La corrección política, y la incorrección, no son apenas las dos caras de una misma moneda sino un debate social y cultural sobre la libertad de expresión en el que estamos inmersos desde hace décadas. Y recrudece cuando la única revolución posible pareciera ser la de las formas, y las bastillas urgentes por tomar son los medios de comunicación o los libros para las infancias. El éxito de la serie División Palermo en Netflix -una Guardia Urbana formada por friquis contratados en la ciudad neoliberal como instrumentos de maquillaje de las verdaderas políticas represivas- plantea la encrucijada del humor, donde un Micky Vainilla pudo ser celebrado, es lógico, por el progresismo de izquierda, pero a la vez sirvió, sin buscarlo, a la juventud reaccionaria como un espejo gracioso donde se reconocía muy a gusto.

La izquierda transita la cuestión sobre el filo de una navaja. En una época en que el fascismo juguetón se enorgullece de ser calificado como incorrecto, el peligro de los adversarios es caer en el neopuritanismo, que cuida el valor moral de mercado de las diferencias al precio de dejar intacto el abono cruel de donde emana el darwinismo social (pobre Darwin cuando Herbert Spencer concibió las sociedades humanas como un campo de selección natural entre aptos y débiles): si la categoría "negro" hiere cada vez que la pronuncia un blanco, y cuando define algo perturbador, puede llegarse a la banalidad de enseñar a los chicos a que no es bueno atribuir a una oveja mala el mote de negra o a un patito fuera de la fila el de feo, mientras en las calles de Estados Unidos, por ejemplo, sigue tan campante la policía asesinando a miembros de la comunidad negra. Ni un presidente afroamericano ni el movimiento Black lives Matter parecen haberlos detenido más allá, precisamente, de políticas semánticas. E incluso de justas leyes públicas inclusivas, mientras existen a un mismo tiempo leyes clandestinas que autorizan el exterminio.

Cuando la guerra cultural se postula sobre la superficie, lo que realmentre se juega en lo profundo muere ahí mismo, diluido, con la tolerancia como lápida. Lo que irrita al filósofo esloveno Zizek, para quien así se introduce, por ejemplo, una especie de racismo consciente de la conversación (“una gran opción”).

Los primeros capítulos de División Palermo me pusieron en alerta. ¿La serie podría ser intepretada por el público como una crítica desde el humor -por cierto brillante- a la corrección política del neoliberalismo, bajo el cual la diversidad es materia de ingesta? ¿O, más bien, correría la mala suerte de ser traducida a carcajadas por la nueva derecha, extrema, como un ejemplo de las ñonerías del “marxismo cultural”, que sigue, para ellos, con las huevadas de la identidad de género y el rescate lacrimógeno de las vulnerabilidades?

Parecíamos estar, frente al televisor, ante aquel atolladero del que hablé al principio. Entre lo correcto y lo incorrecto como campo de batalla discursiva. Enseguida ese dilema, para mí, se diluye cuando resulta evidente que su creador y protagonista Santiago Korovsky se vuelca, a su manera, a poner a sus personajes (por cierto excelentes actores todos) a jugárselas en el terreno de Zizek. Es decir, hace reír no mediante la ridiculización del “marxismo cultural” sino de las astucias de la derecha cuando se postula progresista, en su afán de esconder la diferencia bajo una alfombra de exportación o instrumentarlas, acríticamente, como objetos de consumo en las góndolas culturales.

Es un enigma si Korovsky es consciente de la tensión que produce un programa como División Palermo, un boom de la cultura de masas (y, por tanto, asunto de debate intelectual en las redes). No sé qué opinión pueda tener al respecto. Y asistiendo al éxito de la serie, ya poco importa, porque escapa a los motivos que lo pudieron inspirar, más allá de concebir personajes entrañables que huyen del lugar común de víctimas y se apropian de su diferencia con una espontaneidad que permite a la trama girar menos en torno a sus debilidades que a la de esta sociedad cada vez más miserable que nos toca habitar.

La nueva derecha seguirá, como siempre, sacando partido de lo que no le corresponde. Los neopuritanos, mientras tanto, sintiendo que han sido tomados en joda. La salida del laberinto, me parece, no es ni por arriba ni por debajo. Es huyendo de la literalidad. Porque el buen humor es, justamente, la posibilidad de que nadie, piense como piense, quede fuera de esa huida.