A veces la escritura es también un talismán que salva lo perdible o lo perdido, inventa un pasadizo secreto que conduce al rincón de una casa que ya no existe, o a la presencia de alguien cuya ausencia es ya irreversible. Escribir para intentar rescatar por medio de las palabras una voz, la tonalidad de esa voz y de esa manera poder mantener un dialogo secreto y revelador es lo que hace Silvia Arazi en La voz de la madre, su última novela.
“Al igual que las huellas dactilares, cada voz es única e irrepetible. No solo tiene una fisonomía particular, sino también un carácter y una forma de estar en el mundo. Si las palabras son máscaras que muchas veces ocultan nuestros pensamientos, la voz siempre revela”, reflexiona la narradora y para entonces ya se habrá definido el tono íntimo y poético de una mujer que comienza a escribir sobre su madre a partir de la mañana que se entera de que ella ha muerto como una manera de retenerla y de conocerla; pero pronto descubre que la escritura tiene sus propias demandas. “Escribir acerca de mi madre es escribir también acerca de mi padre, de mis hermanos, acerca de mí. lntentar la difícil tarea de mirarme de un modo honesto, descarnado, con la mayor verdad que me es posible”. Nunca es sencillo decir algo sin decirlo todo. Y si bien muchas veces la escritura parte de una necesidad de excavar y exponer algo que no era visible para que ahora lo sea, esto puede no ser algo del todo feliz para una figura poco atendida durante la historia de la literatura: la familia del escritor, que preferiría que los secretos sigan ocultos, por eso la familia de la narradora desliza un “pero no pongas que papá la hacía llorar”.
La necesidad de la escritura en La voz de la madre no sólo busca combatir el olvido sino también empujar lejos la primacía del abismo de la nada que amenaza con devorar las historias que nos hicieron ser lo que somos.“Lo que más extraño de mi madre es su voz. Si bien la tengo muy presente, me asusta la idea de que esa voz termine por desvanecerse en mi memoria. Me reprocho no haber guardado algún mensaje suyo en mi celular. Me tranquiliza saber que cuando no la espero esa voz vuelve, siempre vuelve. Ocurre de improviso. Si intento atraparla y fijarla en mi mente, se escapa como la arena entre los dedos. O lo que es peor, se funde con mi propia voz, haciéndome víctima de mi propio engaño. Descubrí que lo mejor es fingir que no la espero. Entonces llega.”
Con un estilo que recuerda a la Marguerite Duras de Escribir y de El Dolor, Silvia Arazi construye una novela audible, en la que una voz defiende del olvido a otra voz, porque infiere que algo inmenso y sagrado se juega ahí, porque nuestra permanencia en el mundo depende también del modo en que articulamos nuestro pasado, y nuestra propia identidad corre riesgo de quebrarse si no protegemos las piezas que nos componen, si no damos forma al acuoso origen en cuyas orillas tenemos el deber de moldear nuestro rostro.
Hay un tema central en La voz de la madre que Silvia Arazi plantea de manera magistral; algo que surge al repensar a su propia madre, reimaginarla, verla través de la escritura, escribirla para capturar su voz, y que conduce a la narradora hacia una reflexión orgánica sobre su propia maternidad. Rosa, su madre, a quien le decían Rosita, fue una mujer que vivió con sus circunstacias de época y sus complejidades, además de ser madre. La narradora, en tanto hija, hace el esfuerzo de ver a Rosita por fuera de lo que fue para ella, pero es una tarea ardua: todo lo que tiene son relatos, algunas fotografías, anécdotas. Con una melancólica sorpresa parece escribir: “mi mamá también había sido una niña”. Volver una y otra vez a su madre, pareciera confirmar que solo podrá verla bajo la luz de la maternidad, y que la voz que intenta recuperar, y que escucha en el silencio imprevisto, cuando no la espera, es la voz de una madre.
La narradora, sin embargo, tiene un vínculo menos ortodoxo con su propia maternidad. A raíz de circunstancias médicas y de un accidente en su juventud, una cierta apatía, o quizás un no deseo de ser madre se desarrolló en ella, a pesar de que, de niña, soñaba con ser la madre de muchos hijos.“¿Fueron aquellas heridas en mi cuerpo las que dejaron marcas en mi psiquis, entrelazando placer y muerte, sexo y muerte, maternidad y muerte?”. Resulta tan elocuente como pertinente el modo en que Silvia Arazi articula el nacimiento de una sensación que no hará más que crecer en ella, sobre todo porque ocurre en épocas menos amables para con las libertades de una mujer, en las que elegir no ser madre era connotable con una falta o una falencia, y al mismo tiempo significaba incumplir un rol social indispensable.
La novela da cuerpo de un modo vivificante a la maduración de la idea de una mujer realizada, familiar y profesionalmente, dejando de lado el mandato de la maternidad. Es quizás porque se desentiende de la tradición del legado a través de la procreación que profundiza su búsqueda en el lenguaje, que dispensa a su modo algún que otro destello de eternidad. Así, La voz de la madre no es solamente la reconstrucción que una hija hace de su madre muerta, sino también de sí misma, de su infancia y de su propia identidad. “Si hoy me preguntaran por qué elegí la palabra escrita entre otras formas de expresión, no sabría responder con certeza. Tal vez porque es un modo de volver a mi cuarto de niña. Porque el silencio que exige la escritura es más afín con mi naturaleza. Porque en ella encuentro mi voz, la más íntima”, leemos en la voz de Silvia Arazi, y sentimos la grácil invitación a recorrer las ficciones de la memoria, mientras las voces se anudan a la palabra escrita.
La voz de la madre es una novela portentosa, que hace pie en la esquiva evocación del pasado sin jamás naufragar en la tristeza de la pérdida, sino al contrario, dejando en el lector la sensación de que lo perdido no se desvanece del todo, sino que es un lugar que rumia impreciso y abstracto en las interioridades menos visitadas. Hay un camino hacia ese lugar, y ese camino es la ficción.