Guardaba entres las sábanas de su cama el boleto del autobús donde se encontró con George Barker por primera vez, se había enamorado de él antes de verlo, cuando leyó sus poemas publicados en revistas literarias amparado por T.S. Eliot (el mecenas de Barker) y cuando descubrió uno de sus libros en Better Books, la famosa librería de Charing Cross Road en Londres. Después, solo tuvo que escribirle haciéndose pasar por una coleccionista de manuscritos a la Universidad de Sendai (en Japón, donde Barker era profesor de inglés), gracias a una celestina sin intenciones: Lawrence Durrell, editor en ese momento de The Booster, que le pasó el dato. El boleto que ahora exhibe la Biblioteca Nacional de Canadá y que fue encontrado cuando Elizabeth murió es el vestigio inaugural de un amor cuestionado. Ella era una canadiense rica, él, un británico casado, se fueron a vivir a California, tuvieron cuatro hijxs y se peleaban a diario con un portazo estelar donde George quedaba del lado de afuera y volvía (cuando volvía) muchos días después. La mujer que se había enamorado del sonido de sus palabras, de ese “sonido jugoso que corre, burbujea, embriaga”, crió sola a sus hijxs y escribió un libro para contar ese amor: En Grand Central Station me senté y lloré, publicado en Inglaterra en 1945. Un legado ensordecedor, un tratado poético, un libro de culto, un espanto, una gloria y el lugar de la memoria que nombra sin nombrar porque para ella “él era un objeto de amor y no podía ser nombrado". La escena del boleto testigo, esa escena en la que está parada en una esquina “y todos los músculos de mi voluntad están reteniendo mi terror para enfrentar el momento que más deseo”, inicia el viaje iracundo. Pero la vida en furia de Elizabeth no terminaba con la salida de George ni con los restos sangrientos sobre el cuerpo ni con las borracheras ni con los labios mordidos tras la pelea, la vida en furia, era -según escribió Christopher, uno de sus hijxs- una vida en continuado dependiente: “a pesar de ser una autora consumada, siempre jugó un papel subordinado a los hombres en su vida (…) mi madre, la mujer de 'corazón enmascarado' solía preguntarle a mi padre si era una desventaja en la vida que una mujer tenga inteligencia”. “Que nadie por más exquisita que sea su prosa poética escriba un libro así”, pidió en los años sesenta Angela Carter en una reseña en la que agregaba que era “como Madame Bovary atravesada por un rayo”, un rayo con versos que Morrissey rescató y cantó en los años ochenta. Elizabeth que sabía de memoria los sonetos de Shakespeare, publicó su primer poema a los diez años y su primer libro a los quince. Su romane con Barker duró intermitentes décadas, él nunca se separó, tuvo muchos hijxs con otras mujeres (dicen que quince) y ella vivió romances con algunos hombres, con algunas mujeres. Fue redactora de anuncios publicitarios que hoy serían un éxito en Istagram, vendió alfombras, tiaras y radios hasta que llegó a ser una de las editoras con mejor sueldo en la Inglaterra de los años sesenta. Cuando su novela se reeditó en 1966 y se convirtió en un éxito de ventas se instaló en Suffolk, en una casa de campo y escribió relatos, poemas, novelas, libros de cocina, de vino y de jardinería. Lejos había quedado su familia canadiense que horrorizada por su amor publicado la había dejado sin dinero (su madre tiró los ejemplares que pudo y prohibió la publicación en Canadá), lejos los años de platos semi vacíos, las noches de los retratos (uno de Lucian Freud) y el aluvión de vodka, lejos las anfetaminas que la mantenían despierta toda la noche para trabajar en publicidad y pagar la escuela, todo estaba lejos, todo menos el rumor de las palabras de George y su boleto almohada.
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