El discurso del presidente Alberto Fernández en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional tuvo un prolongado recorrido de balance económico de tres años de mandato. El saldo de la mayoría de las variables macroeconómicas, de la gestión del sector público y de las empresas estatales ha sido positivo en este período. Este resultado fue respaldado con cifras y evaluaciones objetivas acerca de la marcha de la economía, con dinamismo del mercado laboral, muchos sectores productivos y de servicios superando los niveles prepandemia y varios por encima del pico de 2017 del gobierno de Mauricio Macri.
La marcha económica está mostrando, sin embargo, dos rostros opuestos que puede generar confusión al momento del abordaje analítico acerca de qué está pasando. Actividad económica y consumo muy dinámicos en algunos sectores, con producción industrial y generación de empleo formal e informal en constante crecimiento, al tiempo de ingresos de trabajadores y jubilados insuficientes en un contexto de inflación muy elevada.
La descripción global de Fernández entonces fue una síntesis de la expansión de un modelo desarrollista con criterio nacional. La definición clave de este sendero lo ofreció el Presidente, diciendo que la compartía con el ministro Sergio Massa: la prioridad es el crecimiento para poder redistribuir el ingreso. El concepto central es que sin crecimiento económico no se puede mejorar las condiciones materiales de trabajadores y jubilados.
Se trata de una postulación básica que no necesita una explicación adicional. La controversia aparece cuando se observa qué sucede cuando la economía crece, como precisó Fernández al destacar el 10,3 por ciento en el 2021, el 5,2 por ciento en el 2022 y la perspectiva de un resultado positivo en este año, para acumular tres años seguidos de alza, ciclo que no se registraba desde el 2008.
Hubo y puede haber crecimiento económico pero el ingreso real de gran parte de los trabajadores y de los jubilados no ha mejorado sustancialmente y arrastra una pérdida de 15 a 20 por ciento desde el derrumbe macrista. O sea, la distribución del ingreso no ha cambiado en esencia y consolidó el rasgo regresivo pese al crecimiento económico, condición necesaria expuesta por Fernández pero, queda en evidencia, insuficiente para un mejor reparto de la riqueza incrementada en estos años.
Si se quiere comprender lo que está pasando y con criterio crítico cuál es la disputa interna en el oficialismo es necesario eludir las sentencias que ignoran uno de los dos aspectos centrales de este ciclo de crecimiento sin distribución. O sea, son exagerados quienes sólo se abrazan a indicadores macroeconómicos positivos y desestiman la situación crítica en los ingresos de una porción mayoritaria de la población. Tienen también una mirada parcial quienes sólo enfatizan el cuadro inquietante de inflación elevada y debilidad de ingresos en términos reales para afirmar que existe una crisis macroeconómica.
El cuadro general es de desigualdad en el reparto del crecimiento y con indicadores macroeconómicos generales positivos. No se trata de la discusión política sobre el vaso medio lleno o medio vacío de un ciclo económico, sino de interpretar un determinado régimen de acumulación que consolida la existencia de ese esquema de distribución del ingreso.
Aquí es donde aparece la debilidad del modelo desarrollista nacional que, con este resultado, no puede incorporar el concepto popular. Para una fuerza política conservadora, como la alianza macrista-radical, éste no sería un aspecto relevante y poco le importa –más bien, promueve un modelo regresivo-, puesto que sus premisas políticas y base electoral son diferentes.
En cambio, para una coalición que se reconoce e identifica con la concepción nacional y popular, cuya base mayoritaria está integrada por trabajadores formales e informales y grupos sociales medios bajos y vulnerables, el actual saldo económico expresa fragilidad que se traduce en las conocidas tensiones al interior del oficialismo.