Los que te putean, después, si te ven en la calle, te piden fotos. Sucede que Argentina es un país muy machista y homófobo.
¿Y eso en qué lo ves?
–La cantidad de gente que nos critica a Camila y a mí, las dos participantes femeninas más fuertes del programa. Nos llaman histéricas, conchudas, malcogidas y putas. Pero a Patrick, que tiene un carácter muy similar al nuestro, lo que le dicen es que es un tío con carácter, que se planta. También es verdad que yo no soy ni tan seria, ni tan soberbia, ni tan mala como lo que se desprende del recorte del programa. La verdad es que televisivamente lo que vende es la creación de estereotipos. Ahora bien, todos los cocineros somos soberbios. Es necesario. Yo mando en cuatro restaurantes con equipos de varones. Si no tengo carácter, me comen viva. Luego yo siempre fui muy abiertamente lesbiana desde chica. No lo oculté en la vida ni en el programa, por más que hayan recortado las menciones directas. Y sí recibo muchos comentarios como “lo que mejor te sale es la tortilla”. Me banqué alguno de esos comentarios, pero a Gonzalo (otro participante) lo mataron con eso. Estamos hablando de insultos como “Ojalá te mueras, trolo”.
¿Qué diferencias notás con España?
–Todas. Yo salí del closet con 16 años. Y la que me saca es mi mamá. Se da cuenta y un día me agarra y me dice: yo te amo y quiero que seas feliz así como sos porque acá no hay que ocultar nada. Esto fue en 1995. Después de un viaje que hago a Necochea para ver a mi abuela, mi mamá me recibe con un papelito que decía “Asociación de Jóvenes Gays y Lesbianas”. Y un teléfono. Lo había visto por la tele y me lo anotó. Llamá, me dijo, y vas a ver que vos no estás sola. De ahí en adelante todo fue muy bueno porque al no tener problemas en casa, me importaba muy poco lo que pensaran los demás. Más siendo adolescente. Lo vivís como que no te importa nada.
¿Y ahora?
–Recién ahora palpo la diferencia me parece. Cuando vuelvo de España en 2015. No es que nada ni nadie me impida acá andar con mi novia de la mano, cosa que hago, pero no es lo mismo. Allá el matrimonio se aprobó en 2005. Yo estuve seis años casada con una española. Si bien yo no viví en Madrid sino en Ciudad Real y en Galicia, puedo decir que lo que se respira en la calle con respecto a las lesbianas es distinto. Ojo, tampoco digo que acá tendría que haber una Chueca, que me parece más un gueto que una posibilidad de libertad. Te doy un ejemplo: por mi trabajo me muevo entre gente muy adinerada que va al restaurante. Ricos que me miran los tatuajes y el pelo, y me los tocan fascinados: “Ay, qué divino”. ¿Y si me cruzaran en la calle y no atendiéndolos como pseudofamosa en un restaurante top? ¿Cómo reaccionarían? Esta “fama” dura media hora. Pero mientras dura, da la sensación de que todo está permitido.
¿Y por qué volviste a Argentina?
–En el 2015 porque mi mamá se enferma y vuelvo a cuidarla. Llegué y la conocí a Michelle. ¡No tuve oportunidad de nada! Yo tenía pensado cuidar a mi mamá hasta que falleciera y volver a España. Pero no había pensado en que al morir mi mamá, hija única, se iba a quedar sola mi abuela de 91 años. Entonces me quedé. Empecé a trabajar en El Mirasol.
¿Qué cocineros te gustan?
–David Muñoz. Hace una cocina fusión asiática española. Es el cocinero más joven con mayor cantidad de estrellas Michelin. Es un loco de la cocina y hasta se está metiendo con los vinos, que es un mundo aparte. Está más loco de Ferran Adriá (el chef de El Bulli, en Barcelona). Muñoz tiene 34 o 35 años. Ha viajado mucho y viajar es esencial para cocinar bien. Como a mí me sirvió vivir en Estados Unidos, en Brasil, en el Norte de España, en el centro. En el Norte, todo se basa en lo que te brinda el mar. En el centro viven de lo que da la tierra: muchas carnes de caza, sabores más fuertes.
¿Y cocineros de acá?
–Germán Martitegui (el dueño de Tegui) está rompiendo con todos los conceptos cuadrados de Argentina. La cocina no es sólo dar de comer, es cultura, es contar lo que somos nosotros como pueblo. Si no rompés con la forma en la que te alimentás, eso se traslada a todo, habla de todo lo demás. Y nosotros estamos muy atrasados.
¿En qué sentido atrasados?
–Mirá Perú y Bolivia. En renovación de su cocina tradicional nos pasan el trapo. Países tradicionalistas como esos se atrevieron a modernizar su cocina. Nosotros todavía no, salvo honrosas excepciones. Ahora bien, empezar se empieza por lo primero. En un episodio de Top Chef de España, que es un programa en el que participan chefs con estrellas Michelin, pasó algo gracioso. Son todos cocineros con conceptos muy avanzados, trabajan a nivel cocina molecular. Te rompen la cabeza. Y en ese episodio la prueba era hacer tortilla de papas. Ninguno supo hacerla. La cocina tradicional, la de base, es ineludible. Si no sabés hacer nada del libro de Doña Petrona, no podés hacer nada. Pero tampoco te podés quedar en la decoración de la torta, en la presentación del pionono con lechugas asomando, el flan de doce huevos. La base hay que tenerla para después poder romperla.