¿Ves ese lugar? --me dice-- Allí el águila se devoró a la serpiente, así comenzó la cultura meyica. Me sorprendo: ¿Meyica? jamás lo había escuchado así, para mí eran los aztecas. Acto seguido lo veo escrito y entiendo: mexica. Nico continuó: me encanta que en el nombre de este país esté presente la cultura que le antecedió. Impactado por el respeto a las marcas simbólicas de mi joven interlocutor, reflexiono: y sí, es tal cual, los jefes mexicas que aparecen en los billetes; los nombres de los estados y ciudades; las comidas; las figuras de los murales, etc.; para no hablar del Estadio Azteca que le da título a la muy bella canción de nuestro Calamaro. En suma, una suerte de inframundo, tal como los aztecas/meyicas llamaban al lugar donde lo que perece descansa para después renacer, y que quizás explica la particular relación entre vida y muerte en este país donde se acostumbra celebrar el Día de los Muertos. Estoy de visita en el Zócalo de la Ciudad de México. Asistido por este pibe de veinticinco años que oficia de anfitrión con un esmero que me conmueve. Nico es mi hijo. Vino a estudiar hace unos meses. Y si allá en Buenos Aires se encargaba de ayudarme con la compu y esas cosas, acá me desayuna de las particularidades de esta ciudad increíble, donde la desmesura de los contrastes parece componer todo un rasgo de lo cotidiano.

Seguimos caminando por el Zócalo. Y debajo del Zócalo --recientes excavaciones mediante-- aparecen las ruinas de Tenochtitlán, capital del imperio azteca, o meyica (perdón, desde el andapayá de Messi todo yeísmo me enamora). Estremecedor. Una ciudad debajo de otra ciudad. Pero el síntoma emerge. Torres de cráneos. Junto a la Casa de Gobierno donde AMLO acaba de nacionalizar el litio que albergan los suelos de esta nación, en el año 2015 los arqueólogos encontraron torres de cráneos. Cultura mexica, testimonio de los sacrificios ofrendados a los dioses. Se pueden apreciar también los pasillos y galerías por donde alguna vez transitó gente. Ese color que antecedió a este país, esa misma piel que hoy toma el subterráneo para ir a su trabajo, mientras los ricos van en auto aunque tarden el doble. Torres de cráneos que horrorizaron a los españoles, lo suficiente como para que sembraran de sangre y muerte este valle donde aquella vez el águila se devoró a la serpiente.

Nico me sigue instruyendo: ojo con el picante; para comerte un taco fíjate los kioscos donde haya gente; son amables y simpáticos pero no es fácil integrarte; todo bien con usar el subte pero no te pasés la estación porque fuiste; no, en la calle no se fuma; ni se te ocurra el agua de la canilla; sí, podés escribir en la plaza; no, no te van a arrebatar la compu; el tránsito es intolerable; cuídate en los semáforos, no los respetan; no, no, ya te dije que no te van a arrebatar la compu ni el celu, aquí el crimen es organizado. A lo sumo te secuestran. (Ah, bueeeno).

Ya es hora de separarnos. Él a su clase y yo a caminar. Si te parece andá yendo para el lado del departamento --me dice-- y nos encontramos ahí para almorzar. Dale, pasame la llave. Me mira como si fuera un espécimen raro del siglo pasado (¡lo soy!). Con tono piadoso me aclara: se abre con una contraseña. Aaaaah. Ok, pasame la clave. Como si nada Nico dice: 1968.

El número me impacta como un misil. Nos despedimos. Encaro para el depto. Mientras respiro el smog en las muy limpias veredas del Distrito Federal, 1968 me atraviesa el cráneo como el filo de estas esquinas sin ochavas. 1968 en Buenos Aires. Escuela secundaria. Represión. Dictadura. Mayo del 68 en París. Sí, claro, rebelión, lucha. Pero no es ese 1968. Se oye una sirena. Me detengo en el semáforo. Ambulancias, policías. El vértigo me inunda el cuerpo. Y entonces sí. Con ese marco estrepitoso llega el recuerdo. La masacre. 1968. La masacre de estudiantes en Tlatelolco. Más de trescientos pibes y pibas asesinados por el Ejército y grupos paramilitares ligados a la entonces Presidencia. Torres de cráneos. Padres que matan a sus hijos. El dolor del D. F. me pega en el rostro. La persona que le alquila a Nico --de la que no sabemos nada-- puso 1968 como contraseña. El verso de Octavio Paz se me precipita en la memoria: “Cada año fue monte de huesos”.

Llega Nico al depto. Le cuento, le explico, le despliego esta historia. Y también la de Ayotzinapa en 2014: 43 estudiantes de la Escuela Normal desaparecidos por defender sus reivindicaciones. Nico escucha. No formula comentarios. Nos miramos en ese borde donde un adulto al que le toca oficiar de Padre se pregunta si es conveniente insistir, esperar un comentario o dejarlo allí. De pronto ¡Vamos a San Ildefonso que todavía no lo visité! propone el joven. San Ildefonso es el Colegio Nacional (ámbito de estudiantes si los hay, me doy cuenta ahora que lo escribo). Sitio histórico. Impresionante. Tremendos murales. Cuerpos mexicas que nacen del maíz. Cuerpos atravesados por las lanzas de los españoles. Diego Rivera, Fernando Leal y Jean Charlot --autores de los murales-- aparecen representados, cual juego de espejos, observando La Masacre en el templo mayor.

Seguimos por las salas y los pasillos. De pronto, un recorte del Nocturno de Octavio Paz en la pared. Lo leemos juntos: El muchacho que camina por este poema; / entre San Ildefonso y el Zócalo, / es el hombre que lo escribe: / esta página / también es una caminata nocturna. / Aquí encarnan / los espectros amigos, / las ideas se disipan. / El bien, quisimos el bien: enderezar al mundo. Al pasar, le digo que el recorte deja afuera lo principal. Interesado, Nico me pregunta: ¿qué era eso? Respondo con los pocos versos que recuerdo: no nos faltó entereza / nos faltó humildad, / Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia[1].

Se detiene y me mira. Impactado. Como si hubiera escuchado algo más allá de esas pocas palabras. (Uno nunca sabe por dónde se le llega al Otro). Nico es mi hijo del corazón, como se suele llamar al que uno adopta porque, más allá de todo lazo biológico o legal, se te filtró en las entrañas. Tenía ocho años cuando me enamoré de su mamá, nos casamos y nos fuimos a vivir juntos. Hay quienes dicen que toda la obra de Freud versa acerca de qué es un padre, ese enigma insondable que descarta todo origen. (Somos todos hijos de hijos de hijos). No sé, quizás trabajar de padre consista en facilitarle a un otro la construcción de una versión sobre el Padre. Pero no sé. No sé qué es un Padre. Tampoco si alguna vez Nico me adoptó como tal. Me basta el amor. Ese amor que en estos días, juego de espejos mediante, me hizo acariciar esa dulce sensación de palpar que, por fin, me toca a mí terminar de adoptar al mío. A mi propio Padre, allí donde el águila devoró a la serpiente.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

Nota:

[1] Octavio Paz, “Nocturno de San Ildefonso”, México: El Colegio Nacional, 2017, p. 9.