Trágico, impactante, devastador. El suicidio de una persona de apenas 12 años, atormentada por el dolor psíquico, y el salto al vacío solidario de su gemela, testigo de su sufrimiento, impone la necesaria reflexión, el análisis de las múltiples formas que adquiere el padecimiento psíquico y sus terribles consecuencias.

Justamente, de todos los “dolores” que un sujeto puede experimentar, el dolor psíquico y sus expresiones es el más devaluado en el mundo de la medicina.

Aun con el paso de los años, las leyes que amparan los derechos de las personas con padecimientos psíquicos, y la difusión de los distintos cuadros psicopatológicos, el paciente “de salud mental” sigue siendo la mancha venenosa en los hospitales generales, en las clínicas, en los servicios de emergencia, y aún más, para las fuerzas de seguridad.

Hace pocos días veíamos a varios policías de la ciudad arremeter con sillas de madera contra el cuerpo de un presunto paciente psiquiátrico. En las guardias de los hospitales nunca se sabe dónde ubicarlos, qué tan lejos internarlos transitoriamente hasta que se estabilicen y se vayan.

El modo de referirse a una mujer sufriente conserva los peores resabios de la discriminación y el desprecio por lo femenino: “es una H”, (en alusión a la histeria) y por lo tanto, una simuladora. Se desconoce el carácter conversivo de los síntomas (parálisis, cegueras, convulsiones, cefaleas) y se los cataloga como simples formas de “llamar la atención”. Lo mismo ocurre con las tentativas de suicidio, siempre menospreciadas, a las que se les desconce el caracter de acting out o pasajes al acto, y se las ubica como intentos de manipulación de algún otro sujeto al que le estarían dirigidas.

Pero también los hombres con padecimientos psíquicos reciben un trato similar. El obsesivo, atormentando por sus rituales, por sus autorreproches, por sus sentimientos de culpa, por sus “tocs”, es objeto de burlas y de desprecio.

Sabemos que quien padece cualquiera de las modalidades de padecimientos psíquicos sufre profundamente por su afección: la angustia duele, incisivamente se clava en el pecho, al punto de confundirse con un posible dolor precordial vinculado con un infarto; la tristeza hiere al cuerpo, en las articulaciones, en la pérdida de fuerzas, en el cansancio extremo; la ansiedad, la tensión psíquica contractura los músculos y hace estallar la cabeza de dolor, provoca interminables insomnios y pérdida del apetito.

Aun cuando el cuerpo no es el escenario de expresión del sufrimiento psíquico este no es menos letal: el paciente esquizofrénico sufre horriblemente por sus alucinaciones, por esas voces que lo insultan, esas manos que lo tocan, esos monstruos que lo persiguen. El paranoico no descansa jamás de su estado de alerta extrema, de interpretación permanente de cada palabra, cada gesto, cada señal que lo advierte del mal que lo acecha.

Quienes nos dedicamos al tratamiento de los padecimientos psíquicos sabemos a las claras que todo esto atraviesa la vida de quienes buscan la ayuda profesional, en un intento muchas veces desesperado de dejar de sufrir.

En algunos casos, el exilio, la pérdida de las referencias cotidianas, los olores conocidos, los colores, sonidos, espacios que han constituido el entorno familiar, produce un fuerte impacto en la subjetividad.

El mensaje repetido hasta el hartazgo de que “en este país no se puede vivir”, lanza a muchas familias a la búsqueda del “sueño americano”, o del “sueño europeo”. Movidos por la promesa de acceder a un promocionado paraíso libre de dolor y de peligros cotidianos, creen que existe algún lugar en el que el malestar por existir pueda desvanecerse como por arte de magia, y allí van, a distintos lugares del mundo, sin saber lo que les espera. A veces resulta bien, y entonces sus historias son difundidas por medios de comunicación que refuerzan así su “campaña” antiargentina que sólo fomentan cuando el modelo de gobierno no es afín a sus ideologías, o peor aún, cuando no reciben los generosos aportes en pauta oficial.

Pero en otros casos, el sueño se convierte en pesadilla: la europa soñada se evidencia resquebrajada por el desempleo, por una, para ellos, inusitada inflación, por una guerra que les restringe el acceso al combustible para calefaccionarse, por la violencia racista, por el avance de movimientos neonazis, por la discriminación de los africanos, árabes, o “sudacas” que llegan por millares constituyendo una amenaza para su ya frágil equilibrio económico.

¿Qué lleva a pensar a los migrantes argentinos que en la vieja Europa o en los EE.UU. serán mejor recibidos que como nosotros mismos hemos recibido a lo largo de los siglos a ciudadanos bolivianos, peruanos, chilenos, nigerianos, rumanos o senegaleses?

¿Acaso no se advierte que para los nativos de los países llamados centrales, todos los demás somos ciudadanos de segunda categoría?

En este, como en tantos otros casos, es necesario estar atentos a los signos que el dolor muestra; dejar de pretender que quien presenta una adicción al alcohol, a las drogas, a la comida, se abstenga de consumir, porque ese objeto ocupa un lugar de bálsamo frente a un dolor indecible. Poder escuchar, prestar el tiempo y los oidos al sufriente, y no llenarlo de palabras cargadas de sentidos comunes que dejan al sujeto aturdido e impotente frente a su padecer.

Si seguimos prometiendo que existe un mundo ideal, donde la castración no nos atraviesa, vamos a seguir asistiendo a desenlaces trágicos, producto del desencuentro inevitable entre esas promesas de felicidad y la vida misma. 

Andrea Homene es psicoanalista.