Una pregunta recorre toda la literatura latinoamericana. Es una pregunta molesta, repetitiva, pero inevitable. Una pregunta que hace a la literatura, que la regionaliza, también: ¿qué es Latinoamérica? Esa inquietud va tomando diversas formas nacionales en obras importantes, marcando el pulso de una indagación acerca de la naturaleza de lo latinoamericano que va de Facundo de Sarmiento hasta Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa, pero que llega también a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: qué podría llegar a ser Argentina, cuándo se jodió el Perú, qué significa ser latinoamericano después de la represión y las desapariciones en el sur del continente, son todas variantes acerca del enigma de nuestro paisaje. Peregrino transparente, la última novela de Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978) se suma a la serie a partir del vector colombiano, territorio que dialoga con sus representaciones más características, esto es, entre Pablo Escobar y Gabriel García Márquez, entre la cocaína y Macondo. Peregrino transparente es una novela sobre las representaciones de una porción de Latinoamérica en sus orígenes, y en la pregunta que se vuelve molesta, repetitiva, pero inevitable: ¿qué sería Colombia?

Dividida en tres partes, la primera se sitúa en 1850, cuando a raíz de las gestiones del presidente de Nueva Granada (nombre hasta 1863 de parte del actual territorio conocido hoy como Colombia) se crea la Comisión Corográfica. O sea, un grupo de especialistas, que iban desde escritores hasta pintores y botánicos, cuya misión sería la de recorrer diversas zonas rurales y selváticas en pos de armar descripciones precisas que puedan servir como un elemento de conocimiento del país y también como un ardid publicitario para atraer inversores. Dirigida por el ingeniero italiano Agustín Codazzi, la Comisión Corográfica llevó adelante una tarea racional atravesada también por la mística y la aventura. Cruce que queda perfectamente expresado en el libro de Manuel Ancízar La peregrinación de Alpha (1850-1851), un trabajo de crónicas basadas en la primera expedición corográfica que retrata la geografía “humana” del centro y norte de Nueva Granada, clásico, como bien señala Cárdenas, poco visitado de la literatura colombiana decimonónica. Es a partir de estos datos reales, del libro de Ancízar y de un ejercicio imaginativo sin más, que el narrador comienza a contar las diferentes peripecias de la comisión en el recorrido de las entrañas neogranadinas, del encuentro con sus relieves y el intento por retratar (a través de descripciones o cuadros rápidamente hechos con acuarelas) las complejidades de la incipiente nación. El centro de toda esta primera parte es Henry Price, pintor inglés que formó parte de una de las expediciones y que aparece aquí perfectamente retratado (nunca mejor usado el término) entre lo europeo y lo americano, entre el catolicismo que no entiende y la fascinación por sus prácticas y, por sobre todo, su iconografía. Y es que Price, como el resto de sus compañeros, termina obsesionándose por las pinturas de un tal Pandiguando, un indio, que aparecen en las paredes de los lugares que visitan, representaciones de figuras salvíficas como la de Santa Lucía que son veneradas por los locales y que a Price le resultan mal ejecutadas. Al menos, al principio, porque el inglés comienza a preguntarse qué es lo que tiene esa pintura tan tosca y cotidiana que lleva a que las personas generen una suerte de culto a su alrededor. En Price se deposita la intriga principal de toda la novela: qué es representar algo y cómo aquello que queda por fuera de la representación es lo que alberga más peso y más misterio. Price, pintor europeo, pone en jaque todo el proyecto topográfico por esta persecución del artista “popular” y casi anónimo, el misterioso Pandiguando: se puede dibujar a esta gente, se pueden dibujar los paisajes, pero algo siempre va a quedar afuera, y eso que queda afuera quizás sea lo realmente importante.

Un cuadro de Henry Price

Luego de la segunda parte, “El jardín de los presentes”, spineatteano título a pesar suyo, que funciona a la manera de una deriva poética que aumenta el clima pesadillesco con el que cierra la aventura de Price en el primer tramo, la tercera parte retoma los viajes al interior de Nueva Granada en 1855, en una búsqueda a la manera de un western entre un “joven abogado” y el mismísimo Pandiguando, liberado de una cárcel panameña para que se sume a la Comisión Corográfica en otra de sus expediciones por su habilidad pictórica. Claro, en el primer momento de distracción, Pandiguando se fuga, y vuelve otra vez el intento por encontrar a este hombre en otra lógica persecutoria que sólo va encontrándose con las huellas del ahora llamado Tigre Negro, tal su subrenombre criminal.

Pandiguando o el Tigre Negro representa ese lugar que la Colombia en formación quiere dejar atrás: además de ser racialmente indio, por lo tanto, inferior para el consenso de la Nueva Granda —que quiere sumarse al concierto de las naciones con fuertes incentivos en el desarrollo del comercio y la explotación de recursos—, es también un artesano, alguien que pinta sin método y que es pura expresión del temple latinoamericano. Hay algo que Pandiguando puede hacer naturalmente que queda siempre sometido al silencio o a la fuga, que ni Price ni el joven abogado pueden entender.

Cárdenas logra una novela que tiene una anécdota interesante, aunque termina desbarrancándose esa construcción cuando intercala momentos ensayísticos en donde el narrador se reconoce en el presente y ve desde una mirada contemporánea los hechos del siglo XIX. Por eso es fácil encontrar el germen del liberalismo colombiano, de la lógica de explotación humana y de los recursos autóctonos en pos de llegar a tiempo al progreso: Cárdenas ve desde hoy el origen de su presente (hasta con complicados anacronismos), algo que le suma un plus ensayístico a lo que se quiere contar y que atenta contra el trabajo en su totalidad. Ese narrador-ensayista, que reflexiona a medida que la historia avanza, se permite leer en la existencia de la Comisión Corográfica el comienzo de un mundo que derivará en la Colombia del capitalismo salvaje y el tráfico de drogas, en la Colombia de maravillas de García Márquez. ¿Era necesario ese momento de opinión, sea del tipo que sea, en la historia que se cuenta? Así como el desvío de la segunda parte, muy probablemente, esos momentos fechen ostensiblemente el trabajo y terminen jugando en contra de un texto que se pregunta por el funcionamiento de la representación de Nueva Granada como pequeño ejemplo del lugar imposible de la representación de nuestro mundo por parte una máquina europea, que es la literatura o la hechura de un cuadro: por su lengua, por sus términos y por su lógica mimética. Peregrino transparente es una novela que entra en sintonía con textos de peso en la tradición local, pero que termina perdiéndose en los devaneos de un escritor que quiere decir claramente dónde está la pregunta que se hace. Cuando, a veces, la literatura se pregunta desde ese fondo de silencio que está por no estar, como lo que maravilla a los neogranadinos de los cuadros de Pandiguando. La literatura representa mejor si no dice lo que hace, y solo hace.