La tarea diagnóstica, en cualquier campo, tiene dos nortes: pintar la aldea, describir qué sucede y arriesgar un porqué, una explicación. Por caso, ¿es válido afirmar que la humanidad atraviesa un período crítico? El hambre, la desigualdad, las guerras, los conflictos políticos, el progresivo agotamiento de los recursos naturales por el solo afán de ganancia, y un largo etcétera, nos autorizan a responder afirmativamente. Sin duda, no es la primera vez en la historia que la aceleración mortífera se impone, pero también es cierto que nunca sabemos cuál será nuestra última oportunidad. El segundo interrogante, por qué sucede, es aún más difícil de responder. La dificultad es doble: por un lado, pues no es sencillo acertar con el argumento para tamaño problema; por otro lado, y sobre todo, porque la respuesta no es única: siempre hay razones múltiples y, a su vez, éstas varían con el tiempo y con la geografía.
Hechas estas salvedades propongo pensar uno de los motivos posibles: la humanidad atraviesa una crisis porque en diferentes magnitudes se ha perdido la confianza, la capacidad de confiar.
Sin embargo, no es que la desconfianza haya ocupado el lugar vacante, pues aun cuando en ocasiones se presente con los ruidos que le son propios, la pérdida de la confianza ha dado paso, más bien, a un escepticismo desolador.
“In god we trust” dice el lema impreso en la moneda estadounidense. Alguna vez Bioy Casares afirmó que Dios es un monosílabo que tuvo mucho éxito (y queda pendiente un examen de dicha victoria), aunque el lector sabrá comprender que no deseo tratar aquí un asunto religioso y mucho menos un análisis de la divisa verde. En todo caso, me interesa el contenido del lema citado porque agrupa tres elementos significativos: el punto de referencia (Dios), la reunión de las singularidades (nosotros) y la acción (confianza). De inmediato recuerdo a un joven muy lúcido que decía: “A mí me preguntan si creo en Dios, pero yo me pregunto si Dios es creíble”.
El problema reconoce diversos vértices y se amplifica de un modo que no podremos abarcar aquí: a) ¿hay un punto de referencia externo sólido, Dios, la patria, un ideal, etc.?; b) ¿podemos reconocernos semejantes y construir un nosotros?; c) ¿somos capaces de confiar?
Para decirlo brevemente, intuyo que las tres dimensiones actualmente se encuentran en crisis y quiero detenerme en una de ellas, la tercera: hemos perdido --por acción y omisión-- nuestra disposición a confiar.
Agreguemos un par de interrogantes: ¿podremos volver a confiar? ¿En qué consistirá confiar?
Una conocida frase de Gramsci dice: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Posiblemente, ni todo lo viejo muera, ni todo lo que surja sea enteramente nuevo. Como sea, la expresión gramsciana nos previene, quizá consuela, ante la aparición de los monstruos para no reducirnos en la vivencia apocalíptica. Creer o confiar, ¿son verbos que tendrán nuevos significados? No podemos saberlo aún.
Un banco desarrolla un algoritmo para que los clientes soliciten y obtengan créditos con solo requerirlos a través de una aplicación del teléfono. El director a cargo del proyecto explica que la aprobación de aquellos préstamos se distingue en dos aspectos del modo tradicional: la aprobación es inmediata y, sobre todo, se funda en criterios que no son los habituales. En efecto, ya no se exigen balances, recibos de sueldos, garantías hipotecarias, etc., sino que solo importa el procesamiento que el sistema hace de la información contenida en el teléfono celular: cuántas aplicaciones tiene instaladas, si la cuenta de mail es nueva o no, si la batería se recarga diariamente, etc. Así opera la ciencia de datos, que no requiere de una persona que confíe en otra sino de procedimientos de análisis de datos tecnológicos. Que una persona diga la verdad o mienta no tiene relevancia, el sistema decidirá y, en consecuencia, no es preciso confiar.
No intento imprimir una visión distópica de la expansión tecnológica, sino reflexionar sobre su parcial impacto en el desarrollo de la confianza, en la capacidad subjetiva de confiar.
Si bien luego me referiré a este problema en el campo del amor, apuntemos ahora cuántas personas reemplazan escuchar y jerarquizar la palabra de su pareja por “conjeturas” que construyen a partir de la presunta información que extraen de las redes sociales: si están en línea o no, si colocan un “me gusta” en publicaciones ajenas, si siguen o son seguidos/as por tales otras personas, etc.
Desde luego, y nuevamente, surge un interrogante: ¿se trata del arruinamiento de la capacidad de confiar o estamos a las puertas de nuevas dimensiones subjetivas de la credulidad?
Hemos estudiado detenidamente el discurso falso, sus variedades, sus metas, sus determinantes y sus posibles revestimientos. En ese universo hallamos una riqueza de matices así como una serie de dificultades al momento de definir los criterios de detección de las mentiras. Hay, en todo ese panorama, una singular modalidad del discurso falso instalada por el neoliberalismo: no solo mentir sino mostrar que se miente. En esa misma línea, dirigentes y votantes del neoliberalismo pueden exponer dos opiniones contradictorias y los enuncian sin registro de la contradicción, sin signos de displacer. El ocultamiento es una de las metas, pero la estrategia consiste en confundir y desquiciar el pensamiento. La irrefrenable usina de noticias falsas, la invención de causas judiciales, la proliferación de teorías conspirativas y su combinación con la banalización y simplificación de todo argumento ha dado lugar a una escena paradojal: los sujetos pueden creer lo más inverosímil y, simultáneamente, sentir que ya descreen de todo, que nada ni nadie despierta expectativas.
Es evidente que las generaciones más jóvenes (entre los 20 y 40 años) están desarrollando nuevas formas de pensar el amor (también el trabajo). Las transformaciones son múltiples y se expresan en los modos de percibir el cuerpo propio y ajeno, en las prácticas para la satisfacción de los deseos y en el discurso con el que comunican los afectos. Me he preguntado, por ejemplo, sobre las condiciones y consecuencias del llamado poliamor, a sabiendas de que las diferencias generacionales siempre nos dejan afuera de la posibilidad de comprender, al menos rápidamente, aquello que nos resulta nuevo y disruptivo. No obstante, intuyo que dicha práctica vincular también influye en el desarrollo de la capacidad de confiar. En efecto, dado que la fidelidad deja de ser un requisito y, en cambio, se privilegia el blanqueo, la transparencia, ya no parece necesario el trabajo psíquico de confiar.
Aquí se me podrá objetar que el poliamor ostenta dos virtudes: por un lado, que dada la frecuencia de infidelidades, se trataría de vínculos más sinceros; por otro lado, en tanto que la monogamia es una restricción cultural contraria al empuje de los deseos, el poliamor se presentaría como más realista o, cuanto menos, como una práctica que no censura.
Sin embargo, pese a la parcial verdad que entrañan ambos argumentos, también reúnen limitaciones que no podremos desarrollar ahora (por ejemplo, esos argumentos omiten comprender las razones y función de la renuncia pulsional, entre otras). Por lo pronto, solo me interesó ubicar este asunto en la serie de situaciones (políticas, laborales, amorosas) que actualmente afectan a la construcción social y singular de la confianza.
Comentarios finales
Algunas de las ideas expuestas guardan relación con los desarrollos de Byung-Chul Han sobre la transparencia, sobre ese estado de cosas en el que todo está dado a ver sin reparo alguno. Sin duda, no es que ya no existan los ocultamientos, sino que el exceso de mostración ha resultado en una profunda perturbación de nuestra capacidad de confiar más que en un refinamiento de la sinceridad. Tal como sucede en esas modernas oficinas todas vidriadas --a las que muchas veces llaman peceras-- se pretende ostentar transparencia cuando solo redunda en falta de intimidad; intimidad que al fin y al cabo es sentida como innecesaria por la supresión subjetiva.
En ese mismo acto en que todo es visto por el sujeto y el sujeto es visto por todos, nadie es dueño de su propia atención. Solo resta mirar de forma pasiva pues otro se ha apoderado de la propia percepción.
La confianza reúne significados diversos y direcciones múltiples. Entre los primeros, por ejemplo, un sujeto quizá logra confiar en que podrá realizar un propósito, cumplir algún objetivo que se proponga. Otro tipo de confianza consiste en que el sujeto crea en la honestidad de su interlocutor. Por último, confiar también resulta de la capacidad de dar crédito a la relación entre las palabras y los hechos, relación que impide que el mundo sea percibido como un caos incoherente. Respecto de la dirección de la confianza, y en parte se deriva de lo antedicho, el sujeto podrá confiar en sí mismo, en los otros y/o en el futuro, todo lo cual se enlaza íntimamente con la capacidad de sostener las expectativas.
Volvamos a Dios y recordemos que Dios ha muerto aunque, en rigor, cada tanto renace y luego vuelve a morir, de un modo análogo al ciclo descripto por Gramsci. No sabemos, entonces, en qué devendrá la sensibilidad humana para confiar, si está atravesando una etapa transitoria de derrumbe y, luego, resurgirá de sus cenizas o, también, asistiremos a una reconfiguración que establezca otras variables y parámetros totalmente nuevos para confiar.
Como sea, confiar, sostener una esperanza, hoy, consiste --al menos en parte-- en no ceder al goce apocalíptico.
Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.