Murió Wayne Shorter. Idea y sonido, superación y premios Grammy, jazz, fusión y mucho más. Con él se extingue una forma de la mejor energía musical que marcó el siglo XX. El saxofonista y compositor, acaso uno de los últimos de la generación que revitalizó el jazz trastocando las proporciones entre tradición y presente, entre fondo y figura, entre inspiración y transpiración, murió en la mañana del jueves en Los Ángeles, según anunció su manager, Alisse Kingsley, sin precisar las causas. Tenía 89 años.
Instrumentista vital e inteligente, compositor audaz y adelantado, Shorter encabezó la compleja evolución del jazz del último medio siglo. Había nacido en Newark en 1933, hijo de un empleado de la fábrica de máquinas de coser Singer y una costurera. Se acercó de niño a la música con el clarinete y en su adolescencia ya tocaba el saxo tenor. Ya vapuleado y maravillado por la energía insurgente del bebop, a mediados de la década de 1950 Shorter estudiaba música en la Universidad de New York, antes de prestar servicio durante dos años en el ejército norteamericano. Entre apuros juveniles, pasó por la orquesta de Horace Silver, hasta que al salir del ejército conoció a John Coltrane. Un buen espejo donde mirarse, un inmejorable punto de partida. Desde el ’59 Shorter fue parte de los Jazz Messengers de Art Blakey. Ese mismo año 1959 grabó su primer disco personal Blues a la Carte, toda una promesa.
En los ’60 Shorter ya se destacaba con el tenor, más allá del modelo de saxofonista ácido que había marcado la década anterior. Desde el ’64, el color mate de su sonido, el ataque claro y su fraseo preciso, sin firuletes ni artificios, es parte del segundo Quinteto de Miles Davis –con Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams–, una de las formaciones más celebradas de la historia del jazz.
A esta altura su estilo era inconfundible y aunque si bien desde algún lugar podía declarar sus raíces en Coltrane, siempre resultó personal y será notablemente influyente. Después de temas como “Footprints”, un vals que de tan enigmático no termina de ser sensual, nada fue igual para la modernidad de jazz y las fusiones que se preparaban.
Con otro Miles, el mismo Shorter fue parte sustancial de trabajos como Miles in the Sky y Filles de Kilimanjaro (1968), en los que la electricidad del rock empezaba a alimentar la creatividad del jazz. Al año siguiente, Shorter tocó el saxo soprano en el álbum que se suele considerar la piedra basal del jazz eléctrico, una vez más con Miles Davis a la cabeza: el extraordinario In a Silent Way. Antes, en 1964, Shorter había dado su primera obra maestra: Speak No Evil, trabajo de una elaborada originalidad. Muestra de una creatividad desmesurada y un talento sutil y agudo, el disco quedó enseguida entre los más amados del jazz. En una época de músicos excelentes, Shorter era extraordinario.
En 1970, después de Bitches Brew, Shorter se asoció con el tecladista austríaco Joe Zawinul –con el que había compartido su etapa con Miles– para emprender otra aventura: Weather Report, donde también estuvo el fenómeno de Jaco Pastorius, una vuelta de página que trajo un nuevo sonido y otro público.
Tanto jazz-rock, desparpajo individual, experimentación formal y sinergia sonora, tuvieron su punto culminante en 1978, con Heavy Weather, un disco que vendió millones de copias y terminó de definir el gusto musical de una época que en materia de música parecía no tener límites. “Ser original, para mí, significa exaltar la profundidad. Cuanto más original puedes ser, más profunda es tu confrontación con la eternidad”, decía por entonces.
Después de Weather Report, con quienes grabó catorce discos en estudio, en 1986 el saxofonista siguió enganchando la tradición de la que venía, la que dio forma al hardbop y sus consecuencias, con el porvenir que imaginaba, a través de una música que entraba y salía de la abstracción para recibir los aplausos de un público que como compositor o instrumentista, o las dos cosas, lo veneraba en todo el mundo.
No se detuvo en sus búsquedas, que sin ser radicales no dejaban de ser profundas. Fue un innovador importante, que ejerció gran influencia sobre los músicos de distintos géneros y latitudes. Y así siguió hasta el final, con la capacidad creativa intacta, buscando constantemente nuevos horizontes, arriesgando para sostener su propia tradición, como queda sentado en discos tan distintos cuanto atractivos, como Native Dancer (1974), con Milton Nascimento como cantante, Atlantis (1985), High Life (1995) y 1+1, con Herbie Hancock. También colaboró con artistas del folk y del pop, como Joni Mitchell, Don Henley - cantante y baterista de los Eagles-, Santana y Steely Dan, por ejemplo.
El nuevo milenio lo tuvo entre las leyendas del jazz y su música fue una especie de oráculo al que las nuevas generaciones acudía en busca de revelaciones. Fanático de los comics y de la ciencia ficción, solía decir que se sentía atraído por la música porque tiene “velocidad y misterio”. En sus últimos años recortó la figura de un sabio, con declaraciones crípticas o elípticas, que inevitablemente devolvían una sensación de juego.
“La pregunta que siempre me hice a la hora de crear es: ¿qué falta en la humanidad? El mundo se rige por lo popular, y ese camino siempre está abarrotado, lleno de gente que no va a ningún sitio. Yo elegí tomar el camino menos transitado, porque ese es el camino del explorador”, dijo en una entrevista para el diario español El País en 2017.
En 2000, formó el que sería su laboratorio postrero: un cuarteto con el pianista Danilo Pérez, el bajista John Patitucci y el baterista Brian Blade. En 2021 estrenó la ópera Ifigenia, que compuso sobre un texto de Esperanza Spalding. Con la contrabajista y cantante compartió también su último disco, Live at the Detroit Jazz Festival, de 2022, donde además toca la gran baterista Terri Lyne Carrington y nuestro inagotable Leo Genovese.