Imperio de luz
(Empire of Light)
Reino Unido/EE.UU., 2022
Dirección y guion: Sam Mendes.
Música: Trent Reznor, Atticus Ross.
Fotografía: Roger Deakins.
Montaje: Lee Smith.
Intérpretes: Olivia Colman, Micheal Ward, Colin Firth, Toby Jones, Tom Brooke, Tanya Moodie, Hannah Onslow.
Duración: 115 minutos.
Distribuidora: Buena Vista.
8 (ocho) puntos
Así como otras películas recientes –The Fabelmans, Babylon– Imperio de luz sitúa al cine dentro suyo; en este caso a partir de una sala enorme, un “catafalco” a medio camino entre la sala tradicional y los complejos actuales. El film de Sam Mendes (Belleza Americana, Skyfall, 1917) transcurre en una ciudad costera inglesa durante los años ’80, una década bisagra dentro de la historia del cine pero en concreto para las mismas salas: la concurrencia del público en aquellos días, si bien era mucha, comenzaba a priorizar ciertas películas –a modo de ejemplo, Imperio de luz ofrece toda una secuencia alrededor de Carrozas de fuego–, con una merma que tendría su momento crítico poco tiempo más adelante; de hecho, este palacio, este “imperio de la luz”, ya tiene algunos de sus pisos cerrados y olvidados.
En ese mundo de esplendor quieto, como si de un refugio se tratase, transcurre la historia de este film querible, habitado por dos personajes fusibles, dos personas solitarias que pueden, sin embargo, encontrarse y quererse por trabajar circunstancialmente allí. Gracias a ello, quedan al amparo de un orden social quebrado, racista, donde los derechos civiles son aplastados y Margaret Thatcher asoma como efigie –a propósito, no estará demás recordar que si debe hacerse alguna objeción a Meryl Streep, ésta apunta a ese film horrible que es The Iron Lady, una proclama admirada hacia una de los estandartes macabros de la derecha internacional–.
Ése es el panorama para una sala que, simbólicamente denominada “Empire”, se resquebraja pero todavía se sostiene. Entre quienes allí conviven están la añosa Hilary (Olivia Colman) y el novato Stephen (Micheal Ward). La primera con un dolor escondido, que de a poco se descubre, y un desempeño atento que sabe cumplir, entre otras cosas, con los pedidos sexuales de su jefe (Colin Firth). En cuanto a Stephen, es negro y joven; vale decir, dos pecados para la Inglaterra de aquellos años. Mientras skinheads y políticas conservadoras se apoderan de las calles, ellos –la mujer con experiencia y el aprendiz– dan otra vida a los espacios abandonados del edificio.
Hilary tendrá que sortear muchas peripecias, conforme a una vida psíquica quebrada, el amor hacia alguien mucho más joven –con quien, por ser negro, deben valerse del refugio del cine para sus encuentros–, la manipulación de su jefe, y una soledad a la que el contexto violento parece obligar. Aun cuando lleva una vida trabajando en el cine, Hilary nunca mira las películas; quien se lo recrimina es Stephen, ese otro solitario, cuyo horizonte parece caído mientras tolera el desprecio ciudadano.
Como corresponde a la cabina de todo operador que se precie, aquí también hay uno que hace de su morada una suerte de santuario, con fotos y afiches que lo decoran. Un lugar sólo accesible a quienes caigan en gracia. Norman (el gran Toby Jones) cuida con esmero cada rollo que llega a sus manos, a los que no duda en considerar un “tesoro”: un tipo de amor por el cine –parece decir el film de Mendes– que ya no permite el soporte digital. Siempre atento al film a proyectar, en determinado momento será él quien deba elegir una película, a pedido de Hilary.
A esa película Mendes la privilegia de un modo bellísimo (el film tiene muchas citas cinéfilas, pero a diferencia de lo que sucede aquí, están soterradas o escondidas en fotos, afiches y diálogos), también porque es una de las más hermosas películas hechas, y con uno de los actores más notables. Desde luego, para descubrir de qué película se trata mejor mirar Imperio de luz; y de paso, cómo no, fascinarse una vez más con la dirección fotográfica de Roger Deakins –nominado al Oscar por este trabajo–, maestro de la luz que aquí baña los interiores de un ámbar cálido, de rojo terciopelo, de sensación mullida; con una atención especial por el último y olvidado piso del “Empire”, rodeado de una luz cielo que visitan asiduamente, como si de una burbuja mágica se tratara, los protagonistas.
En un mismo sentido laudatorio, destacar a la actriz inmensa que es Olivia Colman, plena de fuerza, belleza y dolor. Cuando sonríe, todo es posible. Aun cuando sabe que al alentar ciertas decisiones –como la del joven amante, para que viaje y estudie– ella quedaría sola, no hay traza de duda en su comportamiento. Su edad, por otra parte, la sitúa en una frontera que hace de la vejez un destino próximo; un umbral que equivale, en cierto sentido, a la línea por momentos difusa entre su estabilidad y el desequilibrio emocional que la persigue. Todas cuestiones acordes con las del mismo cine donde habita y trabaja, cuya sala oficia como un templo pagano que resiste los embates: en una de las secuencias esto queda patente, cuando los energúmenos de la violencia ingresan allí a patear y romper.
Algo más, y no es menor: el nombre de la sala y el de la misma película. “Imperio de luz” (Empire of Light) refiere, por un lado, al hecho mágico y explicable por el cual el cine existe; pero por otro, mira con sorna a los nombres de ciertos templos que, nada casual, profanaron salas de cine para levantar allí sus reductos de oración.