¿Qué es exactamente lo que hace el tiempo con nosotros? ¿Es posible capturar sus efectos? Los años, la nueva obra de Mariano Pensotti y su grupo Marea, cuenta la historia de Manuel en dos momentos muy distintos de su vida: en 2020, a sus 30 años, época de pura proyección y mirada hacia el futuro, y en 2050, a sus 60, confrontado con la contundencia de los hechos ya acontecidos. Entre todo lo que prometía ser de una manera y resultó siendo de otra –esos gaps que se cuentan de a cientos en la vida de cualquiera– hay dos en especial que funcionan como puente en el relato. Uno es el vínculo de Manuel con su hija, que en el pasado de la trama acaba de nacer y en el presente tiene treinta recién cumplidos. Treinta: la edad de su padre cuando la tuvo y la edad que tiene cuando comienza a contarse la historia. El otro gran acontecimiento que enlaza ambos tiempos narra el devenir profesional de Manuel, que comienza siendo un joven arquitecto y por accidente termina construyendo una carrera en el cine que lo llevará a vivir a Alemania por un buen rato. Mientras que el Manuel de 2020 logra su consagración profesional con un retrato cinematográfico socialmente comprometido sobre un chico de Lugano al que termina filmando por circunstancias medio azarosas, el viejo Manuel fracasa en su intento de retomar las relaciones con las personas y los lugares del pasado, con los que se reencuentra después de un par de décadas afuera. ¿Qué pasó en el medio? De eso se trata la obra. Tanto en el plano de las biografías como en el de las utopías sociales, Los años se mofa un poco de las fatales diferencias entre cómo uno cree que van a ser las cosas y cómo terminan siendo.
Como es de prever para cualquiera que haya visto por lo menos alguno de los trabajos anteriores de Pensotti, el pasado y el presente del relato no se cuentan de forma lineal sino que se van trenzando. Y, como en todas las obras que llevan el sello de Marea, la escenografía juega un rol central en esta voluntad de jugar con los saltos temporales. La gran maquinaria escénica es la que, de cierta forma, propone la forma de narrar los hechos. Mariana Tirantte, también integrante del grupo y pieza fundamental de las obras, siempre crea dispositivos que materializan algún leitmotiv de la dramaturgia de Pensotti, volviendo concreto –y multiplicando– ese sentido iniciático. En este caso, el juego entre el pasado y el presente está llevado a escena con el recurso cinematográfico de la pantalla dividida. Bárbara Massó, que interpreta a la hija de Manuel, salta del marco izquierdo al marco derecho de la imponente estructura montada sobre el escenario para ir hilando los dos tiempos del relato. En cada movimiento cambia también de rol: en el presente del relato es hija; en el pasado, la ex mujer de Manuel, es decir, la madre del personaje que interpreta del otro lado de la pared. Como en los juegos de las siete diferencias, el departamento del pasado y del presente está replicado sin ser un calco fiel. Quien preste atención podrá descubrir algunos cambios de muebles y las marcas que fue dejando el paso del tiempo.
Esas huellas del tiempo son un elemento nuclear de la dramaturgia de Pensotti. Un breve flashback a algunos de sus trabajos anteriores puede servir para ilustrar en qué medida. El pasado es un animal grotesco transcurría a lo largo de diez años, en los que distintos personajes (todos a cargo de un cuarteto actoral soñado compuesto por Pilar Gamboa, Julieta Vallina, Javier Lorenzo y Juan Minujín), iban envejeciendo al calor de los hechos sociales y políticos de la Argentina. Cuando vuelva a casa voy a ser otro partía de la historia de un ex militante revolucionario argentino que al inicio de la obra recibía una noticia sorprendente: en el jardín de la que había sido su casa, los nuevos dueños habían encontrado bolsas con objetos que él había enterrado durante la dictadura. Así, cuarenta años después, el protagonista se veía enfrentado a los restos de la persona que había dejado de ser. Diamante, la inmensa instalación performática que el grupo Marea creó para un festival en Alemania, sucedía en un pueblo recreado íntegramente y a lo largo de un año entero, que en la propuesta estaba condensado en seis horas, durante la cuales se sucedían las estaciones del año y las vestimentas de los personajes, pero también las casas, se iban transformando.
También está la obsesión por intentar capturar eso que las obras artísticas hacen con nosotros, que en Los años aparece muy patente en la figura de Manuel pero también en la de Raúl, el protagonista del documental filmado por Manuel que catapultó a la fama a los dos, aunque con consecuencias distintas para uno y otro. Y acá viene bien otro flashback para volver sobre esa preocupación por entender cómo se imbrica el arte con nuestras vidas. En una escenografía también dividida, que construía un arriba y un abajo escénico, Cineastas contaba la vida de cuatro realizadores audiovisuales en simultáneo con las historias que los tenía ocupados en ese momento. Ahí estaba, por ejemplo, la directora experimental en pleno proceso de separación de su marido mientras trabajaba en un documental sobre la separación de la Unión Soviética, que se contaba a través de sus películas musicales. O el realizador de películas comerciales que al recibir el diagnóstico de una enfermedad incurable había comenzado a proponer cambios en la comedia que estaba escribiendo para incluir sucesos de su vida personal y volverse un poco inmortal. O el artista audiovisual que trabaja en un McDonalds y robaba plata para filmar, cuyo propósito era ridiculizar a las multinacionales en sus films. También podríamos evocar Arde brillante brillante en los bosques de la noche, el trabajo en el que Pensotti creó una mamushka de ficciones: un universo de marionetas que un día van a ver una obra de teatro cuyos personajes deciden ir a ver una película, y en cada uno de esos tramos, contados efectivamente desde el lenguaje teatral, el audiovisual y el teatro de objetos, la obra en cuestión les sirve a los espectadores en cuestión para pensar sus propias tensiones entre los ideales que predican y vida cotidiana que llevan adelante.
Esa pregunta por el vínculo entre la realidad y la ficción alcanzó su grado de mayor explicitud con El público, que los Marea filmaron hace unos tres años. La película estaba compuesta por una decena de historias independientes, que jamás se entrecruzaban. Sus protagonistas, sin embargo, sí se habían cruzado el día anterior al presente narrativo en una sala de teatro. Esa obra de teatro que los había conectado, quizá por única vez en sus vidas, podía ser medianamente reconstruida en la mente del espectador a través de los relatos desplegados en cada una de las escenas. De esta forma, cuando la película terminaba, el público de El público también era capaz de contar algo sobre una obra que jamás había visto.
En Los años, Manuel llega a rodar el documental que lo volverá famoso un poco por casualidad. Para ayudar a un amigo alemán (Julian Keck) que está en Buenos Aires filmando edificios que son réplicas de construcciones europeas, el arquitecto termina yendo al barrio de Lugano y descubre allí a un chico que vive solo, sin familia, en la más absoluta marginalidad. Empieza por tratar de ayudarlo, pero se fascina con él y termina por documentar su vida. Tres décadas después, en el presente que construye Los años, se pregunta si eso que hizo tuvo algún impacto en la vida del nene y trata de encontrarlo. Por eso, aunque el título oriente la lectura de la obra hacia la cuestión del tiempo y nos haga reparar en lo que imaginábamos que pasaría y lo que finalmente pasó, hay otro tema que subyace. Y, como un volcán que amenaza con entrar en estado de erupción, finalmente termina salpicando su lava hacia varios rincones: la responsabilidad que los artistas de teatro o cine documental tienen para con las personas que retratan, y cómo la repartición de capital simbólico, una vez construida la obra, termina siendo muy dispar para unos y otros. Por supuesto, también está la posibilidad de pensar el futuro, que no es igual en cada caso, sobre todo si los documentados pertenecen, como sucede en tantísimos casos, a las clases populares. “A mí me llamó bastante la atención que, cuando estrenamos en Europa, no se hiciera mucha referencia a eso en los medios que dieron notas sobre la obra. Pero creo que en Argentina ese tema cobra mayor relevancia: acá tenemos muy claro que el vínculo con el futuro, con cómo nos proyectamos, con qué nos imaginamos que va a pasar, es muy distinto según dónde hayas nacido. La idea de futuro, para muchas personas, deja de ser un concepto filosófico y está más directamente relacionada con cómo vas a cubrir tus necesidades básicas mañana, no estoy diciendo nada nuevo con esto”.
Si bien hace ya muchísimos años que las obras de Pensotti giran por el circuito de grandes festivales europeos y reciben fondos para producirse de teatros y otras instituciones de Alemania, Bélgica y otros países centrales, estrenar en Buenos Aires sigue estando entre las prioridades de Pensotti y de todo su grupo, que completan, además de Tirantte, la productora Florencia Wasser y el músico Diego Vainer. No solo porque sus actores y actrices son en su mayoría de acá (a los ya mencionados se suman Marcelo Subiotto, Paco Gorriz y Mara Bestelli), sino porque sus trabajos forman parte de la conversación local como de ninguna otra. “Lo pienso honestamente: a veces me sigue sorprendiendo que algo de nuestras obras puedan generar cierto interés afuera”, dice el director, que jamás especuló con vaciar de referencias su teatro para que el público internacional pudiese entenderlo de una forma más directa. Por eso, esta larga temporada de cinco funciones semanales hasta principios de mayo en la sala Martín Coronado, la de mayor capacidad dentro del Complejo Teatral de Buenos Aires, lo inquieta pero también lo entusiasma. Si una de las preguntas que rigen Los años es cómo una obra de arte puede transformar una vida, el deseo de dialogar con quienes mejor pueden entenderla resulta, de mínima, bastante lógico.
Los años puede verse en el Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530), de miércoles a domingos a las 20:30